Un hombre de zapatos sucios difícilmente podrá pensar con claridad, dijo una vez Paco Umbral (1). Tal vez por eso tengo yo la costumbre de llevar siempre los zapatos limpios. De ahí que toda la vida me haya preocupado por tener a mano un buen limpiabotas en un bar, un café o una esquina céntrica.
En Madrid me lustraba los zapatos Faustino, que siempre estaba en el bar del club Miguel Ángel, del cual yo era socio. Faustino atendía también a mis amigos Jaime de Mora y Aragón, el inolvidable “Fabiolo”, y Mario de Lozano y Villar. A los tres -y seguramente a otros amigos, porque lo éramos suyos, más que clientes- nos fiaba cartones de los cigarrillos que fumábamos entonces e incluso nos prestaba dinero, que le devolvíamos religiosamente al poco tiempo con una generosa propina, como era natural.
Después yo me fui a brujulear por Europa y al final recalé en Londres. Cuando volvi a Madrid me dio por frecuentar durante algún tiempo los cafés de la Gran Vía y, en particular, la cafetería del hotel Washington, donde Julio me limpiaba los zapatos vestido invariablemente con una tricota o camisa negras y pantalones del mismo color.
Julio fumaba cigarros puros y andaba a veces con la colilla de uno en una comisura de la boca. Tenía el pelo oscuro, ondulado, con bastantes canas. Era servicial y amistoso. Había en él un no sé qué especial que no iba, que no casaba con su actual oficio. Habríase dicho que años atrás se ganó la vida de otra manera, hizo algo d¡stinto, llevó una vida rumbosa, vio cosas interesantes y conoció y trató a gente encumbrada e influyente.
Era un hombre bien educado, con gran sentido del humor. Estaba muy bien informado de todo y, especialmente, de la vida y milagros de la gente de cine que frecuentaba esos cafés de la Gran Vía ubicados en el tramo comprendido entre la plaza Callao, donde está El Corte Inglés, y la Plaza de España. Ibamos siempre los mismos: productores y actores con un proyecto entre manos, que casi siempre quedaba en eso, en proyecto; directores de segundo nivel, algún critico o cronista de cine y varios representantes de actores y actrices de reparto.
Volví yo a ausentarme de Madrid una temporada y a mi regreso no encontré a Julio en su lugar habitual, a la mitad de la barra del bar del hotel Washington, con su infaltable puro entre los labios. No lo vi más. Desapareció como si se le hubiera tragado la tierra.
En Madrid me lustraba los zapatos Faustino, que siempre estaba en el bar del club Miguel Ángel, del cual yo era socio. Faustino atendía también a mis amigos Jaime de Mora y Aragón, el inolvidable “Fabiolo”, y Mario de Lozano y Villar. A los tres -y seguramente a otros amigos, porque lo éramos suyos, más que clientes- nos fiaba cartones de los cigarrillos que fumábamos entonces e incluso nos prestaba dinero, que le devolvíamos religiosamente al poco tiempo con una generosa propina, como era natural.
Después yo me fui a brujulear por Europa y al final recalé en Londres. Cuando volvi a Madrid me dio por frecuentar durante algún tiempo los cafés de la Gran Vía y, en particular, la cafetería del hotel Washington, donde Julio me limpiaba los zapatos vestido invariablemente con una tricota o camisa negras y pantalones del mismo color.
Julio fumaba cigarros puros y andaba a veces con la colilla de uno en una comisura de la boca. Tenía el pelo oscuro, ondulado, con bastantes canas. Era servicial y amistoso. Había en él un no sé qué especial que no iba, que no casaba con su actual oficio. Habríase dicho que años atrás se ganó la vida de otra manera, hizo algo d¡stinto, llevó una vida rumbosa, vio cosas interesantes y conoció y trató a gente encumbrada e influyente.
Era un hombre bien educado, con gran sentido del humor. Estaba muy bien informado de todo y, especialmente, de la vida y milagros de la gente de cine que frecuentaba esos cafés de la Gran Vía ubicados en el tramo comprendido entre la plaza Callao, donde está El Corte Inglés, y la Plaza de España. Ibamos siempre los mismos: productores y actores con un proyecto entre manos, que casi siempre quedaba en eso, en proyecto; directores de segundo nivel, algún critico o cronista de cine y varios representantes de actores y actrices de reparto.
Volví yo a ausentarme de Madrid una temporada y a mi regreso no encontré a Julio en su lugar habitual, a la mitad de la barra del bar del hotel Washington, con su infaltable puro entre los labios. No lo vi más. Desapareció como si se le hubiera tragado la tierra.
En Nueva York me limpiaba los zapatos Jack, un negro enorme que trabajaba en un rincón de la Grand Central Station. Era muy simpático. Se reía por cualquier cosa, mostrando una dentadura perfecta, como la de casi todos los negros.
De otros limpiabotas de otras ciudades en las que he vivido, o por las que he pasado, no guardo memoria puesto que no fueron habituales.
En Buenos Aires, en la época en que trabajaba en Radio Continental, Lelio Riarte me dejaba los zapatos como espejos en el bar Pichín de la Avenida de Mayo donde su dueño, don Antonio, no pierde ripio, mañana y tarde. Don Antonio es español, como yo.
Lelio era de estatura media, tenía el pelo blanco, abundante y bien cuidado y los ojos oscuros e inteligentes; gastaba unas patillas cortas que apenas le llegaban a los pómulos y representaba muchos menos años de los que tenía. Era, según se decía, muy buen bailarín, así que frecuentaba la milonga.
Desempeñaba su oficio a las mil maravillas y, lo más importante, siempre estaba de buen humor. Contaba chistes, charlaba –se expresaba muy bien-, lo mantenía a uno vibrante con sus chascarrillos y la expresión de su concepción de la vida, por de más acertada e inteligente. Era muy trabajador. A veces daba una mano en el bar, o hacía algún recado. Era, también, sumamente respetuoso. Si uno iba acompañado y se sentaba a una mesa lo atendía ahí, en vez de en el mostrador, y guardaba un discreto silencio. Como era hombre de conceptos atinados y palabra fácil, don Antonio le colgó el remoquete de "El Filósofo".
Lelio dejó al morir prematuramente, de un infarto de miocardio, mujer y una hija que trabajaba en una oficina. Personificó a un tipo de hombre que, por desgracia, va desapareciendo y es sustituido por el llamado macho posmoderno, o macho posmo, que es un hombre de chicha y nabo.
Representante de una clase trabajadora honrada y cumplidora, que siempre hizo buena letra, por utilizar una expresión del lenguaje familiar, tuvo el mérito, además, de contribuir con algo más que su granito de arena a hacerle a uno la vida menos ingrata de lo que es, a levantarle el ánimo y alegrarle las pajarillas del alma.
Lo recordamos con el mismo afecto que a Faustino y a Julio, o quizás con un poco más por estar más cerca en la memoria y, también, por ser tan leal, tan bueno y por haberlo tratado más. Su trato nos hizo bien.
En Buenos Aires, en la época en que trabajaba en Radio Continental, Lelio Riarte me dejaba los zapatos como espejos en el bar Pichín de la Avenida de Mayo donde su dueño, don Antonio, no pierde ripio, mañana y tarde. Don Antonio es español, como yo.
Lelio era de estatura media, tenía el pelo blanco, abundante y bien cuidado y los ojos oscuros e inteligentes; gastaba unas patillas cortas que apenas le llegaban a los pómulos y representaba muchos menos años de los que tenía. Era, según se decía, muy buen bailarín, así que frecuentaba la milonga.
Desempeñaba su oficio a las mil maravillas y, lo más importante, siempre estaba de buen humor. Contaba chistes, charlaba –se expresaba muy bien-, lo mantenía a uno vibrante con sus chascarrillos y la expresión de su concepción de la vida, por de más acertada e inteligente. Era muy trabajador. A veces daba una mano en el bar, o hacía algún recado. Era, también, sumamente respetuoso. Si uno iba acompañado y se sentaba a una mesa lo atendía ahí, en vez de en el mostrador, y guardaba un discreto silencio. Como era hombre de conceptos atinados y palabra fácil, don Antonio le colgó el remoquete de "El Filósofo".
Lelio dejó al morir prematuramente, de un infarto de miocardio, mujer y una hija que trabajaba en una oficina. Personificó a un tipo de hombre que, por desgracia, va desapareciendo y es sustituido por el llamado macho posmoderno, o macho posmo, que es un hombre de chicha y nabo.
Representante de una clase trabajadora honrada y cumplidora, que siempre hizo buena letra, por utilizar una expresión del lenguaje familiar, tuvo el mérito, además, de contribuir con algo más que su granito de arena a hacerle a uno la vida menos ingrata de lo que es, a levantarle el ánimo y alegrarle las pajarillas del alma.
Lo recordamos con el mismo afecto que a Faustino y a Julio, o quizás con un poco más por estar más cerca en la memoria y, también, por ser tan leal, tan bueno y por haberlo tratado más. Su trato nos hizo bien.
© José Luis Alvarez Fermosel
4 comentarios:
hola me gusta mucho tu carisma y el talento que mostras en el programa de rolando,soy una gran admiradora tuya y bueno te cuento que soy del interior del pais de concordia entre rios para ser mas exacto bueno muchas gracias por tu tiempo hasta pronto a si me estaba olvide mi nombre es florencia y tengo 20años
Florencia: muchas gracias por tu simpático mensaje y por tener 20 años. Yo tengo... ligeramente más del doble, pero como no sé si sabrás, siempre se tienen 15 años en un rincón del corazón. Cariños.
Estimado Fermosel: yo conocí a Lelio y era tal como lo describe. No iba siempre al barcito pero me lo encontraba trabajando allí. Agradezco a la vida que haya gente como ud. capaz de tener la bondad de recordar a los seres que dejan buena huella en la vida. Lo leo siempre. También le soy fiel en la radio. Soy un gran admirador suyo. Le mando muchos saludos. Pedro.(actualmente vivo en Córdoba)
Pedro: muchas gracias por tus generosos conceptos. Los periodistas somos gente que va por la vida levantando actas. Algunas referentes a desastres y otras que se centran en gente como Lelio, que hacía que todo fuera mejor para todos aquellos que utilizaban sus servicios. Con los años se va aprendiendo a ver, estimar y recordar a esos seres privilegiados, que merecen la letra impresa. Muchas gracias y un fuerte abrazo.
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