Llevaba yo poco tiempo en Buenos Aires. Todavía no era corresponsal del diario El País de Madrid, ni subdirector de la agencia EFE en Argentina, ni mucho menos imaginaba que un día me convertiría en uno de los columnistas de radio más populares y queridos del país.
Ya estaba abriéndose la úlcera que mantendría enferma a la República Argentina durante los acertadamente llamados años de plomo, en los que tirios y troyanos se mataban a tiros en la calle.
Luego vendrían los militares, la represión, los desaparecidos, los rencores, la amargura…
Yo era entonces redactor de la delegación de la agencia EFE en Buenos Aires –después llegaría a subdirector, como ya dije- y recibía como anfitrión a todos los compañeros que venían de Madrid, enviados especiales por sus medios para informar de lo que pasaba.
Recuerdo a Enrique Vázquez –de cuya revista Actualidad Política Nacional y Extranjera sería corresponsal en Buenos Aires meses después-. También vinieron Raúl del Pozo –que jamás contesta las cartas que le dejo en el café Gijón cada vez que voy a Madrid-, Diego Carcedo, Vicente Romero, Manolo Alcalá, César de la Lama, Julio Camarero, Manuel Leguineche, Paloma Gómez Borrero, Miguel de la Cuadra Salcedo, Pedro Queirolo…
Yo los llevaba a asados domingueros, a escuchar tangos, a los barrios típicos: La Boca, San Telmo, Barracas, Almagro… Trabajábamos mucho, corríamos peligros, pero lo pasábamos bien, después de todo.
Algunos de esos queridos colegas han muerto, otros se han retirado. Otros supieron dejar el periodismo a tiempo –como preconizaba Hemingway- y se dedicaron con más o menos éxito a la literatura.
De Vicente Romero me hice muy amigo. Siempre que viene a Buenos Aires nos encontramos a comer o a tomar un café. Tengo en la mesilla de noche su último libro, que escribió junto con el juez español Baltasar Garzón: “El alma de los verdugos” –me dedica un capítulo entero y me cita en otros-. De vez en cuando lo releo. Es un trabajo muy documentado y muy bien escrito.
Un día alguien me trajo a Buenos Aires una lata de fabada de parte de Jesús Serrano Alcaina, de la agencia EFE (sección Cifra Gráfica) en Madrid.
Tan lejos de terruño, de mis familiares, mis amigos, mi gastronomía, el detalle de Jesús Serrano me pareció encantador.
¡Alubias con chorizo, jamón, tocino y morcilla asturiana, todo contenido y comprimido en una lata! ¡Ahí es nada! Algo así como una botella con un mensaje dentro, sino que más estimulante que el mensaje que algunos náufragos –en los relatos de barcos y marineros- meten dentro de una botella y la arrojan al mar, en un S.O.S. desesperado que si se recibe golpea el corazón de quien lo lee y plantea la duda acerca de la salvación de quien lo envió, mientras que una lata con un condumio de la madre patria le alegra el estómago y la vida a un español que está anclado en un lejano país y sufre de morriña.
Ni que decir tiene que devoré la fabada hasta la última alubia y rebañé el plato hasta dejarlo brillante.
Me están entrando unas ganas tremendas de comer fabada. Así que mañana compraré todos los ingredientes, la prepararé y me la mandaré al buche como Dios pintó a Perico.
Eso sí, a la salud del bueno de Jesús Serrano Alcaina, a quien Dios bendiga por haber gratificado gastronómicamente a un fiel compañero de viejos tiempos que estaba, y sigue estando lejos del pago.
Ya estaba abriéndose la úlcera que mantendría enferma a la República Argentina durante los acertadamente llamados años de plomo, en los que tirios y troyanos se mataban a tiros en la calle.
Luego vendrían los militares, la represión, los desaparecidos, los rencores, la amargura…
Yo era entonces redactor de la delegación de la agencia EFE en Buenos Aires –después llegaría a subdirector, como ya dije- y recibía como anfitrión a todos los compañeros que venían de Madrid, enviados especiales por sus medios para informar de lo que pasaba.
Recuerdo a Enrique Vázquez –de cuya revista Actualidad Política Nacional y Extranjera sería corresponsal en Buenos Aires meses después-. También vinieron Raúl del Pozo –que jamás contesta las cartas que le dejo en el café Gijón cada vez que voy a Madrid-, Diego Carcedo, Vicente Romero, Manolo Alcalá, César de la Lama, Julio Camarero, Manuel Leguineche, Paloma Gómez Borrero, Miguel de la Cuadra Salcedo, Pedro Queirolo…
Yo los llevaba a asados domingueros, a escuchar tangos, a los barrios típicos: La Boca, San Telmo, Barracas, Almagro… Trabajábamos mucho, corríamos peligros, pero lo pasábamos bien, después de todo.
Algunos de esos queridos colegas han muerto, otros se han retirado. Otros supieron dejar el periodismo a tiempo –como preconizaba Hemingway- y se dedicaron con más o menos éxito a la literatura.
De Vicente Romero me hice muy amigo. Siempre que viene a Buenos Aires nos encontramos a comer o a tomar un café. Tengo en la mesilla de noche su último libro, que escribió junto con el juez español Baltasar Garzón: “El alma de los verdugos” –me dedica un capítulo entero y me cita en otros-. De vez en cuando lo releo. Es un trabajo muy documentado y muy bien escrito.
Un día alguien me trajo a Buenos Aires una lata de fabada de parte de Jesús Serrano Alcaina, de la agencia EFE (sección Cifra Gráfica) en Madrid.
Tan lejos de terruño, de mis familiares, mis amigos, mi gastronomía, el detalle de Jesús Serrano me pareció encantador.
¡Alubias con chorizo, jamón, tocino y morcilla asturiana, todo contenido y comprimido en una lata! ¡Ahí es nada! Algo así como una botella con un mensaje dentro, sino que más estimulante que el mensaje que algunos náufragos –en los relatos de barcos y marineros- meten dentro de una botella y la arrojan al mar, en un S.O.S. desesperado que si se recibe golpea el corazón de quien lo lee y plantea la duda acerca de la salvación de quien lo envió, mientras que una lata con un condumio de la madre patria le alegra el estómago y la vida a un español que está anclado en un lejano país y sufre de morriña.
Ni que decir tiene que devoré la fabada hasta la última alubia y rebañé el plato hasta dejarlo brillante.
Me están entrando unas ganas tremendas de comer fabada. Así que mañana compraré todos los ingredientes, la prepararé y me la mandaré al buche como Dios pintó a Perico.
Eso sí, a la salud del bueno de Jesús Serrano Alcaina, a quien Dios bendiga por haber gratificado gastronómicamente a un fiel compañero de viejos tiempos que estaba, y sigue estando lejos del pago.
© José Luis Alvarez Fermosel
Ver:
“El alma de los verdugos”
2 comentarios:
José Luis: me fue impresionante leer esta nota. Todo el contenido demuestra estar leyendo a una persona con mucha memoria y muche gratitud. Pero le cuento algo: cuando comentó el libro del sr. Romero, salí enseguida a ver si lo conseguía. ¡Y lo conseguí! Leí su capítulo y, confieso, me vino una sensación de orgullo enorme. Tiene razón al decir que es espartino pero yo lo siento argentino (¡de los buenos!) completo y me enorgullece que ud sea un compatriota que hace quedar tan bien a los argentinos de buena leche. Un gran abrazo y muchas gracias por todo lo que hace. Soy Gabriel del barrio Parque Patricios.
Querido Gabriel: primero y principal un millón de gracias por tus elogios que resultan verdaderamente estimulantes. Aquellos tiempos a los que se refiere Romero no fueron ciertamente de vino y rosas, sino de whisky y plomo. Sobrevivimos y aquí estoy yo, bajo dos banderas, orgulloso y agradecido de estar y servir a ésta mi segunda patria en la que me han tratado y siguen tratándome muy bien. Un fuerte abrazo.
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