Según la geometría, que como he dicho en otro texto me dio muchos dolores de cabeza en mi enseñanza secundaria, la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta.
Pasamos de la geometría a la literatura para sostener que un relato lineal –y dentro de lo lineal, recto- es un relato comprensible y, sobre esa base, el autor puede utilizar el buen decir, la claridad, jugar con imágenes y metáforas, hacer gala de sus conocimientos y un interminable etcétera hasta conseguir una narración que nos atrape, nos emocione y, lo máximo, lo que ha de perseguir siempre el escritor, nos deleite; a nosotros, los lectores, que somos destinatarios de su mensaje.
Esto es válido en literatura –y en otras bellas artes- y ajustándose a este patrón alcanzaron cotas altísimas escritores de fama universal que, además, ganaron premios de gran relevancia y, lo más importante, se instalaron por sus propios méritos en lugares muy destacados de la literatura mundial.
Otros narradores gustan de complicar las cosas, como si se empeñaran en demostrar que la distancia más corta entre dos puntos es la línea quebrada. Y escriben textos densos con una lenguaje alambicado y barroco que, seamos francos, no se entienden. Es que no están escritos para eso.
Esas gentes tienen, a no dudarlo, mentes poderosas, no como la de uno, que es más bien de andar por casa. Manejan los claros y los oscuros, las idas y venidas de sus personajes, sus relaciones entre ellos y sus cambios, que a veces son mutaciones, en una suerte de neblina
Maestros en dar vueltas a las tuercas, pertenecen por lo general a movimientos o grupos de intelectuales altamente sofisticados. A algunos de ellos incluso se les cuelga el sambenito de filósofos sin que lo sean, porque no crearon un sistema filosófico, ni escribieron tratados, ni libros de filosofía.
Pero la crítica -¡ah, la crítica!- los consagró como tales y ellos, complacidos, aceptan esa carga y les pesa tan poco que la llevan como una medalla. Es más, terminan por creer que de verdad son filósofos, aunque sólo sean licenciados en Filosofía y Letras, que no es poco.
Volviendo al tema principal, a la línea recta, del que nos hemos desviado, el caso es que hay escritores que escriben para minorías complejas y embanderadas en corrientes modernosas que contienen una alta dosis de esnobismo..
Si de la literatura pasamos al cine tendremos que convenir en que ciertos realizadores juegan como prestidigitadores con luces y sombras, personajes de cartón piedra, planos cortos muy sostenidos, diálogos interminables, argumentos poco o nada creíbles y, lo que es peor, “flashes back” con los que se enredan y después, en la moviola –o ahora en la computadora-, empalman mal y por eso les salen películas enrevesadas de difícil comprensión, u oscuras o, en el mejor de los casos, muy pesadas.
Pero los que dicen que saben elogian en letras de molde sus creaciones; los espectadores se habrán ido del cine sin haber entendido nada, o muy poco y, por tanto, de mal humor. Pagaron por pasar un buen rato, por lo menos.
Volvemos a “El rey desnudo”, aquel magnífico cuento de Andersen. Como se recordará, el argumento es más o menos así: unos desaprensivos llegan a la corte de un rey y prometen hacerle un traje nunca visto y maravilloso, que tejerán sobre su propio cuerpo con finísimos hilos de metales nobles.
Nadie que no sea de una inteligencia privilegiada podrá ver el traje que confeccionan, moviendo los dedos sobre el cuerpo del monarca, los artistas, que cada vez le piden más dinero al rey para comprar los hilos de oro y plata que necesitan para terminar sus vestiduras, que alaba toda su corte, tan inteligente.
Al fin se organiza un desfile especial, presidido por el rey, a fin de que todo el pueblo aprecie en lo que vale su vestido. El pueblo ovaciona, grita. Un niño dice: “¡El rey va desnudo!”.
El rey iba en cueros, en efecto. Todos lo veían, ¿pero quién se atrevía a decirlo, a dar a entender que era tonto?
Pasamos de la geometría a la literatura para sostener que un relato lineal –y dentro de lo lineal, recto- es un relato comprensible y, sobre esa base, el autor puede utilizar el buen decir, la claridad, jugar con imágenes y metáforas, hacer gala de sus conocimientos y un interminable etcétera hasta conseguir una narración que nos atrape, nos emocione y, lo máximo, lo que ha de perseguir siempre el escritor, nos deleite; a nosotros, los lectores, que somos destinatarios de su mensaje.
Esto es válido en literatura –y en otras bellas artes- y ajustándose a este patrón alcanzaron cotas altísimas escritores de fama universal que, además, ganaron premios de gran relevancia y, lo más importante, se instalaron por sus propios méritos en lugares muy destacados de la literatura mundial.
Otros narradores gustan de complicar las cosas, como si se empeñaran en demostrar que la distancia más corta entre dos puntos es la línea quebrada. Y escriben textos densos con una lenguaje alambicado y barroco que, seamos francos, no se entienden. Es que no están escritos para eso.
Esas gentes tienen, a no dudarlo, mentes poderosas, no como la de uno, que es más bien de andar por casa. Manejan los claros y los oscuros, las idas y venidas de sus personajes, sus relaciones entre ellos y sus cambios, que a veces son mutaciones, en una suerte de neblina
Maestros en dar vueltas a las tuercas, pertenecen por lo general a movimientos o grupos de intelectuales altamente sofisticados. A algunos de ellos incluso se les cuelga el sambenito de filósofos sin que lo sean, porque no crearon un sistema filosófico, ni escribieron tratados, ni libros de filosofía.
Pero la crítica -¡ah, la crítica!- los consagró como tales y ellos, complacidos, aceptan esa carga y les pesa tan poco que la llevan como una medalla. Es más, terminan por creer que de verdad son filósofos, aunque sólo sean licenciados en Filosofía y Letras, que no es poco.
Volviendo al tema principal, a la línea recta, del que nos hemos desviado, el caso es que hay escritores que escriben para minorías complejas y embanderadas en corrientes modernosas que contienen una alta dosis de esnobismo..
Si de la literatura pasamos al cine tendremos que convenir en que ciertos realizadores juegan como prestidigitadores con luces y sombras, personajes de cartón piedra, planos cortos muy sostenidos, diálogos interminables, argumentos poco o nada creíbles y, lo que es peor, “flashes back” con los que se enredan y después, en la moviola –o ahora en la computadora-, empalman mal y por eso les salen películas enrevesadas de difícil comprensión, u oscuras o, en el mejor de los casos, muy pesadas.
Pero los que dicen que saben elogian en letras de molde sus creaciones; los espectadores se habrán ido del cine sin haber entendido nada, o muy poco y, por tanto, de mal humor. Pagaron por pasar un buen rato, por lo menos.
Volvemos a “El rey desnudo”, aquel magnífico cuento de Andersen. Como se recordará, el argumento es más o menos así: unos desaprensivos llegan a la corte de un rey y prometen hacerle un traje nunca visto y maravilloso, que tejerán sobre su propio cuerpo con finísimos hilos de metales nobles.
Nadie que no sea de una inteligencia privilegiada podrá ver el traje que confeccionan, moviendo los dedos sobre el cuerpo del monarca, los artistas, que cada vez le piden más dinero al rey para comprar los hilos de oro y plata que necesitan para terminar sus vestiduras, que alaba toda su corte, tan inteligente.
Al fin se organiza un desfile especial, presidido por el rey, a fin de que todo el pueblo aprecie en lo que vale su vestido. El pueblo ovaciona, grita. Un niño dice: “¡El rey va desnudo!”.
El rey iba en cueros, en efecto. Todos lo veían, ¿pero quién se atrevía a decirlo, a dar a entender que era tonto?
© José Luis Alvarez Fermosel
“Mejor claro que oscuro”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/08/mejor-claro-que-oscuro.html)
2 comentarios:
¡Buenísimoooo! Extraordinario post. Saludos. Federico.
Federico: gracias y me alegro mucho de que te haya gustado el post en cuestión. Un abrazo.
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