Como si no tuviéramos bastante con el argot general –el de todos para todos-, cada uno se inventa el suyo, lo cual no deja de tener gracia.
Un amigo mío, brillante abogado del foro argentino, acuñó el término “caprosta” para espetárselo al automovilista que, a su entender, realiza una maniobra incorrecta o le adelanta cuando él conduce su estupendo coche de origen alemán por la calzada, o por la carretera. A mi amigo no le gusta que le adelanten.
La palabreja en cuestión, dicha con la suficiente fuerza, impresiona y suele desconcertar al destinatario, acaso por la dificultad de hallar en el acto una réplica adecuada.
Otro amigo se sacó un comodín de la manga: “drango”. Lo usa como interjección, como adjetivo (admirativo) que tira a sus amigos cual dardo sin punta, piropo, soliloquio concentrado en una sola palabra, voz de bullanga o jaculatoria laica.
La palabra “drango” será aceptada muy pronto por la Real Academia Española de la Lengua, sabia institución que se tira cada vez más a la bartola.
Mi querido hermano Manolo denominaba “funfarretas” a los chatos, esos cortos y gruesos vasos de vidrio en los que se sirve en las tabernas de Madrid el áspero vino de Castilla, que sabe a pedernal. Mi hermano era afortunado poseedor de la gracia natural del madrileño castizo y, además, tenía un gran sentido del humor. Ambas cosas, la gracia y el humor, rara vez van juntas; se tiene una o se tiene otra, lo hemos repetido hasta el cansancio.
“Chatas”, aunque tengan la nariz larga, se les llama cariñosamente a las mujeres en España.
“Barjuleta” es otra palabra de jerga personal. Se le debe a Servodeo Ausin. Servodeo tocaba el violín como los dioses, a quienes siempre se les atribuyeron el arpa y la lira como instrumentos musicales favoritos. También estaba el dios Pan, que tocaba la siringa.
“Barjuleta” es sinónimo de “trompa”, “castaña”, “tomatera”, “tablón”, “merluza”, “cogorza” o, simplemente, borrachera: ese estado de exaltación al que lleva el consumo de cierta –bastante…- cantidad de bebidas alcohólicas.
Una vez saltó la extraña expresión “pastrofia” en una “cuadra” –redacción en la jerga periodística-, y enseguida campó por sus respetos y fue adoptada por todos. Se refería a un texto redactado de tal manera que resultaba incomprensible.
Algo mal dicho, o que no tiene entidad alguna, ni informativa ni de ninguna otra índole, es una “fraslafra”.
De niños teníamos el hábito de hojear diccionarios. Nos fascinaba descubrir en ellos palabras como tejavana, andarivel, flegmasía y otras que llenan la boca, como pepino, pelma, plúmbeo, plasma y bombarda, entre otras muchas.
El idioma es algo vivo, móvil, iridiscente; se puede jugar con él, enriquecerlo, modernizarlo e incluso… conservarlo; sobre todo sus palabras más bellas, que son las que se refieren al amor y que figuraban en esas cartas de nuestras abuelas que acaso nos encontremos un día en un mazo atado con una cinta de moaré color vino de Burdeos, en la buhardilla.
Esas palabras están todavía vigentes –figuran en el diccionario de la Real Academia Española-, pero apenas se utilizan, hoy en día; o se usan, entre la gente grande, con notoria falta de sinceridad.
Un amigo mío, brillante abogado del foro argentino, acuñó el término “caprosta” para espetárselo al automovilista que, a su entender, realiza una maniobra incorrecta o le adelanta cuando él conduce su estupendo coche de origen alemán por la calzada, o por la carretera. A mi amigo no le gusta que le adelanten.
La palabreja en cuestión, dicha con la suficiente fuerza, impresiona y suele desconcertar al destinatario, acaso por la dificultad de hallar en el acto una réplica adecuada.
Otro amigo se sacó un comodín de la manga: “drango”. Lo usa como interjección, como adjetivo (admirativo) que tira a sus amigos cual dardo sin punta, piropo, soliloquio concentrado en una sola palabra, voz de bullanga o jaculatoria laica.
La palabra “drango” será aceptada muy pronto por la Real Academia Española de la Lengua, sabia institución que se tira cada vez más a la bartola.
Mi querido hermano Manolo denominaba “funfarretas” a los chatos, esos cortos y gruesos vasos de vidrio en los que se sirve en las tabernas de Madrid el áspero vino de Castilla, que sabe a pedernal. Mi hermano era afortunado poseedor de la gracia natural del madrileño castizo y, además, tenía un gran sentido del humor. Ambas cosas, la gracia y el humor, rara vez van juntas; se tiene una o se tiene otra, lo hemos repetido hasta el cansancio.
“Chatas”, aunque tengan la nariz larga, se les llama cariñosamente a las mujeres en España.
“Barjuleta” es otra palabra de jerga personal. Se le debe a Servodeo Ausin. Servodeo tocaba el violín como los dioses, a quienes siempre se les atribuyeron el arpa y la lira como instrumentos musicales favoritos. También estaba el dios Pan, que tocaba la siringa.
“Barjuleta” es sinónimo de “trompa”, “castaña”, “tomatera”, “tablón”, “merluza”, “cogorza” o, simplemente, borrachera: ese estado de exaltación al que lleva el consumo de cierta –bastante…- cantidad de bebidas alcohólicas.
Una vez saltó la extraña expresión “pastrofia” en una “cuadra” –redacción en la jerga periodística-, y enseguida campó por sus respetos y fue adoptada por todos. Se refería a un texto redactado de tal manera que resultaba incomprensible.
Algo mal dicho, o que no tiene entidad alguna, ni informativa ni de ninguna otra índole, es una “fraslafra”.
De niños teníamos el hábito de hojear diccionarios. Nos fascinaba descubrir en ellos palabras como tejavana, andarivel, flegmasía y otras que llenan la boca, como pepino, pelma, plúmbeo, plasma y bombarda, entre otras muchas.
El idioma es algo vivo, móvil, iridiscente; se puede jugar con él, enriquecerlo, modernizarlo e incluso… conservarlo; sobre todo sus palabras más bellas, que son las que se refieren al amor y que figuraban en esas cartas de nuestras abuelas que acaso nos encontremos un día en un mazo atado con una cinta de moaré color vino de Burdeos, en la buhardilla.
Esas palabras están todavía vigentes –figuran en el diccionario de la Real Academia Española-, pero apenas se utilizan, hoy en día; o se usan, entre la gente grande, con notoria falta de sinceridad.
© José Luis Alvarez Fermosel
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