Qué poca gente camina ya despacio por las calles, qué poca gente pasea, qué poca gente mira al cielo. Cómo hemos perdido las buenas costumbres…
Se anda de prisa, sin paz, por las calles rotas de una ciudad atrafagada e insensible, con un ruido ensordecedor y un horizonte nublado.
Nos apelotonamos en las esquinas, en los cruces. Nos empujamos. Y no nos disculpamos.
Vamos todos aprisa, cada uno a lo suyo. Estamos ligeros de esperanza, ligeros de bolsillo, también. Y, por tanto, enfurruñados.
Muy poca gente está de buen humor, o pasa de buen humor por la calle despacio, sonriente, o al menos propensa a la sonrisa. Es que la calle está muy dura.
Hasta las mujeres –las hermosas mujeres que tiene esta heterogénea, variopinta y enorme ciudad- van por la calle de prisa y corriendo y apenas puede uno mirarlas, lo cual es una pena, porque si pasaran más despacio las veríamos mejor y ello mejoraría nuestro humor.
Así podríamos aflojar el paso y detenernos de cuando en cuando para observar todas las cosas interesantes que hay en la ciudad, que son muchas, y en la bella gente que va por ella, que no es tan poca como parece en principio.
No hay tiempo que perder. Ya se sabe: Al camarón que se duerme, la corriente se lo lleva.
Podemos llegar tarde a la reunión que tenemos con ese amigo de nuestro primo que tiene una agencia de publicidad, y nos va a dar un trabajo. ¡Si no nos apresuramos cierra el banco!
Qué acelerados estamos… Tanto que los niveles de estrés suben y suben, y los de la presión, y los del colesterol.
Estamos más sombríos cada día. Ya casi ni nos reímos. Eso es lo malo. Reírse, al menos sonreirse es saludable, incluso estimulante. Dicen que reírse libera muchas endorfinas.
Tenemos que parar un poco, porque no podemos correr el riesgo de pasar velozmente por la calle indiferentes a las risas de los niños, el canto de los pájaros urbanos del atardecer, las notas de un tango que viene de un viejo café de barrio y el lento son de un reloj de cúpula con autómatas que da la hora.
Se anda de prisa, sin paz, por las calles rotas de una ciudad atrafagada e insensible, con un ruido ensordecedor y un horizonte nublado.
Nos apelotonamos en las esquinas, en los cruces. Nos empujamos. Y no nos disculpamos.
Vamos todos aprisa, cada uno a lo suyo. Estamos ligeros de esperanza, ligeros de bolsillo, también. Y, por tanto, enfurruñados.
Muy poca gente está de buen humor, o pasa de buen humor por la calle despacio, sonriente, o al menos propensa a la sonrisa. Es que la calle está muy dura.
Hasta las mujeres –las hermosas mujeres que tiene esta heterogénea, variopinta y enorme ciudad- van por la calle de prisa y corriendo y apenas puede uno mirarlas, lo cual es una pena, porque si pasaran más despacio las veríamos mejor y ello mejoraría nuestro humor.
Así podríamos aflojar el paso y detenernos de cuando en cuando para observar todas las cosas interesantes que hay en la ciudad, que son muchas, y en la bella gente que va por ella, que no es tan poca como parece en principio.
No hay tiempo que perder. Ya se sabe: Al camarón que se duerme, la corriente se lo lleva.
Podemos llegar tarde a la reunión que tenemos con ese amigo de nuestro primo que tiene una agencia de publicidad, y nos va a dar un trabajo. ¡Si no nos apresuramos cierra el banco!
Qué acelerados estamos… Tanto que los niveles de estrés suben y suben, y los de la presión, y los del colesterol.
Estamos más sombríos cada día. Ya casi ni nos reímos. Eso es lo malo. Reírse, al menos sonreirse es saludable, incluso estimulante. Dicen que reírse libera muchas endorfinas.
Tenemos que parar un poco, porque no podemos correr el riesgo de pasar velozmente por la calle indiferentes a las risas de los niños, el canto de los pájaros urbanos del atardecer, las notas de un tango que viene de un viejo café de barrio y el lento son de un reloj de cúpula con autómatas que da la hora.
© José Luis Alvarez Fermosel
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