El Gato Negro es un tradicional comercio de venta de especias situado en la no menos tradicional calle Corrientes de Buenos Aires.
Hace algún tiempo se habilitó como restaurante y café concierto. En él se ofrecen espectáculos de jazz y tango, y hay tertulias.
Victoriano López Robredo, un español de carácter movedizo y aventurero, que fue durante mucho tiempo alto empleado de una empresa británica, abrió la tienda en 1927, en el número 1600 de la llamada entonces Corrientes angosta, y la bautizó como La Martinica.
Un año después se mudó a un local más amplio, ubicado en el 1669 de la misma calle –donde está ahora-, y cambió su nombre por el de El Gato Negro.
López Robredo sabía lo que tenía entre manos al montar su negocio: se había pasado 40 años viajando por Ceylan (hoy Sri Lanka), Singapur, Malasia, Filipinas, Manchuria… Estaba muy familiarizado con toda clase de especias.
Viajaba con frecuencia en el Transiberiano, como un personaje de Graham Greene.
Precisamente en el legendario expreso, para ser exactos en el vagón restaurante, López Robredo vio durante un almuerzo el dibujo de un hermoso gato negro con una corbata de lazo roja que campeaba, rampante, en la carta.
Ni corto ni perezoso se apropió del logo y lo plantó en su negocio, en cuya vitrina pudo verse durante muchos años un gato negro con un lazo rojo al cuello, como el de la estampa.
En el Gato Negro se encuentran todas las especias del mundo y se han desarrollado combinaciones y mezclas cuyas fórmulas se mantienen en secreto.
Fue declarado patrimonio histórico por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y pertenece al grupo de Bares Notables de la Capital Federal.
Los españoles residentes en Buenos Aires se sienten orgullosos de la obra de su compatriota, aquel hombre inquieto y emprendedor que creó una empresa modelo que ha pasado de padres a hijos y es un orgullo para la ciudad.
El Gato Negro de Madrid
El Gato Negro fue también un famoso café de tertulianos de Madrid. Estaba en la calle del Príncipe, en el número 14, cerca del teatro de la Comedia.
El café tenía cierto aire germánico, con pinturas que parecían ilustraciones para cuentos de Grimm, escribió el periodista Antonio Astorga.
El dramaturgo Jacinto Benavente comandaba la tertulia más nutrida y sobresaliente, a la que acudían lumbreras de la época (principios del siglo XX) como Manuel González, Antonio Paso, Tirso Escudero, Nilo Fabra, Pedro Mata…
Mata era médico, y escribía. Bretón de los Herreros, que también era escritor y él vivían en la misma casa. No siendo familiares ni amigos habitaban en pisos distintos.
Como el cartero (entonces no había Internet) se equivocaba cada dos por tres y le traía a uno las cartas del otro, Mata, enfadado, colocó un pequeño cartel en su puerta que decía:
En esta mi habitación,
no vive ningún Bretón.
A lo que Bretón de los Herreros contestó:
Vive en esta vecindad
cierto médico poeta,
que al pie de cada receta,
pone Mata y es verdad.
A Benavente, que revolvía su tertulia como quien revuelve el azúcar del café, sus contertulios le dispensaban lisonjas y ditirambos. Todo el mundo le llamaba Don Jacinto. En 1922 le dieron el premio Nobel de literatura. Fue más Don Jacinto que nunca.
Mi abuelo paterno, Pedro, integraba otra tertulia en el Gato Negro: la de los pintores.
Pedro Alvarez Díaz fue un gran pintor que tuvo su propia escuela. Restauró, pintando al fresco como Miguel Angel, los techos del monasterio de El Escorial, considerado la octava maravilla del mundo.
La tertulia de El Gato Negro, como la de otros cafés literarios, despertaba mucha expectativa en la prensa, pero ninguno de los tertulianos quería conceder entrevistas y contar en ellas lo que hablaban en el café.
Un domingo que mis padres, mi hermano y yo llevamos al café de San Millán al abuelo, que ya era muy viejecito, salieron a relucir en la conversación el Gato Negro y sus tertulias.
Un periodista de un diario madrileño –mi abuelo no recordaba cuál- se acercó un día al café y se hizo servir por Hilario, el camarero que atendía la tertulia de Benavente, y le pidió su opinión acerca de ella.
- ¡Están todos embrutecidos de tanto saber! –respondió Hilario en el acto.
Hace algún tiempo se habilitó como restaurante y café concierto. En él se ofrecen espectáculos de jazz y tango, y hay tertulias.
Victoriano López Robredo, un español de carácter movedizo y aventurero, que fue durante mucho tiempo alto empleado de una empresa británica, abrió la tienda en 1927, en el número 1600 de la llamada entonces Corrientes angosta, y la bautizó como La Martinica.
Un año después se mudó a un local más amplio, ubicado en el 1669 de la misma calle –donde está ahora-, y cambió su nombre por el de El Gato Negro.
López Robredo sabía lo que tenía entre manos al montar su negocio: se había pasado 40 años viajando por Ceylan (hoy Sri Lanka), Singapur, Malasia, Filipinas, Manchuria… Estaba muy familiarizado con toda clase de especias.
Viajaba con frecuencia en el Transiberiano, como un personaje de Graham Greene.
Precisamente en el legendario expreso, para ser exactos en el vagón restaurante, López Robredo vio durante un almuerzo el dibujo de un hermoso gato negro con una corbata de lazo roja que campeaba, rampante, en la carta.
Ni corto ni perezoso se apropió del logo y lo plantó en su negocio, en cuya vitrina pudo verse durante muchos años un gato negro con un lazo rojo al cuello, como el de la estampa.
En el Gato Negro se encuentran todas las especias del mundo y se han desarrollado combinaciones y mezclas cuyas fórmulas se mantienen en secreto.
Fue declarado patrimonio histórico por la Secretaría de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires y pertenece al grupo de Bares Notables de la Capital Federal.
Los españoles residentes en Buenos Aires se sienten orgullosos de la obra de su compatriota, aquel hombre inquieto y emprendedor que creó una empresa modelo que ha pasado de padres a hijos y es un orgullo para la ciudad.
El Gato Negro de Madrid
El Gato Negro fue también un famoso café de tertulianos de Madrid. Estaba en la calle del Príncipe, en el número 14, cerca del teatro de la Comedia.
El café tenía cierto aire germánico, con pinturas que parecían ilustraciones para cuentos de Grimm, escribió el periodista Antonio Astorga.
El dramaturgo Jacinto Benavente comandaba la tertulia más nutrida y sobresaliente, a la que acudían lumbreras de la época (principios del siglo XX) como Manuel González, Antonio Paso, Tirso Escudero, Nilo Fabra, Pedro Mata…
Mata era médico, y escribía. Bretón de los Herreros, que también era escritor y él vivían en la misma casa. No siendo familiares ni amigos habitaban en pisos distintos.
Como el cartero (entonces no había Internet) se equivocaba cada dos por tres y le traía a uno las cartas del otro, Mata, enfadado, colocó un pequeño cartel en su puerta que decía:
En esta mi habitación,
no vive ningún Bretón.
A lo que Bretón de los Herreros contestó:
Vive en esta vecindad
cierto médico poeta,
que al pie de cada receta,
pone Mata y es verdad.
A Benavente, que revolvía su tertulia como quien revuelve el azúcar del café, sus contertulios le dispensaban lisonjas y ditirambos. Todo el mundo le llamaba Don Jacinto. En 1922 le dieron el premio Nobel de literatura. Fue más Don Jacinto que nunca.
Mi abuelo paterno, Pedro, integraba otra tertulia en el Gato Negro: la de los pintores.
Pedro Alvarez Díaz fue un gran pintor que tuvo su propia escuela. Restauró, pintando al fresco como Miguel Angel, los techos del monasterio de El Escorial, considerado la octava maravilla del mundo.
La tertulia de El Gato Negro, como la de otros cafés literarios, despertaba mucha expectativa en la prensa, pero ninguno de los tertulianos quería conceder entrevistas y contar en ellas lo que hablaban en el café.
Un domingo que mis padres, mi hermano y yo llevamos al café de San Millán al abuelo, que ya era muy viejecito, salieron a relucir en la conversación el Gato Negro y sus tertulias.
Un periodista de un diario madrileño –mi abuelo no recordaba cuál- se acercó un día al café y se hizo servir por Hilario, el camarero que atendía la tertulia de Benavente, y le pidió su opinión acerca de ella.
- ¡Están todos embrutecidos de tanto saber! –respondió Hilario en el acto.
© José Luis Alvarez Fermosel
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