domingo, 4 de septiembre de 2011

El desterrado


  I
Desde la orilla otea brumas de lejanía.
Fue allá -donde talaron los árboles sagrados-
donde hacharon su vida.
Y allá lejos, muy lueñe, detrás del horizonte,
quedó inmóvil un mundo. Ese mundo era el suyo.
Siente calar la ausencia, gota a gota, en sus días,
y atracción de raíces bajo el humus lejano.
A veces, cuando añora, presagia un paraíso
a través del retorno; pero no es más que un sueño.
La realidad es otra, porque es otra la vida.
No siempre la esperanza leuda las ilusiones.
Por eso cuando adviene la hora del ocaso,
y todo le sugiere angustias y fatiga,
desde un acantilado cortado a pico, sueña
siempre con esa tierra
por la que sufre el nombre fatal de desterrado.

II
Su memoria recubre de verdor el paisaje,
y la nostalgia enciende las rosas del invierno;
de oro y nácar las playas, mientras se va quedando
triste, apagado, seco.
¡Oh, infancia hecha de ensueño, de mimo, de ternura;
adolescencia ardiente, juventud impetuosa!
Ahora desde el exilio las ve allá en lontananza,
pero llorar no sabe. No le enseñaron nunca.
No he de volver –presiente-,
no he de volver -se dice-.
No ha de tornar al punto de partida, al origen,
para cerrar su ciclo.
Sus brazos fueron mástiles, y están rotas las velas.
Todo su cuerpo un asta. Se quedó sin bandera.
Ceniza de tabaco le susurra el memento,
y está de pie y suspira, creyendo que está vivo.

© Néstor  Astur  Fernández

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