Niebla en la ciudad
Foto: Maite - ©2007
Ha bajado la niebla a la ciudad a paso de lobo y todo está gris: como si un hada juguetona y caprichosa se hubiera dedicado, a falta de mejor cosa qué hacer, a emborronar fachadas, muros, automóviles y transeúntes con difuminos invisibles.
Son apenas las cinco, y parece que ya hubiera caído la tarde. Se ha quedado todo quieto, mudo. Flotan en el aire jirones de nubes blancas, algodonosas.
Da gusto avanzar por la calle arrebujado en el impermeable y abrir de vez en cuando la boca, sin que nadie nos vea, para sacar la lengua y sentir ese sabor a polvo que no es desagradable, o en todo caso se parece al de un raro azúcar impalpable y desabrido; a eso, y no a otra cosa sabe la neblina.
Después de varios días de calor, con muy baja presión atmosférica y mucha humedad uno disfruta de un buen día de frío, o de niebla: da gusto en esos días citarse con una mujer en un café de barrio, entrar en un bar y pedir una ginebra o pasear por un bulevar solitario soñando despierto.
Sacar al perro, o adentrarse en una plaza para ver los amables fantasmas de la bruma enredarse en las ramas de los árboles y sentirse completamente solo, sin ruido y sumido en esa opaca luminosidad de plata antigua de la niebla sutilizada y vagorosa.
Uno tiene voluntad de perderse sin que le importe no volver a donde está, o a donde pertenece con tal de ir a un lugar nuevo y hermoso sin políticos, ni gente irritada que quiera discutir ni siquiera el envarado esnob de guardia con un libro de Joyce bajo el brazo: el Ulises, con toda seguridad.
La niebla parece más clara, de pronto. Pero se espesa en un dos por tres y se convierte en una jalea finísima; en una telaraña cerrada y prieta, más acariciante que ominosa.
El fragor del tránsito rodado se deslíe y las palabras se esfuman, apenas salidas de la boca y se pierden entre las flores húmedas de los jardines solitarios, y no tienen sentido. Sólo se escuchan con nitidez las campanadas del reloj de alguna iglesia cercana. Caen, una tras otra, con más lentitud que nunca y rebotan dulcemente contra el asfalto charolado por la niebla.
La luz de las farolas del alumbrado público se ve tamizada y rebajada y se torna ambarina. Va a hacer frío. Palpita en el ámbito urbano, difuso y agrisado, un leve escalofrío con el alma de greguería ramoniana.
Ha bajado la niebla de las alturas y, la verdad, nos ha obnubilado un poco, a tal punto que muchos creemos, iluminados por esta afelpada resolana sin sol, que mañana todo estará lavado y reluciente, incluso las conciencias y todo será distinto porque habrá cambiado para mejor, en virtud de este benigno fenómeno atmosférico.
Antes de que la niebla se disipe será bueno escribir un poemita en un café céntrico, con ventana a la calle, desfacer algún entuerto, ponerse a bien con algún amigo con el que uno se peleó hace tiempo, olvidarse de las cuentas que tiene que pagar, recordar un buen momento vivido del que ya casi nos hemos olvidado y hacerse a la idea de que mañana, si la niebla sigue baja, de ninguna manera podremos ir a trabajar.
Porque tendremos que seguir caminando sin rumbo por la ciudad con el cuello de la gabardina subido, las manos en los bolsillos sin dinero, silbando una cancioncilla sentimental, sintiéndonos libres y ligeros de esperanza, puede ser, pero también de cargos y culpas, de odios y temores. Es que no se ve a nadie, ni nada.
Y todo está deliciosamente gris.
Foto: Maite - ©2007
Ha bajado la niebla a la ciudad a paso de lobo y todo está gris: como si un hada juguetona y caprichosa se hubiera dedicado, a falta de mejor cosa qué hacer, a emborronar fachadas, muros, automóviles y transeúntes con difuminos invisibles.
Son apenas las cinco, y parece que ya hubiera caído la tarde. Se ha quedado todo quieto, mudo. Flotan en el aire jirones de nubes blancas, algodonosas.
Da gusto avanzar por la calle arrebujado en el impermeable y abrir de vez en cuando la boca, sin que nadie nos vea, para sacar la lengua y sentir ese sabor a polvo que no es desagradable, o en todo caso se parece al de un raro azúcar impalpable y desabrido; a eso, y no a otra cosa sabe la neblina.
Después de varios días de calor, con muy baja presión atmosférica y mucha humedad uno disfruta de un buen día de frío, o de niebla: da gusto en esos días citarse con una mujer en un café de barrio, entrar en un bar y pedir una ginebra o pasear por un bulevar solitario soñando despierto.
Sacar al perro, o adentrarse en una plaza para ver los amables fantasmas de la bruma enredarse en las ramas de los árboles y sentirse completamente solo, sin ruido y sumido en esa opaca luminosidad de plata antigua de la niebla sutilizada y vagorosa.
Uno tiene voluntad de perderse sin que le importe no volver a donde está, o a donde pertenece con tal de ir a un lugar nuevo y hermoso sin políticos, ni gente irritada que quiera discutir ni siquiera el envarado esnob de guardia con un libro de Joyce bajo el brazo: el Ulises, con toda seguridad.
La niebla parece más clara, de pronto. Pero se espesa en un dos por tres y se convierte en una jalea finísima; en una telaraña cerrada y prieta, más acariciante que ominosa.
El fragor del tránsito rodado se deslíe y las palabras se esfuman, apenas salidas de la boca y se pierden entre las flores húmedas de los jardines solitarios, y no tienen sentido. Sólo se escuchan con nitidez las campanadas del reloj de alguna iglesia cercana. Caen, una tras otra, con más lentitud que nunca y rebotan dulcemente contra el asfalto charolado por la niebla.
La luz de las farolas del alumbrado público se ve tamizada y rebajada y se torna ambarina. Va a hacer frío. Palpita en el ámbito urbano, difuso y agrisado, un leve escalofrío con el alma de greguería ramoniana.
Ha bajado la niebla de las alturas y, la verdad, nos ha obnubilado un poco, a tal punto que muchos creemos, iluminados por esta afelpada resolana sin sol, que mañana todo estará lavado y reluciente, incluso las conciencias y todo será distinto porque habrá cambiado para mejor, en virtud de este benigno fenómeno atmosférico.
Antes de que la niebla se disipe será bueno escribir un poemita en un café céntrico, con ventana a la calle, desfacer algún entuerto, ponerse a bien con algún amigo con el que uno se peleó hace tiempo, olvidarse de las cuentas que tiene que pagar, recordar un buen momento vivido del que ya casi nos hemos olvidado y hacerse a la idea de que mañana, si la niebla sigue baja, de ninguna manera podremos ir a trabajar.
Porque tendremos que seguir caminando sin rumbo por la ciudad con el cuello de la gabardina subido, las manos en los bolsillos sin dinero, silbando una cancioncilla sentimental, sintiéndonos libres y ligeros de esperanza, puede ser, pero también de cargos y culpas, de odios y temores. Es que no se ve a nadie, ni nada.
Y todo está deliciosamente gris.
José Luis Alvarez Fermosel
© 2007
8 comentarios:
Ojalá te leyeran los habitantes de Cherbourg, la ciudad de "Les parapluies de ...", de "La couleur du gris", y descubrieran a través de tus palágenes (un invento repentino:palabras que sugieren imágenes) esa otra niebla, la que no está mojada ni te pone triste ni te obliga a clavar la mirada en el suelo; la que te hace sentir que flotas y te sumerge en un espacio de irrealidad mientras te diviertes intentando adivinar qué o quién habrá detrás de la cortina gris, unos pocos metros más adelante.
Viví en Cherbourg hace mucho tiempo; es la ciudad de la niebla eterna y su gente, el colectivo más taciturno, frío y malhumorado que haya conocido nunca. Por eso me resulta emocionante tu poético canto a la niebla, es como si la reivindicaras, como si dijeras que no es responsable del mal talante y el pesimismo de quien vive con ella. La niebla también es, parafraseando a nuestro paisano, según el color del cristal con que se mira.
Excelente relato. Tan poético que dan ganas de tener más días con nieble. Lo felitito.
Àngels:Yo no viví en Cherbourg.
Pasé por ahí una vez. Había niebla,
"comme il faut". Agradezco muchísimo tu comentario, que me parece que es mejor que mi texto.
En todo caso, ambos somos expertos en nieblas, lo cual no nos nubla la razón.Ya es algo.
Muchas gracias, Isabel. Volverá a
haber días de niebla...
Sucinto y conciso: indeleble.
Pachi
Pachi: Quien a buen árbol se arrima
-viejo roble imbatible- buena sombra le cobija.
Estimado Fermosel:¡qué placer!Francamente,usted es un maestro de
maestros. Lo felicito y seguiré leyéndolo y su vuelve a la radio, además lo volveré a escuchar. Pablo, de Escobar.
Pablo:¡Ojalá que yo fuera maestro de algo!Me conformo con ser aprendiz de todo.Gracias por tu felicitación y por leerme de ahora en más y escucharme si vuelvo a la radio.
Publicar un comentario