Da gusto ver cómo viene ahora todo, tan bien envuelto, tan bien presentado: desde los botes de patatas fritas a la inglesa hasta los cartuchos para computadora, pasando por las galletas, el pan de molde, los repuestos para bolígrafos, las medicinas en comprimidos y los sobrecitos de mayonesa, mermelada, queso rallado, mantequilla y otros productos.
Todo viene ya envuelto en plástico –un plástico de primera calidad, durísimo- y a veces envasado al vacío, o dentro de cajas de hojalata u otros materiales fuertes y flexibles que, además, están sellados, atados, soldados; que carecen de abertura, que parecen no tener solución de continuidad y forman un todo indivisible: colorido, brillante, suavísimo, en ocasiones perfumado, muy grato a la vista, precioso... pero, ¡ay!, muy difícil de abrir.
Si uno se come las uñas –vicio, costumbre, tic nervioso, manía o lo que sea que uno jamás ha podido entender ni tolerar- o las lleva cortas, y si además uno se caracteriza –como en mi caso- por no tener habilidad manual, abrir una lata cualquiera o una caja de cartón de leche puede convertirse en una tortura china.
Para abrir los cartones de leche, por ejemplo, hay que despegar primero, de uno de los cuatro costados superiores, una parte que viene fuertemente adherida a la parte superior de la caja y observar que unas líneas impresas en el cartón enseñan cómo hay que abrir con una mano, cortándolo con una tijera, ese extremo que de cuadrado hay que convertir en picudo. Otras veces hay que abrir una ventanita, como se ve en la foto que acompaña a este texto, lo cual no es más fácil, aunque parezca que sí.
Con la otra mano hay que sostener con mucho cuidado el cartón; con harta frecuencia, una vez abierto de mala manera, resbala y se estrella contra el suelo y pone la cocina y a uno perdidos de leche.
¿A ustedes no les ha pasado nunca? A lo mejor es que hace mucho tiempo que no abren un cartón de leche. Prueben, se lo ruego. Y después me cuentan.
Con el vino no me ha ocurrido lo que con la leche porque nunca bebo vino de cartón, la verdad, aunque algún linyera amigo me ha dicho que es muy bueno, sobre todo el blanco.
Intentando abrir cajas, latas y sobrecitos me he roto las uñas, me he producido cortes en las manos, he arruinado corbatas carísimas manchándolas de salsa de tomate y otros líquidos, he mellado cuchillos, he roto otras herramientas, he salpicado paredes de la cocina y de otras habitaciones de jugos y líquidos diversos de los que dejan manchas indelebles, he aplastado latas flexibles y hermosísimas, hecho añicos chocolatines bruñidos y deliciosos y he tirado a la basura, bramando de rabia, fiambres ahumados exóticos y tan caros como joyas por no poder abrir la cajita de seguridad sin llave ni combinación que los contenían; en fin, he hecho toda clase de desastres.
No hay que desesperar, empero. Siempre hay una solución. Ahora parece que todas esas cosas ricas que vienen tan bien preservadas, además del vino y la leche, como las anchoas, las castañas de cajú, las aceitunas, los pistachos, el caviar, las uvas al coñac y un largo etcétera se van a vender en recipientes aún más herméticos…, ¡pero comestibles!
¡Estamos salvados! Si no me creen, lean lo que sigue, que copié de la revista “Competencia”:
“Investigadores británicos e italianos acaban de informar que están por sacar a la luz elementos plásticos derivados de la soja y del maíz que podrían utilizarse para hacer envases y, además, serían comestibles”.
Estamos salvados, repito. Sólo resta conseguir que el sabor de la envoltura sea agradable. Así, lo único que habrá que hacer en el futuro es tomar, por ejemplo, una tableta de chocolate forrada de plástico con purpurina y empezar a meterle mordiscos, si es que el plástico es rico.
Si se trata de un frasco de agua de colonia, pues se come uno el papel de regalo, que deberá saber a fresas con champán, un suponer, y luego se guarda el frasco de colonia, después de perfumarse uno un poco.
Todo viene ya envuelto en plástico –un plástico de primera calidad, durísimo- y a veces envasado al vacío, o dentro de cajas de hojalata u otros materiales fuertes y flexibles que, además, están sellados, atados, soldados; que carecen de abertura, que parecen no tener solución de continuidad y forman un todo indivisible: colorido, brillante, suavísimo, en ocasiones perfumado, muy grato a la vista, precioso... pero, ¡ay!, muy difícil de abrir.
Si uno se come las uñas –vicio, costumbre, tic nervioso, manía o lo que sea que uno jamás ha podido entender ni tolerar- o las lleva cortas, y si además uno se caracteriza –como en mi caso- por no tener habilidad manual, abrir una lata cualquiera o una caja de cartón de leche puede convertirse en una tortura china.
Para abrir los cartones de leche, por ejemplo, hay que despegar primero, de uno de los cuatro costados superiores, una parte que viene fuertemente adherida a la parte superior de la caja y observar que unas líneas impresas en el cartón enseñan cómo hay que abrir con una mano, cortándolo con una tijera, ese extremo que de cuadrado hay que convertir en picudo. Otras veces hay que abrir una ventanita, como se ve en la foto que acompaña a este texto, lo cual no es más fácil, aunque parezca que sí.
Con la otra mano hay que sostener con mucho cuidado el cartón; con harta frecuencia, una vez abierto de mala manera, resbala y se estrella contra el suelo y pone la cocina y a uno perdidos de leche.
¿A ustedes no les ha pasado nunca? A lo mejor es que hace mucho tiempo que no abren un cartón de leche. Prueben, se lo ruego. Y después me cuentan.
Con el vino no me ha ocurrido lo que con la leche porque nunca bebo vino de cartón, la verdad, aunque algún linyera amigo me ha dicho que es muy bueno, sobre todo el blanco.
Intentando abrir cajas, latas y sobrecitos me he roto las uñas, me he producido cortes en las manos, he arruinado corbatas carísimas manchándolas de salsa de tomate y otros líquidos, he mellado cuchillos, he roto otras herramientas, he salpicado paredes de la cocina y de otras habitaciones de jugos y líquidos diversos de los que dejan manchas indelebles, he aplastado latas flexibles y hermosísimas, hecho añicos chocolatines bruñidos y deliciosos y he tirado a la basura, bramando de rabia, fiambres ahumados exóticos y tan caros como joyas por no poder abrir la cajita de seguridad sin llave ni combinación que los contenían; en fin, he hecho toda clase de desastres.
No hay que desesperar, empero. Siempre hay una solución. Ahora parece que todas esas cosas ricas que vienen tan bien preservadas, además del vino y la leche, como las anchoas, las castañas de cajú, las aceitunas, los pistachos, el caviar, las uvas al coñac y un largo etcétera se van a vender en recipientes aún más herméticos…, ¡pero comestibles!
¡Estamos salvados! Si no me creen, lean lo que sigue, que copié de la revista “Competencia”:
“Investigadores británicos e italianos acaban de informar que están por sacar a la luz elementos plásticos derivados de la soja y del maíz que podrían utilizarse para hacer envases y, además, serían comestibles”.
Estamos salvados, repito. Sólo resta conseguir que el sabor de la envoltura sea agradable. Así, lo único que habrá que hacer en el futuro es tomar, por ejemplo, una tableta de chocolate forrada de plástico con purpurina y empezar a meterle mordiscos, si es que el plástico es rico.
Si se trata de un frasco de agua de colonia, pues se come uno el papel de regalo, que deberá saber a fresas con champán, un suponer, y luego se guarda el frasco de colonia, después de perfumarse uno un poco.
© José Luis Alvarez Fermosel
4 comentarios:
¡Ay, por fin, por fin, y tenía que ser ud. el que lo dijera! Además, es tan cierto que le agrego más: para Reyes le regalé a mi marido una camisa de vestir. Traía tantos, tantos alfileres, ganchitos, abrochadores, cartones, los plásticos del cuello, etc., que tardé más en abrirla que el trámite de la compra. ¡Bravo! ¿Y las tiritas de las aspirinas, etc.? ¿O los sachets pequeñitos de mostaza, mayonesa, etc., que le dan cuando uno pide un sándwich, por ejemplo? ¡Fenomenal, Caballero! Y el 28 antes de las 15 voy a estar pegada a la radio para escucharlo de nuevo. ¡Mucha merde!!! Carolina (San Telmo)
Querido Caballero Español: ¡No sabe que alegria me da que haya escrito sobre este tema (en verdad, adoro todo lo que leí del blog). Pero este tema me lleva a contarle algo. Hace unos días compré un cepillo de dientes. Venía con un plástico durísimo que se resistía hasta la tijera, y del otro lado era un cartón pero tan grueso y tan duro que no hubo manera de cortarlo. ¡Y pensar que creí que yo era la torpe! Un beso enorme. María Elena de pcia. de Corrientes.
Querida Carolina: Vivimos, ciertamente, en la era del hermetismo. No sólo el de los machos posmo, que hablan con monosílabos, sino también el cerramiento, por así decirlo, de la gente marketinera que se empeña en complicarnos la vida con sus envases casi imposibles de abrir.Gracias por tus buenos deseos.
María Elena: Entre los genios del envasado, los técnicos y otros especímenes, vamos a tener que volver al medioevo y no sé si no nos encontraremos mejor, porque todo, y en todos los aspectos, se está poniendo imposible en esta era del posmodernismo y la globalización. Muchas gracias y un beso.
Publicar un comentario