domingo, 30 de marzo de 2008

Blues de bar

El bar ha sido mucho más útil al hombre que toda la sabiduría de Einstein, que en realidad no hizo más que jorobar, lo mismo con sus teorías que con su violín, sentenció una vez Rafel García Serrano, un escritor español aficionado a los bares, como uno.
Rafael sostenía, y tenía razón, que el bar tiene un aire silvestre, provisional, fronterizo. Entramos en él como si fueramos “cow boys” y hubiéramos dejado nuestros caballos en la puerta. El bar tiene algo de campamento y nos recuerda al Far West.
En la barra del bar corren los dados, que es un juego de castro romano. El mostrador es como el espigón de un puerto, el muelle más seguro. Y allí nos amarramos entre viaje y viaje por los mares urbanos. Somos marineros y barcos al mismo tiempo. Todos podemos ir al puerto que nos dé la gana, pero en general nos matriculamos en el que más nos gusta. Uno se ha matriculado en varios.
El bar, el buen bar debe ser como un “bunker” abierto a la vida por los cuatro costados. Tiene que ser un “pied à terre” siempre a mano.
El bar es cubierta de paquebote, veranda de casa grande abierta a la luna, que se asoma cada noche al gran cabaré estelar, según la greguería de Ramòn Gómez de la Serna.
Las paredes del bar tienen que ser de madera y ha de tener lámparas y grabados ingleses, una réplica de un mapa antiguo y un teléfono verde inglés.

- Oiga, ¿y cómo hay que ir a los bares?
- Señora, a los bares hay que ir con los bemoles bien puestos y el corazón alegre (Recordemos aquella ronda de nuestros años infantiles: “Alégrate, corazón/aunque sea por la tarde/corazón que no se alegre/no calienta buena sangre/”); al bar hay que ir como quien va a la universidad, al templo o al gimnasio: con manos ágiles y alegre corazón, como en los versos de “Rosenkavalier”. No se puede ir al bar con el ánimo flojo y los zapatos sucios, ni con una mujer desaliñada, ni con un amigo tacaño.
- ¿Con quién ir, entonces?
- Con una novia en trámite, con un viejo periodista de buen saque, con una actriz rubia que acaba de llegar de San Francisco, con un amigo del alma, con la vecina del tercero -¡que este año mata!-, con el abuelo de uno, con el nieto de uno, con un acreedor comprensivo, con un cantante de boleros uruguayo, con una “scort” pelirroja...
- ¿Y cuándo hay que ir al bar?
- ¡Siempre que uno pueda, señora!

Al bar no se puede ir como al café. El café es otra cosa. En el café se mantienen tertulias, se hacen proyectos, se juega al dominó -si el café es de provincias y está cerca de una estación de ferrocarril-, y hasta se hace una catársis de urgencia.
Ya me lo dijo una vez Analía Gadé: “Aquí (en Madrid) tenemos el confesionario y el café, sobre todo el café, para hacer los descargos de conciencia que correspondan”. Por eso los españoles se psicoanalizan tan poco. El jamón serrano debe influir, también. Un consumidor habitual de jamón ibérico raras veces se siente inclinado, cuando se le plantea un problema, a recostarse en el diván del psicoanalista y contárselo a él.
En Argentina hay mucha afición por el... “análisis”. Infinidad de gente pasa muchas horas de su vida en el diván del analista. A Buenos Aires se la llamó en una época “Villa Freud”. En todo el país hay un psicólogo por cada 650 habitantes. En Estados Unidos hay uno por cada 2200. Psicología es la tercera carrera más elegida en las universidades públicas.
Quien habla de bar también habla de taberna, invención que se calificó muy justamente de delicada y que en Inglaterra se llama “pub”. Lo de “pub” viene de “public house” (casa pública).
En los “pubs” se bebe y se come. Y allí conviven tirios y troyanos, quienes reconocen jubilosamente que convivir es “conbeber”. En los “pubs” suele haber, en invierno, chimeneas con leños crepitantes, maderas oscurecidas por el humo, alfombras y cristales esmerilados, tras los que apenas se ven pasar apresurados transeúntes que caminan arrebujados en sus impermeables bajo la lluvia.
Ninguna definición del "pub" es mejor que la del escritor español Fernando Savater: “Los 'pubs' son microcosmos, juntamente excluyentes y acogedores, cuya banda sonora la forman el entrechocar de las jarras de cerveza, el rumor risueño y a veces colérico de las charlas eternamente reiteradas, la risotada algo vulgar pero picante de una mujer un poco beoda y el acorchado golpe del dardo contra la diana”.
De poco tiempo a esta parte se han abierto muchos "pubs" en Buenos Aires, sobre todo en la zona del Bajo. En varios de ellos se come muy bien, en particular en el “Druid’s Inn”, donde hacen un estofado irlandés riquísimo y otros platos de la Verde Erin. Suelen ir jóvenes ejecutivos de los bancos y oficinas cercanas, casi todos visten de traje y corbata y portan maletines de cuero.
Cosa curiosa –o quizás no, en los tiempos posmodernos que vivimos-: casi todos beben gaseosas o agua mineral con la comida, no importa cuán sustanciosa sea o cuán especiada esté. Muy poca gente bebe hoy en los "pubs" whisky, algún trago fuerte o cócteles; se suele beber cerveza.
A estas alturas parece obligado referirse a las tascas españolas, que constelan la ruda geografía ibérica. Entrañables tabernas de vinazo y moscas, con sus mostradores de estaño, sus carteles de toros pegados a las paredes y todo un alegre y colorido despliegue de tapas en las barras, que suelen ser de madera de teca.
En Buenos Aires abundan las confiterías -que en España se llaman cafeterías- y donde no suele comerse, por lo general, más que “sandwiches” o medias lunas. Se toma café, té o gaseosa y, como mucho, cerveza. Como aperitivo, agua mineral “Perrier” con gas y una cortecita de limón. O Coca Cola “diet”, sin ron ni gin, por supuesto.

- ¡Es que ya no se bebe como antes, señora!



© José Luis Alvarez Fermosel
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Algo contigo

Las notas dulzonas de un bolero acarician los cristales del balcón, perlados por la lluvia. Sería demasiado obvio hacer referencia a "Esta tarde vi llover". Pero uno ha caído en la tentación y la obviedad ya está en letras de molde. Y vivo el recuerdo del mexicano Armando Manzanero, a quien muchos consideran como el sucesor de su compatriota Agustín Lara.
La tarde -tarde de otoño- se va por Poniente dando una larga torera, que dijo el poeta. Tarde, otoño, bolero...
Ninguna melodía como el bolero sirvió tan a la perfección de marco al amor: al amor que comienza, al amor que murió, al amor traicionado, al amor imposible, al amor lejano: "Contigo en la distancia", "Perfidia", "Nosotros", "Vereda tropical", "Algo contigo", "Cuando vuelva a tu lado"...
Género eviterno. Así podríamos calificarlo. El bolero nació y nunca morirá. Se habla de la vuelta del bolero. Regresan los “lentos” a las discos.
La vieja y entrañable melodía no deja de dar vueltas desde su nacimiento en Cuba, donde Pepe Sánchez compuso, en 1883, el primer bolero titulado "Tristezas".
El más destacado compositor cubano fue Ernesto Lecuona, quien supo combinar magistralmente el ritmo de su tierra con lo académico, difundiendo y universalizando la música de Cuba y, en particular, boleros como "Estás en mi corazón", "Noche azul", "Damisela encantadora", "María la O", "Para Vigo me voy" -donde se puede hallar una referencia al gallego inmigrante que se hizo la América y un día volvió a su Vigo natal- y "Siboney", que es algo así como el himno del indio cubano, el que inventó el fumar metiéndose dos cañas en horquilla por la nariz.
El bolero es caliente, tropical, dulce como el azúcar de caña y machazo como el ron. Es melancólico, también, como los atardeceres de Cuernavaca o de Jalisco, allá donde cantaba Jorge Negrete.
México fue la cuna de un excepcional bolerista: Agustín Lara, a quien se deben piezas hermosísimas, como "Mujer", "Noche de ronda", "Amor de mis amores", "Arráncame la vida", "Piensa en mí", "María Bonita", "Granada"... Quizás haya sido Lara el más destacado e importante compositor del bolero latinoamericano. Aventurero, galanteador, enamoradizo, sus composiciones llevaban la amargura del despecho, la ilusión del encuentro, la ternura del primer enamoramiento y la plenitud del amor compartido.
Después de Lara, Rafael Hernández fue quien más aportó al mundo latino del bolero. Además de autor de boleros lo fue de piezas rítmicas como "Capullito de alelí", "El Cumbanchero" y "Cachita". Sus boleros más conocidos son "No me quieras tanto", "Ausencia", "Lamento borincano", "Amigo" y "Despecho".
Cuba no sólo fue la meca del bolero, sino también centro de muy buenos cantantes. Recordemos al Trío Matamoros, Antonio Machín -que triunfó por todo lo alto en España en los años '40 y '50-, René Cavel -denominado el "Tenor de las Antillas"-, Benny Moré y Olga Guillot, entre otros.
Tras la revolución de 1959, el bolero fue relegado en Cuba por ciertas causas político-ideológicas. Algunos dijeron que parecía representar el pasado dictatorial, pero esa vinculación está muy traída por los pelos. Después se impuso la nueva trova y sus máximos exponentes fueron Silvio Rodríguez y Pablo Milanés.
Si hablamos de México, sería injusto que nos dejáramos en el tintero a intérpretes tan brillantes como Juan Arvizu, Pedro Vargas -la voz que nunca envejeció en el mundo de la música romántica mexicana-, José Mojica -que fue sacerdote-, Pedro Infante y últimamente, Luis Miguel. También hubo en México conjuntos magníficos como el Trío Calaveras y las orquestas de Luis Alcaraz, la Santanera y la de Pablo Beltrán Ruíz, autor del bolero "Somos diferentes".
El famoso Trío Los Panchos tuvo la particularidad de haber estado integrado por artistas de varias nacionalidades. Los primeros componentes fueron dos mexicanos, Alfredo Gil y Chucho Navarro y un puertorriqueño, Hernando Avilés. Formado en Nueva York en 1944, el primer Trío Los Panchos cosechó notorios éxitos hasta su disolución en 1952. Los más destacables fueron "Sin ti", "No me quieras tanto", "Contigo", "Nuestro amor", "Perdida", "Bésame mucho" y "Rayito de luna".
El aporte de Los Panchos al bolero fue enorme. Tras su época dorada se multiplicaron los tríos que, siguiendo su estilo, trataron de captar su magia. No siempre lo consiguieron, mejor dicho, casi nunca.
Si bien no hubo mujeres boleristas propiamente dichas, no podemos pasar por alto privilegiadas intérpretes de melodías románticas, que cantaron de todo, incluso boleros de cuando en cuando. Destacaron entre ellas la italiana Mina, la mexicana Lola Beltrán, su compatriota, la desgarrada y turbulenta Chavela Vargas –aunque la especialidad de ambas fue la ranchera-, la española Gloria Laso, la peruana Chabuca Granda, las argentinas María Martha Serra Lima, Estela Raval, Andrea Tenuta…
El bolero ha hecho amar, soñar, suspirar e incluso llorar en las tres Américas a gente de toda edad, sexo y condición. A su ritmo han bailado mejilla con mejilla jóvenes y no tan jóvenes de Puerto Rico -que después de Cuba y México fue el país que más artistas dio a ese ritmo tan tropical-, Venezuela, Chile, Argentina, la República Dominicana -no hubo un intérprete de "Aquellos ojos verdes" que pudiera igualar al dominicano Eduardo Brito-, Ecuador, Bolivia, España -donde el tenor lírico Plácido Domingo interpreta con regularidad piezas románticas de Agustín Lara y Ernesto Lecuona- e incluso en los Estados Unidos, donde el cantante mexicano-americano Andy Russell popularizó piezas como "Te quiero, dijiste", y "Amor, amor, amor", que se tradujeron al inglés como "The magic is the moon light" y "Love, love, love".
Frank Sinatra y Nat King Cole interpretaron con frecuencia el conocido bolero de Consuelo Velásquez, "Bésame mucho", como "Kiss me much". Nat King Cole grabó muchos boleros en español que se convirtieron en "hits", como "Quizás, quizás, quizás", "Acércate más", "Perfidia", "Tres palabras" y un largo etcétera. El también estadounidense Perry Como popularizó un tema de Armando Manzanero traducido como "It's impossible".
"Ya galopa la noche en su yegua sombría, derramando espigas azules sobre el campo", que dijo Pablo Neruda. Ha dejado de llover. Plácido Domingo canta "Sin ti".

"Sin ti,
no podré vivir jamás
ni pensar que nunca más
estarás junto a mí..."

© José Luis Alvarez Fermosel





sábado, 29 de marzo de 2008

La alegría de vivir

Iba yo un día por la calle San Bernardo de Madrid -la ex calle Ancha, donde estuvo muchos años la Facultad de Derecho; allí hice yo mi primer curso-. Iba hecho un demonio, agobiado por mil y un problemas, sin un céntimo, o casi: bah, con un poco de dinero que no me alcanzaba para casi nada, y muy pocas probabilidades de tener más en un futuro inmediato. Todo me había salido mal en los últimos tiempos, no tenía motivo alguno para sentirme bien, todo andaba manga por hombro.
Caminaba a grandes trancos, con un pesado portafolios que, en realidad, era la caja de Pandora: si lo hubiera abierto habrían salido de su interior todos los males y no sé si hubiera quedado en el fondo la esperanza.
De pronto, ya cerca de la Plaza de Santo Domingo, me encontré con un teatro que anunciaba en una cartelera enorme: "La alegría de vivir", por Alfonso Paso. "¡Pues hombre, sí que estamos bien -me dije airadamente-, la alegría de vivir, nada menos!". Y con el egoísmo y la soberbia de la juventud, me pregunté a renglón seguido:
“¿Pero es que hay alguien que sienta alegría por vivir?”
Al cabo de algunos segundos, un resto de cordura que, evidentemente, me quedaba, me hizo pensar que quizás no me hiciera mal, en mi estado, ver esa obra de Paso, gran comediógrafo y gran persona, por quien yo sentía mucha simpatía. A lo mejor barría alguna de mis tristezas, me infundía cierto optimismo, me hacía ver las cosas de otra manera. Así que conté el dinero que llevaba en el bolsillo y descubrí que me bastaba para pagar una butaca en la platea y darle propina al acomodador. La obra estaba a punto de empezar. Pasé por la taquilla, conseguí mi entrada y me metí en la sala.
La comedia estaba muy bien hecha, muy al estilo de Paso, nada transcendental, ni tremendista -claro, era una comedia-, ni, en el otro extremo, demasiado frivola. El argumento se centraba en la vida y milagros de un joven abogado exitoso, adinerado, con una mujer guapísima, un socio estupendo y una secretaria muy eficiente y muy leal.
Tras una serie de incidentes el letrado descubre que su mujer lo engaña con el socio y que los dos le han arruinado con la complicidad de la secretaria.
El tipo, después de acusar el impacto con mucha clase, los reúne a todos en su casa, los invita a una copa de champán, brinda con ellos y les dice, más o menos: "Me habéis quitado todo, el amor, dinero, el trabajo, la paz; pero hay algo que no me habéis quitado y que ni vosotros ni nadie me podrá quitar nunca, en tanto en cuanto yo lo quiera conservar, y ese algo es nada menos que la alegría de vivir".
La verdad es que Paso tenía razón. Y recordar, gracias a él, que ninguno de mis problemas me podía quitar a mi tampoco la alegría de vivir, si me empeñaba en tenerla por encima de todo, me hizo mucho bien.
Me fui a casa andando, pues me había quedado sin dinero y no podía ni siquiera tomar el metro. En cuanto llegué tiré el portafolios a un rincón, me quité la chaqueta, me aflojé el nudo de la corbata, me senté a una mesa y me puse a escribirle una carta a Alfonso Paso, agradeciéndole por haberme hecho ver algunas cosas claras con su comedia y, sobre todo, por haberme levantado el ánimo.
Algún tiempo después recibí esta carta de Alfonso, que conservo en mi archivo de recuerdos y cuyo texto transcribo a continuación.


Granada, 24 de junio de 1962
Sr. D. José Luis Alvarez
Mi querido amigo:
Me mandan su carta a Granada y ello motiva el retraso con que contesto a sus magníficas líneas. Créame, no merezco el elogio que hace de mi teatro y la benevolencia y generosidad con que lo juzga. Tampoco merezco ese don del cielo que es haber impresionado el corazón y la mente de un contemporáneo mío en la medida que Ud. me describe en su carta. Pero todo ello lo acepto porque si es cierto que le devolví la alegría de vivir con mi modesta obra, misivas como la suya me acrecientan esa alegría hasta el límite posible. No le preocupe que el teatro tenga "doctores". Ud., el público, es el único doctor con título legal para tomar el pulso a nuestra obra o dictaminar sobre ella. Sus líneas constituyen la más bella crítica que de mi obrita se ha hecho y, como tal, las guardo ya entre mis cosas mas queridas.
Confidencia por confidencia: cuando escribí "La alegría de vivir" acababa de ser objeto de la traición más inmunda, más dura y más terrible para un hombre que se precie de serlo. Acababa de ver mi campo sentimental asolado por la plaga de
traidores más cruel que jamás tropecé. Ni la más querida intimidad me fue respetada. Y lo que es peor, ni siquiera podía gritar mi razón porque mis razones despertarían la risa y la burla de los demás, tal vez justificadamente. Yo también salí a la calle, comencé a pasear, con mis dos hijas cogidas de la mano y, de pronto, noté que nada se había acabado, que era preciso vivir, que el mundo está lleno de cosas bonitas, existan traidores o no, que oir los latidos del propio corazón es ya un bien tan magnífico que todo palidece y resulta ridículo a su lado. Aquí me tiene, riendo, descansando, lleno otra vez de alegría porque esa -recuérdelo- esa alegría "no nos la quitan". Esa hay que defenderla con rabia, con cólera.
Le prometo que cuanto escriba irá siempre alentado por mi alegría de vivir que quisiera -como en su caso- entregar a manos llenas a mis compatriotas.
Un abrazo de su buen amigo, ALFONSO PASO.

Ilustraciones:

Carta original y foto de Alfonso Paso.



© José Luis Alvarez Fermosel

Ají de aguacate (palta) - Colombia

Ingredientes:

2 aguacates pelados y picados
1 taza de ají de hierbas
2 huevos duros picados
El jugo de un limón

Preparación:


Se mezcla todo con una cuchara de palo (madera) y se sirve en un recipiente de vidrio.





Otras recetas:

17-02-2008: “Las pulseras de la abuela”
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/02/las-pulseras-de-la-abuela.html

17-01-2008: “Gazpacho”
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2008/01/gazpacho.html

28-10-2007: “Pan con tomate y jamón”
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2007/10/jamn-jamn.html

07-10-2007: “Duelos y quebrantos”
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2007/10/duelos-y-quebrantos.html

17-09-2007: “Estofado de rabo de buey”
http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2007/09/estofado-de-rabo-de-buey.html

Comidas de otoño

El verano fue la época de la recolección de los cereales. En otoño nos vamos replegando. Bueno sería instalarse en una casona de piedra con un gran jardín que contemplar a través de un ventanal. Para confortarnos, los caldos y los guisotes de la abuela.
Estamos en una estación de tránsito y esto se refleja también en las comidas.
Poco a poco, van abandonándose las frutas de verano y los productos de la huerta que se pueden comer crudos.
Se empiezan a cocinar los potajes, las cremas y los purés ligeros.
Las proteínas y los cereales recobran su importancia y disminuye el consumo de los líquidos.
El otoño es la estación adecuada para modificar nuestros hábitos gastronómicos fuera de todo límite –como el excesivo consumo de proteínas animales y el escaso de fibras vegetales-. Tenemos a mano las legumbres y las hortalizas recién recogidas.
La zanahoria, la remolacha, los rabanitos…, son la base de varias de las comidas de otoño.
Las legumbres tienen también proteínas. Los incondicionales de la proteína animal pueden incorporar las que contienen las carnes blancas, los pescados y la caza.
Lo malo es que en Argentina no gusta el pescado, al menos en Buenos Aires. En provincias y, sobre todo, en el sur del país se pesca, se prepara muy bien y se consume el pescado que se extrae del mar y de los ríos.



© José Luis Alvarez Fermosel

lunes, 24 de marzo de 2008

Habría que reirse más

Yo creo que habría que reirse más. Habría que tener la risa más fácil. Todos tendríamos que reírnos más y mejor. La gente de risa fácil suele ser gente limpia de corazón. En Argentina se ríe uno del prójimo, no se le hace reir o se ríe uno con él. La prueba es que la cargada y la “cachada” son el deporte nacional, o por lo menos uno de ellos. Esta es una regla que, naturalmente, tiene sus excepciones.
Un día le hice reir hasta llorar a mi amigo Héctor López Ferreira: una mañana de invierno lluviosa y hostil, de esas en las que uno se maldice por no haberse quedado remoloneando en la cama con el pretexto de que está resfriado, en vez de lanzarse a la calle atrafagada y fría, con charcos en los baches de las veredas y gente con la cara verdosa yendo de mala gana de un lugar a otro, arrebujada en sus impermeables y bajo paraguas que da vuelta el viento.
Estábamos en una cafetería del centro de Buenos Aires. Era tan temprano que los mozos no habían terminado de bajar las sillas puestas sobre las mesas la noche anterior. Alguien lavaba el piso. Olía al café que se estaba haciendo y al hojaldre de las medialunas. Un olor reconfortante.
A López Ferreira y a mí nos habían dejado otra vez en la estacada. Quiero decir que no nos habían pagado un dinero que nos tenían que pagar por un trabajo que habíamos hecho conjuntamente. Yo estaba indignado, porque no termino de hacerme a la idea de que se considere natural -como hacen muchos-, que a uno no le paguen por su trabajo. El tiempo de un profesional vale dinero, aunque no haga nada.
Yo había escrito una carta de protesta -iqué ingenuo…!- que me proponía hacer llegar a los autores de la tranfulla. Era una carta muy sarcástica, casi vitriólica. En un momento dado la saqué del portafolios y se la di a López Ferreira, que estaba frente a mí, sentado a una mesa cercana a un ventanal del café, a través del cual se veía caer la lluvia, oblícua y fastidiosa.
López Ferreira se quitó las gafas de lejos y empezó a leer. Al tercer párrafo ya lloraba de risa. Yo sentí que mis tensiones se aflojaban y que mi indignación disminuía hasta que terminó por disiparse por completo. Mi amigo y yo no habíamos cobrado, ni ninguno de los dos iba a cobrar. Pero en una mañana tan desastrosa y con el ánimo tan bajo, yo había sido capaz de hacer reir a carcajadas a un ser humano. Le había hecho un regalo y, al reírme yo también, me lo había hecho a mí mismo.
Que uno se ría con frecuencia no significa que no sea serio, que no tome las cosas serias con seriedad.
Bienvenidas sean entonces las bromas y los chistes. El bromista, eso sí, no debe gastar bromas pesadas ni el contador de chistes contar uno tras otro, compulsivamente.
Reirse a mandíbula batiente, siempre y cuando sea con motivo y fundamento, claro está, no es una falta de seriedad ni una frivolidad, sino incluso algo que los médicos recomiendan.
Hacerle reír al prójimo, sobre todo en los tiempos que corren, es una obra de caridad.


© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 23 de marzo de 2008

Datos de una noche antigua

La mujer del pintor bebe Marie Brizard y come delicadamente palmeritas en la Villa Mouriscot, esperando a su marido que, como siempre, llegará tarde. Cambio de guardia en el Ministerio del Ejército.
El pasacalle de La Calesera:

“Yo no quiero querer a un chispero
que finge embustero,
palabras de amor,
y me cansan los majos de plante
que se echan p’alante
fingiendo valor…”

En la lotería de la calle Barquillo el señor del bigote blanco y el borsalino gris perla se queja porque esta vez tampoco ha ganado ningún premio. El “Trópico de Capricornio” de Henry Miller en el escaparate de la librería. La señora madura y elegante, de ojos claros, y el guapo muchacho del traje cruzado. La brisa cálida de la primavera trae aroma de colonia de Alvarez Gómez.
En la calle Echegaray, cerca de la sala de armas del maestro Afrodisio, han reñido dos chulos. Uno está herido de una puñalada trapera en un costado; va soltando gotas de sangre que caen como monedas rojas sobre el asfalto renegrido.
Fandanguillos en una taberna sevillana y el bocinazo insolente de un auto caro y raudo.
Madrid de noche, botijo y luna. Vermú con ginebra y cócteles de champán en Pidoux. La chica que vocea el diario: “¡El Liberal, El Liberal…!” El árbol triste, en la ciudad. La fulana cansada, pálida bajo el maquillaje barato.
El anticuario ha cerrado su tienda y se va a su casa. Su mujer ha preparado gazpacho, luego hay pescadillas que se muerden la cola y cerezas.
Chimeneas agrietadas. La luna en cuarto menguante. Huele a coliflor hervida y a lejía en las guardillas. Balcones con tiestos con geráneos. Está oscuro y hace calor. La modistilla se ha peleado con su novio, el carpintero segoviano.
Un señor elegante, con una flor en el ojal, baja por Peligros con una caja de “marron glacé” de La Mahonesa bajo el brazo hacia la calle de Alcalá.
En el café El Comercial se habla de política y de toros. García Guirao y su voz levemente cascada, como de conde tronado que ha fumado muchos puros.
Espejos sin azogue en Platerías y el fantasma de Villegas, médico truculento y desquiciado, trovador de la muerte.
Datos de una noche azul zafiro de Madrid que vienen rodando por la brisa como papeles rotos y llegan a la memoria, catalizando una nostalgia de no se sabe qué.
Una noche en la que no existíamos, que no hemos trasnochado. Alguien del pasado nos susurró algo al oído. Alguien del futuro nos hizo una seña desde un bar americano.
Notas de una noche antigua, inventada o soñada al compas del tic tac de un reloj que está parado, o que ni siquiera existe.



©José Luis Alvarez Fermosel

El macho posmo contiene y relaja


De chicas, nada.

El macho posmo sube (instala imágenes de la red en una página), baja (hace que esas imágenes, u otras, salgan de la red para que él las tenga en su computadora personal), se cuelga (sobre todo, se cuelga), vive pendiente del “messenger”, el MP3, el MP4, el “IPod”, el “pendrive”, la “webcam” y manda y recibe constantemente mensajes de texto por la computadora y, sobre todo, por el celular.
Vive pegado a una y otro. De modo que no tiene tiempo para nada, ni para nadie. Ni mucho menos para las chicas. En todo caso, para los amigos.
Este curioso espécimen del posmodernismo que ha introducido, entre otras no menos…”bizarras”, las modas del pantalón pescador -¡qué prenda tan sentadora!-, las ojotas, la riñonera, la mochila y los borceguíes militares con cordones (en invierno), está empezando a usar ahora pañuelo a la cabeza, pero no en forma de turbante ni como lo llevan Leonardo Favio y Donato de Santis, sino como se lo ponían antes las mujeres en el barrio para ir a hacer las compras por la mañana. ¡Ya no sabe qué hacer para mostrar su costado femenino!
Esto en cuanto al exterior. De su interior no se sabe nada. Sigue sin hablar con casi nadie -¡y mucho menos con sus padres!-. Sólo se da con sus amigos que, como hemos dicho en repetidas ocasiones, responden a nombres de animales: el simio, el topo, el rata, el cuis…, o en virtud del apócope extremado, a notas musicales: Re (Recaredo), Do (Doroteo), Mi (Miguel), Fa (Fabio) y un largo etcétera.
De chicas, lo diremos una vez más, nada. Así están las pobres: desesperadas, histéricas, ardiendo –se pasan la vida bajo la ducha fría-. Se consuelan entre ellas, contándose sus cuitas; se dan piquitos, se estrujan. Las ventas de vibradores han aumentado muchísimo, informan en los “sex shops”; incluso se venden ya en las casas como antes los cosméticos de Avon.
Cuanto más lindas son menos pretendientes -¡qué palabra tan antigua!- tienen. Es que el macho posmo no se atreve a abordarlas, le da cosa. Muy de tarde en tarde para a una en la calle y le pregunta que dónde está la Avenida Córdoba. La chica le canta en el acto su número de teléfono y él da media vuelta y se va caminando de prisa y corriendo, con esos pies enormes que tiene.
Todo ha cambiado. Es el posmodernismo. En no más de una década se ha trastocado todo, el mundo está patas arriba. Y, desde luego, la virilidad se ha diluído como un terrón de azúcar en un vaso de agua.
Hasta hace muy poco tiempo, entrevistaban en la televisión a una artista monísima que acababa de echarse novio –o de emparejarse, diremos para estar a tono con la actualidad-, y cuando le preguntaban que cómo estaba, que cómo lo estaba pasando, respondía que todo estaba brutal.

- ¿Y cómo es tu novio? –le interrogaban.
- ¡Es una fiera! –respondía ella-
- Te pide guerra, seguramente…
- ¡Me la pide… y yo se la doy!
- ¿Y…?
- ¡Me vuelve loca!

Ahora la entrevistada responde a la requisitoria periodística que su pareja la contiene, le da mucha paz y es muy relajado: no es que sea de costumbres relajadas, un degenerado, vaya, sino que vive en un eterno estado de relax -.
Contención… Lo que menos quería uno antes es que su chica se contuviera. Muy por el contrario, uno pretendía que se lanzara a tumba abierta. Y, por supuesto, uno no buscaba la paz, sino la guerra. Recordemos a Quevedo:

“Amor me ocupa el seso y los sentidos:
absorto estoy en éxtasis amoroso,
no me concede tregua ni reposo
esta guerra civil de los nacidos…”


Apenas tenía uno un momento de calma. Y a ella le pasaba lo mismo. El “relax” venía después…
“¡Qué antiguo eres! –me dice un amigo muy puesto al día, muy “cool”- Vives anclado en el ayer. Todo ha cambiado.
Ciertamente. Ahora abundan los travestis, los transexuales: infinidad de hombres dicen que tienen dentro un cuerpo de mujer. Respetables señores mayores, buenos maridos y mejores padres tienen clandestinamente sexo con otros hombres, por lo general más jóvenes que ellos.
El macho posmo ofrece en el amor contención y paz.

© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 22 de marzo de 2008

Parafernalia camisera

Todo el mundo se acuerda, seguramente, del cuento de la camisa del hombre feliz de León Tolstoi, en el que un zar agoniza en Rusia y un augur de la corte vaticina que el soberano sólo podrá salvarse si se pone la camisa de un hombre feliz. Una comisión encabezada por el hijo del zar se echa a los caminos a buscar al hombre feliz con camisa, pero no lo encuentra. Cuando al fin lo halla, el hombre feliz no tiene camisa.
Uno, sin ir más lejos, se compró el otro día una camisa. Qué cosa más sencilla, ¿no? Uno se va a una camisería, elige una camisa que le guste y esté bien de precio, la paga y se va con ella a su casa.
Una vez allí, uno entra en su dormitorio, donde tiene un espejo grande, y se dispone a probarse su camisa nueva.
La camisa viene envuelta en papel de seda y dentro de una bolsa de plástico bastante dura. Uno intenta abrir la bolsa, pero no puede, así que tiene que irse al escritorio y conseguir algo para cortarla –una tijera es lo más apropiado-.
Camisa en mano, como quien dice, uno descubre que desplegarla para ponérserla no es tan fácil como parece, porque está muy bien plegada y, además, prendida por todas partes con alfileres.
La camisa tiene una especie de peto, por así llamarlo, de cartón adosado a la espalda, un refuerzo de plástico y otro de cartón, ambos dentro del cuello.
Hay otro cartón más en la parte delantera del cuello y tres etiquetas: una que pende de un botón mediante un hilo que no se puede romper -hay que cortarlo-, otra dentro y una tercera, en forma de libro, fuertemente adherida a uno de los faldones con un pegamento de contacto, o algo así, que tiene dentro un papelito en el que está impreso el siguiente texto: “Esta prenda ha sido creada siguiendo los últimos diseños de la moda, con la tecnología más avanzada para brindar una pieza única de estilo y calidad”. ¡Qué bonito!
Uno se hace un poco de lío con todo lo que trae la camisa y tira por aquí, y tira por allí y empiezan a saltar alfileres por todas partes. (Una vez recogidos los que se cayeron al suelo, uno contó una docena).
La camisa, por cierto, tiene dieciséis botones más dos de repuesto. ¡Cómo para ponérsela, o sacársela de prisa y corriendo!
Uno puede probarse por fin la camisa. ¡Es estrecha, no es de su talla! ¡Pero si uno le dijo al vendedor su número de cuello!
Hay que cambiarla. Uno, con el torso desnudo y su nueva camisa que no le va en una mano, mientras se chupa un dedo de la otra que le sangra porque se ha pinchado con uno de los doce alfileres, piensa que el mujik feliz del cuento de Tolstoi lo era, entre otras muchas cosas más importantes, también porque no tenía que pasar por la parafernalia camisera. Claro que en aquella época no debía ser tan difícil ponerse una camisa.
De cualquier manera, uno no tiene ganas de ponerse cualquier cosa encima, armar la camisa nueva para que quede más o menos como venía en su bolsa y volver a salir, pero saca fuerzas de flaqueza, hace todo eso y vuelve a la camisería que, por suerte, está cerca de su casa.
Cuando llega, la camisería ha cerrado. Como es viernes, uno tendrá que aguardar hasta el lunes para cambiarla. De modo que si uno se había hecho a la idea de estrenarla el fin de semana, tendrá que desechar la idea en cuestión y esperar.
Una última reflexión: es el hombre quien debe adaptarse a los objetos, en contra de lo ergonómico, y no al revés.



© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 21 de marzo de 2008

Otoño

Empezó el otoño. Las hojas muertas, y todo eso.
En el hemisferio norte comienza la primavera. El otoño y la primavera son estaciones de transición. Por eso las dos tienen en su esencia un romanticismo que ha llevado a poetas y cronistas, desde que el tiempo es tiempo, a escribir versos y crónicas con sentido lirismo y, en el caso del otoño, con esa melancolía que tiene todo lo que da fin a algo sin empezar nada y presiente cosas que no serán mejores, en este caso el invierno.
En otoño todo es transitorio, efímero y circunstancial. De ahí que los jacarandáes, hermosísimos árboles bigoniáceos que florecen y se agostan casi al mismo tiempo en primavera y otoño, sean tan poéticos, tanto más cuanto que sus flores azules se desprenden de las ramas y caen sobre la ciudad, tiñéndola de color lavanda.
La fotografía que embellece este texto, original y maravillosamente barroca, ofrece una imagen ilustrativa por de más del otoño. Tonos apagados, hojas y ramas doradas por una resolana que se diluye por momentos. Laberíntico entresijo con voluntad de cuadro de Jackson Pollock –“Bosque encantado”, por ejemplo-, si bien el creador del “action painting” -una especie de “ballet” alrededor de una tela en el suelo- aplicó toda la energía del Nuevo Mundo para romper una tradición milenaria, y en sus telas abigarradas provoca saltos imprevistos y violentos.
Nada tan previsible –no por eso menos hermoso- y menos violento que la foto que comentamos, tomada en el jardín del hogar paterno en Madrid. Entretejido artístico que justificaría la frase de Oscar Wilde: “La naturaleza imita al arte”.
El caso es que ha llegado el otoño y habrá que empezar a hacer acopio de leña, bebidas espirituosas y libros de aventuras en el mar y los bosques, de cara al invierno que, quizás, no requiera de tan buenas provisiones contra el frío porque ya el invierno no es invierno: viene descafeinado y sin frío. “Yo ya no soy yo, ni mi casa es ya mi casa…”.
Aprovechemos el otoño para leer otra vez a Verlaine, que es lo suyo, que es lo que mandan los cánones; “beber un vino dulce, charlar con los amigos y, en un mullido lecho, sacrificar a Venus”, que dijo el poeta.
Y nada más. El posmodernismo no se presta a ninguna otra elucubración, ni hay “claque” que aplauda más disquisiciones otoñales.

Foto:
De la serie “Paisajes”
© Maite



© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 16 de marzo de 2008

Halcones de la noche

Edward Hopper (1882/1967), maestro “clásico” del realismo de los Estados Unidos, fue uno de los pintores que con más carácter y atractivo ilustró el período de la historia de su país comprendido entre la Gran Depresión y la posguerra.
Hábil hasta el extremo para la composición, reflejó con gran expresividad en sus obras la inmensidad, la soledad, los silencios, las luces y las sombras de una Norteamérica de provincias; los horizontes lejanos de sus paisajes, la tediosa rutina de sus oficinas, la sordidez de las habitaciones de los moteles y la alienación de la megalópolis, con sus rascacielos, sus canchas de béisbol, sus automóviles hidromáticos y sus “diners” (cafeterías que permanecen abiertas toda la noche).
Su cuadro más conocido, elogiado, copiado e inspirador, el melancólico “Nighthawks”, “Halcones de la noche”, título más expresivo que las traducciones habituales, entre ellas “Los noctámbulos”, levanta acta de la soledad de una gigantesca metrópolis enloquecida, soledad que se concentra en uno de esos “diners” en el que hay cuatro personas inmóviles e insomnes bajo la cruda luz blanca de neón.
La tela, que se conserva en el Instituto de Arte de Chicago, inspiró, entre otros muchos, al guionista de Hollywood Douglas Steinberg, quien escribió un melodrama que se estrenó hace dos años en el teatro Kirk Douglas de Los Angeles.
Rocío Ayuso recordó en el diario “El País” de Madrid que el poder de evocación del cuadro, de 84 centímetros por 152, quedó patente al dar lugar a que se escribieran al menos otras dos obras de teatro en los últimos quince años.
“Su composición dura, fría y oscura, aunque bañada por la luz irreal de los tubos fluorescentes, es un lugar común en el cine y quizás Alfred Hitchcock se basó en este cuadro para hacer su película más siniestra: ‘Psicósis'", dijo Ayuso.
Herbert Ross utilizo “Nighthawks” para hacer “Pennies from Heaven”, película que en español se dio con el título “Dinero caído del cielo” y Win Wenders echó mano del cuadro en “The end of violence” (“El final de la violencia”).
Se han relacionado los cuadros de Hopper con algunos relatos de Hemingway que fueron llevados al cine, como por ejemplo “The killers” (“Los asesinos”), de Robert Siodmak, con Ava Gardner y Burt Lancaster en los papeles protagónicos. Es que las escenas de este gran pintor neoyorquino se asemejan siempre a un fotograma aislado de alguna película de la serie negra.
Gottfried Helnwein pintó su “Bulevar de los sueños rotos” recreando el escenario del cuadro de Hopper, cuyos personajes sustituyó por James Dean, Humphrey Bogart, Marilyn Monroe y Elvis Presley como “bartender”.
La publicidad abrevó también en las oscuras tintas de Hopper. El canal TCM de la televisión norteamericana utilizó la imagen de “Nighthawks” como cortina y la popular serie C.S.I. convirtió la cafetería del cuadro en la nueva escena del crimen en su campaña publicitaria.


© José Luis Alvarez Fermosel

Sincronía

Dificilmente podría encontrarse hoy en día, en la cultura –por llamarla de alguna manera- posmodernista, una ilustración más ajustada a una rima del poeta español Gustavo Adolfo Bécquer que la que ilustra estas líneas.
La rima en cuestión es la siguiente:

¿Qué es poesía? --dices mientras clavas
en mi pupila tu pupila azul.
¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?
Poesía... eres tú.


Bécquer (1836-1870) fue periodista, como tantos poetas y escritores de todos los tiempos desde que existe el periodismo. Naturalmente, pasó penurias, pero supo conjurarlas gracias a la poesía.
Sus rimas –tal vez lo más conocido y aplaudido de su producción poética- apelan a un mundo espiritual y bellísimo en el que destaca la mujer como símbolo de la perfección.
En las rimas de Bécquer resaltan, quizás como en ningún otro poeta de ese movimiento, matices del Romanticismo como el amor desesperado, la soledad, la melancolía y una lírica íntima y sentimental, muy rica en variantes métricas en lo que a la técnica se refiere.
Entre sus rimas más famosas se encuentran la que publicamos y aquella otra tan popular que comienza diciendo: “Volverán las oscuras golondrinas…”.
Sus “Cartas desde mi celda” y sus “Leyendas” constituyen otros tantos ejemplos de la narración sentimental característica de la época. Recordemos “La venta de los gatos”, “Maese Pérez el organista”, “La ajorca de oro” y “El rayo de luna”.


© José Luis Alvarez Fermosel

sábado, 15 de marzo de 2008

Rapsodia en gris cansado

Todas las hojas de todos los árboles se han muerto en un otoño que todavía le pone a uno en los ojos chispitas de verano.
Un tiempo loco en relojes rotos de viejas verbenas y bailongos de chalequeras, señoritos mal de familia bien y algún macarra enteco de pelo grasiento y antiguas patillas de boca de hacha.
¿Qué ha pasado aquí, qué está pasando? ¿Quién ha venido? ¿Por qué este calor, de pronto, que nos arrebola la cara verdosa y nos pone los pulsos a cien?.
Vienen fantasmas. Bailarinas del cabaret “Morocco”, camarutas de “Arachu”, en la carretera de Sarriá; un payaso de cara enharinada y la roja nariz de todos los payasos; música de organillo y olor a quemado. Venecia sin ti, aquellas noches y todo eso.
Una brisa antigua trae un aroma de coñac y tabaco negro. Puñetazo en la mandíbula y tente tieso.
Bulevar y esquinas difusas. “Rincón, rinconcito, esquinita de una calle sin faroles y árboles chiquititos…”, clamaba el alferez de guardia en la nieve.
Chaqueta de ante y al café “Roma”. De Piccadilly al Arco de Cuchilleros. “Unos ojos muy negros van por el Prado…”
La noche no se termina nunca. “¡Bailan ustedes con la orquesta de Gianni Ales…!”. O sea, que estamos en la Costanilla de los Angeles y la madrugada se cuaja en azules presentidos.
Todavía se podía encontrar uno con duquesas en el “Molino Rojo”, en la calle Tribulete, y el cronista de la voz ronca escribía a matacaballos en la mesa de mármol del viejo café, tosiendo y sin dejar de fumar. (La pitillera de oro firmada por el rey Alfonso XIII y al lado las cerillas de la cocinera. Dandismo).
Una rumba lejana, un bocinazo, Voy camino del sotabanco. Las cuevas de “Sésamo”.
¿Por qué te fuiste…? No, si es que no he venido. Y el coche al ralenti y el desgarrón en el traje Príncipe de Gales y el romántico tango.
No, señora, yo no fumo “Players”; ya nadie fuma “Players”: quizás Lemmy Caution…
-Vengo de “El Trocadero”
-¡Quite de ahí! ¡Usted viene de Bucarest!
Han apuñalado a un prestamista cerca del Cuartel del Conde Duque. Gitanos y caballos.
En el bar, los fantasmas juegan al mus bajo una luz roji verde de lámparas nefastas e incitantes. El bailarín bajito no puede publicar su novela.
¿Pero qué está pasando aquí, oiga usted? ¿Quién se ha ido, quién viene?
© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 14 de marzo de 2008

Piedra negra sobre una piedra blanca

Me moriré en París con aguacero,
un día del cual tengo ya el recuerdo.
Me moriré en París -y no me corro-
tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.

Jueves será, porque hoy, jueves, que proso
estos versos, los húmeros me he puesto
a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto,
con todo mi camino, a verme solo.

César Vallejo ha muerto, le pegaban
todos sin que él les haga nada;
le daban duro con un palo y duro

también con una soga; son testigos
los días jueves y los huesos húmeros,
la soledad, la lluvia, los caminos...

© César Vallejo (*)


(*) César Vallejo (Santiago de Chuco, Perú, 1892 – París, 1938) es uno de los cuatro o cinco genios que la poesía hispanoamericana dio al mundo en el siglo XX.
Poeta modernista -como ya se ve claro en su primer libro, “Los Heraldos Negros” (1918)-, pronto introduce cambios importantes que lo aislan, por así decirlo, de las formas poéticas imperantes en su tiempo en el idioma español.
Para alguno de sus exégetas, este vuelco es solo comparable con el que impulsó Rubén Darío años atrás.
Poeta profundo, de lírica limpia y dimensión enorme, su raigambre es andina, mestiza, religiosa, modesta, moral…
Padeció dificultades económicas que le impidieron terminar sus estudios universitarios en la Facultad de Ciencias de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Trabajó como ayudante de cajero en una hacienda azucarera, donde entró en contacto con el campesinado. Más tarde cursó estudios de Filosofía y Letras.
Tuvo una vida intensa y dura, que incluyó el ejercicio del periodismo y el profesorado. Fue a España durante la Guerra Civil.
“Trilce” es quizás su libro de versos más conocido y comentado. Anticipa en él gran parte del vanguardismo de los años 20 y 30. No le va a la zaga “Los Heraldos Negros”.
César Vallejo murió en París, con aguacero, pero un viernes, no un jueves, como dice en el poema que reproducimos arriba, que pertenece a su obra “Poemas humanos”, publicada por la esposa del poeta, Georgette Phillipart, después de su muerte.

domingo, 9 de marzo de 2008

El duelo

“El duelo” es una excelente novela de Joseph Conrad. Fue llevada al cine en 1977 con el título "Los duelistas", bajo la dirección de Ridley Scott y protagonizada por Harvey Keitel y Keith Carradine. Recibió varios premios internacionales.
Novela y película narran la historia de un duelo entre dos oficiales de distintos regimientos de húsares al servicio de Napoleón, que se repite –con singular ferocidad por parte de uno de los contendientes- a lo largo de todas las campañas de Bonaparte y termina cuando el Gran Corso ha sufrido la decisiva derrota de Waterloo y se encuentra desterrado en Santa Elena.
El duelo -a pie, a caballo, a espada, a sable, a pistola- se convierte en leyenda en el ejército napoleónico. Sobre los dos militares gravita una torva fatalidad que los marcará en sucesivos enfrentamientos en el campo del honor.
El mismo Conrad llevó una vida agitada y aventurera. Fue marinero y se le considera como un gran escritor de temas náuticos. Nació en Polonia, en 1857, pasó su infancia en el norte de Rusia y navegó en barcos mercantes por las Indias Occidentales, el Océano Indico y Australia. Su vida de acción concluyó en Gran Bretaña, donde se afincó en 1895.
Conrad escribió toda su obra en inglés, idioma que aprendió a la perfección y que hablaba, si bien con fuerte acento eslavo, con gran precisión y fluidez. Dominaba también el polaco, el ruso, el francés y el alemán. Fue autor de trece novelas, dos libros de memorias y veintiocho cuentos.
“Nadie como él ha transmitido la angustia de algunos parajes de la tierra”, señaló el escritor español Josep Pla.
Joseph Conrad sigue vigente y actual gracias a sus libros de aventuras exóticas y psicológicas.
La grandeza de su narrativa ha generado una influencia muy positiva en infinidad de autores… menos en Graham Greene, quien siempre soñó con escribir algo como “El corazón de las tinieblas”, una de las mejores obras de Conrad. Fracasó, y se tomó la absurda venganza de no leer a su autor favorito durante treinta años.
"El duelo" tiene 154 páginas. La edición aquí comentada es propiedad de Editorial Bruguera, que la sacó a la luz en 1979. Fue traducida por Gabriela Alvarez Insúa y el diseño de cubierta es de Neslé Soulé.


©José Luis Alvarez Fermosel

Quitapenas

Hay fotografías que, en realidad, son cuadros que pintan quienes están en ellos, sin saber que están dentro de un cuadro. Cuando salen, si antes no los ha dejado un fotógrafo convertidos en personajes para siempre, queda sólo el marco vacío. De ahí viene lo de la foto instantánea. Si no se captan los seres, el ambiente, las luces, las sombras y el color en un instante, no hay fotografía ni, mucho menos, cuadro.
La foto que comentamos es una instantánea plena de intemporalidad. Y un cuadro. Tiene todos los elementos de un cuadro (de Chardin, Wright of Derby, Spitzberg, Seurat…).
La paz en un rincón de la calle Postas, muy cerca de la Puerta del Sol, en Madrid, en una hora indefinida de la mañana, tal vez las once.
Una taberna con un nombre casi onomatopéyico, de puro expresivo: "Quitapenas".
En la mínima terraza, un señor con ropas deportivas que muy bien podría ser un turista, aunque también un madrileño castizo, lee un libro de lomo verde y portada roja. Se ve que el libro es interesante, pues su lector tiene una expresión absorta y se cubre el mentón con la mano izquierda, en un gesto propio del que medita, reflexiona o, como en este caso, está sumido en una lectura atrapante.
A la derecha del lector, unas señoras beben cerveza.
Hay una aspiradora, un pequeño cubo amarillo y dos cajas de cartón frente a la puerta del local, lo que llevaría a pensar que acaba de abrir y han sacado a la calle los útiles de limpieza, que alguien volverá a meter dentro enseguida.
La sensación de tranquilidad, de “dolce far niente”, de paz, la da el perro canela tendido en la calle cuan largo es, durmiendo a pata suelta el sueño de los justos. No lejos del can hay una pequeña bandeja de plástico blanco que contrasta, o hace juego con el rojo y blanco del calzado del señor calvo que está leyendo.
El recipiente podría haber contenido la pitanza del perro; si fue así, no quedó ni una miga y, ya se sabe, después de una buena comida nada hay mejor que una siesta.
Un hombre con camisa roja a pequeños cuadros y pantalón claro hace mutis por el foro.
Ya tenemos completo el cuadro: sencilla y tranquila alegoría de la paz y la convivencia en un tiempo que no registran los relojes porque lo ha detenido una cámara atenta y sabia.

Foto:
De la serie: En la calle
© Maite - 2007


© José Luis Alvarez Fermosel



sábado, 8 de marzo de 2008

Lluvia de hombres

A ningún otro pintor, sino al callado belga Magritte (1898-1967) se le hubiera ocurrido pintar una “lluvia” de hombres con gabanes oscuros y sombreros hongos, cayendo de un cielo azul grisáceo sobre casas de fachadas color tiza y tejados granate.
El cuadro, titulado Golconda, fue pintado en 1953, pertenece a la colección Menil y está en Houston (Tejas, Estados Unidos). Se ha dicho que simboliza la pérdida de la identidad individual y la monótona trivialidad del día a día.
Magritte, uno de los pintores más conocidos, reproducidos y queridos de todos los tiempos, trabajó en publicidad y fue cartelista -como Toulouse Lautrec-, lo cual se refleja en toda su producción.
Fue Giorgio de Chirico quien tuvo una influencia decisiva en su obra, y de ahí su estilo, en el que caben presencias enigmáticas y combinaciones “imposibles” de objetos, personas y paisajes que cuentan siempre con un dibujo sólido y nítido.
Vivió algún tiempo en París, como todos, y participó –un poco de pasada- en el surrealismo, conectándose principalmente con Salvador Dalí. Fue un gran observador y un aplicado estudioso de los maestros del pasado, como los pintores italianos del siglo XV. Empero, su ídolo fue Seurat.
A Magritte le fascinaban la inmovilidad y el silencio y se movía en un universo paralelo en el que nada es lo que parece.
Los hombres de negro figuran en su paleta como un tema recurrente. A alguno de ellos le puso alas, como si quisiera darle la posibilidad de huir volando de una realidad pesada y no exenta de cierta sordidez.
René Magritte, hombre culto y modesto, introvertido y con sentido del humor, escribió, además de pintar, artículos y ensayos.


© José Luis Alvarez Fermosel

viernes, 7 de marzo de 2008

Las tortas de Rosa Low-Tane

Conocí a Rosa Low-Tane -cuyo marido fue amigo de Freud- hace varios años. Tenía una heladería donde en invierno, claro, no vendía helados, sino una dulce, alegre y policroma variedad de tortas oriundas de Galitzia (1).
Doña Rosa, que en esa época debía tener unos 7O años, era delgada y coqueta. Se cuidaba mucho su hermoso cabello blanco, que llevaba siempre cuidadosamente peinado. En el fondo de sus ojos azules bailoteaba una pícardía luminosa que nunca se apagaba. Esgrimía delicadamente modales cortesanos.
Le gustaba la música a doña Rosa. No se perdía una función del Colón, al que estaba abonada y se compraba casetes –todavía no habían aparecido los compactos- de música clásica y valses vieneses.
La heladería estaba en Honorio Pueyrredón, en el límite entre Villa Crespo y Caballito. Doña Rosa preparaba con amor y humor sus tortas, entre las que destacaba la de miel, manzana, coco y limón.
Allí, en el mostrador, frente a la puerta flanqueada por bancos de sólida madera oscura, he comido el mejor strudel de manzana y nueces de mi vida.
Doña Rosa preparaba también los knishes de papa y los beigalej en forma de herradura, rellenos de queso blanco.
Doña Rosa tenía un hijo, Jacobo, que a veces se ocupaba de la heladería. Era un hombre corpulento, extravertido, de frondosa barba color sal y pimienta, un poco ampuloso, que había viajado por una buena parte de Europa y sabía lo suyo y lo del vecino de comidas, bebidas, música, mujeres, paisajes y violines y recordaba las teorías de Maimónides y Judá Halevy, éste último autor del más rotundo y sombrío madrigal que poeta alguno haya dedicado a una mujer:
"Oh, amada: a través de tu carne palparé tus huesos, para reconocerte el día de la resurrección".
Un vecino, bajito, socarrón, caía por la heladería casi todas las tardes y contaba chascarrillos, apoyado en un gran frigorífico antiguo y esmaltado.
Al atardecer, los gorriones revoloteaban sobre las copas de los árboles de la avenida Honorio Pueyrredón y salían mujeres de los mercados, empujando sus changuitos.
Se iba el sol y era hora de beberse en paz una ginebra.


(1) Región de Europa Central, al norte de los montes Cárpatos.



© José Luis Alvarez Fermosel

jueves, 6 de marzo de 2008

¡Segundos fuera!

Cuando de muchachos hacíamos boxeo a la sombra, y alguna otra práctica de pugilismo en el Cerro de los Locos de la Dehesa de la Villa, en Madrid –hace mucho tiempo-, no nos imaginábamos ni por lo más remoto que las chicas de nuestra edad, que leían novelas de Corín Tellado y aprendían a tejer a la vera de sus abuelas, iban, andando el tiempo, a pegarle también a la bolsa, hacer guantes, darle velozmente al “punching ball” y terminarían practicando el “rudo deporte de las doce cuerdas”, como todavía le llaman algunos cronistas deportivos al boxeo.
Uno se entrenaba en viejos gimnasios de piso de madera oscura, una lámpara de pantalla color verde inglés colgando del techo, que ocultaba una bombita que no daba mucha luz, y un olor penetrante a sudor, resina y linimento. El entrenador, Young Martin, era duro (y bondadoso). Había sido campeón de España de peso mosca.
Boxeábamos entre nosotros, los chicos del barrio. Un día, un muchacho que trabajaba en la pescadería del hermano de Indalecio, convirtiendo a mazazos enormes barras de hielo en pedacitos que se esparcían sobre los pescados, me mandó a la lona por la cuenta en el segundo asalto. Era muy bajo, muy fuerte y muy… bizco. No había manera de saber, mirándole a los ojos, por donde iba a venir el golpe.
Ahora boxean las mujeres, más duramente que nosotros, por cierto. No teníamos presente en aquella época, a pesar de que nos lo había recordado Enrique Jardiel Poncela en su comedia “El sexo débil ha hecho gimnasia”, que la hembra de todas las especies animales, incluída la humana, es la más fuerte y la más feroz. Recordemos, por poner sólo dos ejemplos, que la hembra del león es la que caza y la mantis religiosa devora al macho mientras éste la fecunda.
Las mujeres boxean, sí; hace ya bastante tiempo. Una de ellas estudia Derecho en México. Otras han pasado también por aulas universitarias. Otras son de humilde extracción.
¿Será bueno, será “cool” que las mujeres boxeen, será también cosa del modernismo? Uno cree que no, que no es bueno, sobre todo para nosotros, que en cualquier momento podemos recibir de una señorita un directo de izquierda a la mandíbula que nos deje, como a mí el bisojo, fuera de combate.


© José Luis Alvarez Fermosel

domingo, 2 de marzo de 2008

Besugo a la tinta

Desde que tuve uso de razón yo quise ser periodista, escribir en periódicos. Así que me pasaba la vida leyendo diarios. Y libros, también. Por eso, por tanto leer desde chico, tuve siempre facilidad para escribir. Por lo menos, eso: facilidad; excusado es decir que me pasaba la vida escribiendo.
Mi padre (1) era un pintor extraordinario y un hombre cultísimo. Me animó desde mi infancia a leer. A él le resultaba difícil escribir. Quiza fuera porque no escribía nunca, o casi nunca. No le gustaba.
Cuando llegaban las Navidades y había que escribir tarjetas de felicitación -en la época en que se escribían-, mi padre se ponía de muy mal humor. Retrasaba hasta que no podía más el momento de desenroscar la estilográfica. Porque entonces, y creo que ahora también, pero no lo sé a ciencia cierta porque ya no se escriben cartas ni felicitaciones de Navidad, era de buen tono escribir a mano; ahora están los correos electrónicos.
Entonces era cuando a mi padre le llegaba la hora de la verdad, como se le llama al momento en que el torero se enfrenta con el toro, espada en mano, para matarlo. Convertía la mesa redonda que teníamos en el cuarto de estar en un escritorio abarrotado de papel con membrete, tarjetas de visita, lapiceras, sobres, reglas y un largo etcétera. Y empezaba su calvario.
Indefectiblemente escribía felicidades Pascuas (de Navidad), en vez de felices Pascuas. Cuando releía la tarjeta, antes de firmarla, y descubría el error, se daba a todos los diablos, la rompía en mil pedazos y volvía a empezar. Mi madre, mi hermano y yo le rodeábamos, presos de una extraña fascinación. Terminábamos dándole una mano. Cuando se despachaban todas las felicitaciones, mi padre empuñaba de nuevo sus pinceles y volvía a ser un hombre feliz.
En cambio, yo me pasaba la vida escribiendo, y tenía mi armario y mi mesilla de noche abarrotados de papelotes escritos. De vez en cuando los releía y los rompía. Buena costumbre que he conservado hasta ahora
Cuando empecé a ir al colegio escribí en la revista "Juventud". Cursos después creé el periódico mural "Virtus" —título muy acorde con la España de aquel tiempo-. Mi amigo José María García Campos y yo fundamos una pomposa Sociedad de Escritores Noveles cuando ingresamos en la Universidad.
Mis padres querían que yo fuera abogado, como el noventa por ciento de los españoles. Pero yo estaba empeñado en ser periodista. Me pasaba la vida mandando artículos a los diarios que, sistemáticamente, no me los publicaban. Acuciaba a mi padre para que usara sus influencias a fin de que yo pudiera publicar algo. Pero mi padre me hacía poco caso. Quería que terminara mi carrera de Derecho. Y yo me desesperaba.
El diario vespertino "Madrid" convocó un buen día a un premio para el mejor artículo de todos los que publicaría durante un mes, seleccionados de los que recibiera durante ese lapso. Es decir, que durante veintiséis días —porque el diario no salía los domingos—, aparecería un artículo seleccionado. De entre ellos se elegiría uno, al que se otorgaría el premio.
Naturalmente, yo me presenté. Ni que decir tiene que en cuanto el diario "Madrid" aparecía en los quioscos, yo me precipitaba como un loco a comprarlo. Y nada. Pasaban los días y no salía mi artículo.
Cerca ya de fin de mes, yo me había casi olvidado del artículo en cuestión. Era época de exámenes y yo me pasaba las mañanas en la Facultad —que todavía estaba en la calle San Bernardo— y las tardes y una buena parte de la noche estudiando.
Venía a casa un mediodía, precisamente de la Facultad, en un trolebús, de pie. A mi lado viajaba una señora que, a todas luces, acababa de hacer las compras, puesto que llevaba una de esas bolsas de nylon de red, que permitían ver lo que había dentro. En la parada anterior a la mía, la señora, al bajarse, casi me metió la bolsa bajo la nariz. ¡Y allí estaba mi artículo, publicado en una página del diario "Madrid" —de formato sábana—, envolviendo un hermoso besugo, tan fresco que de sus rojas agallas manaba todavía un poco de sangre que, mezclada con la tinta del diario, emborronaba mi firma bajo el título: "El pájaro entre los coches!".
¡Besugos…, un besugo! ¡Al pájaro que le dieran dos duros!
He vuelto a escribir sobre pájaros, aunque le debo una a mi amigo Paco, el tucán del bar del hotel Tamanaco de Caracas. Pero siento especial simpatía por los besugos. De vez en cuando me como uno a la tinta.., ¡digo a la vasca!, eso sí.


1.- Faustino Alvarez Quintana, director artístico de la Real Fábrica de Tapices de Madrid durante muchos años, eximio acuarelista y restaurador de los famosos tapices de Pastrana.


© José Luis Alvarez Fermosel