A Indalecio le habían dicho cientos de veces que dejara de beber, que la bebida le iba a matar.
Indalecio, la verdad, le pegaba al tarro que era un contento. Al morapio, sobre todo. No le hacía ascos al coñac –que todavía no se llamaba brandy-, ni a la ginebra, ni a ninguna otra bebida alcohólica de las que había, incluidos el anís y el aguardiente de Chinchón. El whisky aún no había llegado a los pueblos
Indalecio no era de Sauceda –nombre que el pueblo debía a los sauces llorones que flanqueaban el río-, pero hacía años que se había aquerenciado allí como podía haberlo hecho en cualquier otro lugar.
Casi todos los pintorescos pueblos de la sierra de Guadarrama se parecen como una gota de agua a otra. Con el tiempo, y debido a los problemas planteados en la capital por la acumulación de gente, el excesivo tránsito rodado, la escasez de vivienda y otras dificultades se convirtieron en ciudades dormitorio.
Indalecio, que apenas pasaría de los cincuenta años, era un hombre de estatura media, tirando a alto, delgado, nervudo, de pelo negro salpicado de canas, tez muy pálida, como si hubiera recibido en la cuna un susto terrible y jamás se hubiera recuperado de él, y ojos oscuros y brillantes que no perdían ripio.
Estaba solo en la vida. “No tengo mujer, ni hijos, ni padre, ni madre ni perrito que me ladre”, solía decir. Tenía cierta zalagarda, sobre todo para tratar con las mujeres. Era galante.
Trabajaba, o por lo menos pasaba algún tiempo casi todos los días en el aserradero de los hermanos Gutiérrez, que le daban algunos dinerillos por la tarea que desempeñaba, que nadie sabía en realidad cuál era.
Indalecio no tenía mal vino. No era de esos que se ponen torvos, y aun agresivos cuando se emborrachan. Para empezar, Indalecio no se emborrachaba nunca, por más que bebiera, o por lo menos no se le notaba. Aguantaba muy bien la bebida. Quizás bebiera a la luz baja y lánguida del recuerdo.
La vieja Pilar, que le daba una mano en la limpieza y el arreglo de su casita de piedra de una sola planta, decía que nunca había visto que a Indalecio se le pusiera la lengua gorda, o se tambaleara.
Indalecio bebía y bebía como un cosaco. Era evidente que había llegado al estado de esos bebedores que no se agarran la cogorza del todo, sino que se ensimisman en un raro limbo en el que pueden vivir mucho tiempo, manejándose como autómatas, o casi.
La vida fluía armónica y despaciosamente en el pueblo, donde todo era sota, caballo y rey. Todo estaba establecido y medido, sin que se avizoraran perspectivas de grandes cambios, ni siquiera pequeños.
Los veranos eran soportables. De día hacía mucho calor. Pero cuando caía el sol venía un vientecillo de la sierra, principalmente mediado ya el verano, que justificaba el dicho: “En agosto, frío en rostro”.
A la hora de la siesta cantaban las cigarras, todavía ignorantes de su triste destino, mientras que las hormigas se labraban un buen porvenir trabajando como negras, en contra de lo que le sucede al ser humano, que se mata a trabajar para no tener una perra gorda en su vida.
Ajeno a filosofía tan barata, Indalecio seguía empinando el codo, poniéndose por montera a toda sobriedad y ortodoxia, pero siempre sin meterse con nadie.
-¡Indalecio, no bebas tanto; Indalecio, que la botella te va a matar…! , le decían las comadres, que le tenían ley.
Indalecio, curtido en el chaflán, se encogía de hombros, sonreía…¡y bebía!
Algunos recordaban que no era del pueblo, al que había llegado varios años atrás, con un poco de dinero que perdió en negocios ruinosos, como la compra de tierras de siembra que resultaron estériles.
Algunos sostenían que fue marinero, y como tal surcó los siete mares. Por eso conocía muchas ciudades del extranjero y hablaba, mal que bien, varios idiomas. Para otros sirvió en la Legión, luchó contra el moro, incluso participó en el desembarco de Alhucemas y fue ascendido a cabo por su valor acreditado en combate. De ahí la cicatriz que tenía en el mentón, que decían que le quedó de una herida que le produjo un casco de metralla. También se hablaba de ciertos amores contrariados, en una ciudad del extranjero.
A diferencia de otros bebedores consuetudinarios, Indalecio no se había abandonado, no había en él desaliño alguno. No se afeitaba a diario, pero cuando la barba le ensombrecía las mejillas se hacía rasurar en la peluquería de Agustín, y hasta le daban un masaje con Acqua Velva.
Llevaba casi siempre un suéter de cuello volcado y un pantalón de pana azul marino. Los días de mucho frío se ponía una cazadora forrada con piel de cordero. En verano iba de camisa de manga corta y “jeans”.
La cantinela seguía sonando:
- Indalecio, que vas a coger una cirrosis, el día menos pensado. ¡Qué la botella te va a matar...!
Pero Indalecio seguía bebiendo, sin que el alcohol le hiciera el menor efecto. En todo caso, le tornaba sombrío, taciturno, cuando le agarraba en falsa escuadra; y le distanciaba de la gente, que disfrutaba de sus historias de otros tiempos, otras personas y otros lugares.
Un día que iba a resultar aciago, Indalecio pasó por la taberna de Remedios, ya camino de su casa, y se llevó una botella de coñac.
Apenas se fue, empezó a llover. Primero cayeron gruesas gotas, separadas unas de otras, calientes, que reventaban contra el suelo como uvas maduras. Luego se generalizó el chaparrón y una cortina de agua veló contornos, perfiles y esquinas. Llovía como siempre en la montaña, en verano: a Dios dar agua.
El chaparrón duró lo que restaba de la tarde y parte de la noche. A la mañana siguiente fulgía el sol.
Apenas pasadas las nueve de la mañana, la modista, Araceli, entró llorando y gritando como una loca en la comandancia de puesto de la Guardia Civil, al mando del sargento Eulogio Retamares.
- ¡Indalecio, Indalecio, Dios mío…!
- ¿Qué le pasa a Indalecio? -preguntó el guardia civil.
- ¡Está ahí, tirado, parece muerto!
- ¿Muerto? ¿No estará durmiendo la mona?
- ¡No, está muerto, muerto, si hasta lo dijo aquí, el “dotor”!
- ¿Muerto? ¿Le ha visto usted, doctor? ¿Le ha revisado? –preguntó el sargento al médico: un hombre de unos cuarenta y tantos años, de buena pinta, que había entrado en la comandancia detrás de Araceli.
- Sí, está muerto -confirmó el galeno.
- ¿Qué…? ¿Le dio un patatús?
- No, creo que fue un accidente.
- ¿Un accidente? ¿Y dónde se encuentra el occiso?, pregunto el sargento Retamares, imbuído ya de su autoridad y procurando utilizar la terminología oficial.
- Ahí, a dos pasos de su casa…
- ¿De mi casa?
- No, de la suya: de la casa de Indalecio.
- ¿Le han comunicado el suceso a alguien antes que a mí?
- No, dijo el médico lacónicamente.
El sargento Retamares se levantó de su sillón giratorio y condujo su enorme humanidad y su mostacho gris hasta la puerta, con la solemnidad de quien pasa por una girola. Descolgó de la percha el correaje con la pesada pistola Astra del 9 largo de reglamento y se lo colgó en bandolera, encasquetándose a continuación el charolado tricornio. Antes de salir le dijo a Arturito, el escribiente:
- Llama al hospital de Lorenzana –cabeza de partido-: que manden una ambulancia, y al secretario (de Ayuntamiento) Remigio, para el acto del levantamiento del cadáver; ¡ah, avisa también al cura, para que le eche una bendición a Indalecio, aunque ya no le sirva para nada! Y si preguntan por mí, que estoy en una diligencia importante.
Arturito asintió, con las gafas bailándole en la punta de su pequeña nariz, impaciente por enterarse de lo que le había pasado con Indalecio, que solía pagarle el café y le daba cigarrillos.
Apenas recorridos unos pasos, bajo un sol que ya picaba, el sargento se encaró con Araceli, que se había unido al dúo:
- ¡Vete a tu casa, o adonde quieras, que éstas no son cosas de mujeres, o para mujeres!
El sargento y el médico llegaron al lugar donde se hallaba Indalecio, en posición de decúbito prono, con el brazo derecho extendido. Al poco tiempo aparecieron, cada uno por su lado, el cura párroco, don Armando y el secretario de Ayuntamiento, que iba a hacer las veces de juez.
Todos permanecieron inmóviles durante unos minutos, mirando el cuerpo desmadejado, que parecía haber encogido, con la ropa, que se había empapado por la lluvia, seca y arrugada luego por el calor del sol.
Al cabo, Retamares se volvió hacia el secretario de Ayuntamiento:
- ¡Don Remigio…!, apremió.
El secretario se pellizcó una oreja, en un gesto maquinal. Luego se agachó y dio vuelta al cadáver. Los ojos sin vida de Indaleció habían perdido su brillo. Parecían oscuros botones opacados por una pátina sin entidad.
El sacerdote se inclinó, se los cerró e impartió una breve bendición, musitando unas palabras ininteligibles.
El cuerpo yacía sobre los fragmentos de una botella rota. En uno de ellos podía leerse, en una parte de la etiqueta, la mitad de la palabra Fundador, la marca del coñac más popular de España durante muchos años.
Indalecio tenía una astilla de vidrio profundamente clavada en el lado izquierdo del pecho. Una gran mancha oscurecía la pechera de su pullover. El resto de la sangre lo había barrido la lluvia torrencial de la noche.
Todos permanecieron en silencio. Todos fumaban, menos el cura, pero ninguno encendió un cigarrillo, ni hizo comentario alguno.
Llegó por fin la ambulancia. Dos enfermeros –entonces no había paramédicos- tomaron el cuerpo, uno por debajo de las axilas y otro por los pies, lo depositaron en una camilla -aún con el vidrio clavado en el tórax-, la metieron en la ambulancia y ésta partió hacia Lorenzana, donde se practicaría la autopsia, se tomarían fotos y se despacharían los trámites correspondientes.
- Di que mañana mandaré los papeles, dijo el sargento Retamares.
Los circunstantes habían encendido ya sus pitillos y, como respondiendo todos al mismo impulso, se dirigieron al Bar Central, frente a la plaza, que tenía pretensiones de bar americano, como los que empezaban a aparecer en la capital, y contaba con luces de neón y taburetes forrados de plástico color vino de Burdeos.
Todos tomaron posiciones. Transcurrió el tiempo que tarda un ángel en pasar. Después habló don Paco, el médico, que aspiraba a ser forense y tenía ínfulas de detective -leía todas las novelas policiacas de la Biblioteca Oro-. Dijo, acariciando su bigote a lo Robert Taylor, el actor norteamericano de moda, que volvía locas a las comadres más peliculeras:
- Creo que ya sé lo que pasó.
Todos le miraron, sin que ninguno dijera una palabra. Anita, la camarera –que estudiaba taquigrafía por las noches porque quería irse a Madrid y trabajar de secretaria-, empezó a distribuir tazas de café con leche, churros y una ensaimada para don Remigio, al que le gustaba más lo dulce que lo salado.
- Es evidente, añadió el doctor Bermúdez -ese era su apellido-, que Indalecio compró ayer una botella de coñac y se fue con ella bajo el brazo a su casa, tan campante. Antes de llegar debió tropezar con algo, resbaló o trastabilló, soltó la botella para tener las manos libres y poder agarrarse a algo y al final cayó sobre ella, hecha pedazos, clavándose al caer el único que quedó en vertical, que probablemente formaba parte del culo de la puñetera botella.
Todos miraron al doctor Bermúdez, siempre sin pronunciar una palabra. Este dijo por último, con cierta suficiencia:
- El vidrio se le incrustó en la región cordial y seguramente le interesó el corazón. La muerte debió ser instantánea.
Era lo más probable, así que todos asintieron y por unos segundos sólo se escuchó en el Bar Central el ruido de las cucharillas, las tazas y los vasos; un vaso, porque el sargento Retamares tomaba siempre el café con leche en vaso.
Después de un minuto, el médico volvió a la carga:
- ¿Qué les parece si echamos un trago a la memoria del pobre Indalecio?
- Vale -aprobó el sargento-: ¿coñac para todos?
© José Luis Alvarez Fermosel
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