El marqués de Bogaraya –que luego sería alcalde de Madrid-, estaba comiéndose alegremente un bisté en Fornos, en la esquina de la calle Alcalá con la de Sevilla. El 4 de octubre de 1879, por más señas.
De pronto irrumpió en el café, quizás el más tradicional de todos los que albergaban tertulianos en Madrid, un perro negro de pecho blanco, callejero, de talla media, que empezó a hacerle carantoñas al marqués.
Gonzalo Saavedra y Cueto, VII marqués de Bogaraya, compartió su almuerzo con el perro y a los postres roció con champán su cabeza, bautizándole con el nombre de Paco, pues ese día se celebraba la festividad de San Francisco de Asís. El santo de Asís es el patrón de los animales y a los Franciscos se los llama Pacos, sabido es.
A partir de entonces, el perro Paco se pasaba las horas muertas en Fornos, haciendo zalemas a su padrino; y también a los demás contertulios, que recibían complacidos sus muestras de afecto.
El perro Paco empezó a alternar sus visitas a Fornos con otras al cercano café Suizo, e incluso hasta El Imperial, que estaba en la Puerta del Sol, más lejos.
En poco tiempo, no hubo restaurante ni café en el centro de Madrid que no lo tuviera de parroquiano.
Del café al teatro
El perro Paco pasó del café al teatro. No era extraño verlo en el patio de butacas de un coliseo de postín, presenciando un drama de Echegaray o un sainete de Ricardo de La Vega, recuerda Antonio Espina en su libro “El cuarto poder: cien años de periodismo español”.
En verano correteaba por los jardines del Buen Retiro, acompañado por su fiel amigo Felipe Ducazcal, periodista –fundó el diario El Heraldo-, diputado, exitoso empresario de teatro y una especie de “play boy” de la época.
Dormía en una cochera que había en la calle de Fuencarral para el tranvía de mulas que iba de la Puerta del Sol a Cuatro Caminos. Llegaba a altas horas de la madrugada, ya que era tan bohemio y noctámbulo como sus amigos. Llamaba a la puerta con la pata para que le abrieran. Jamás le dejaron al sereno.
Querido y mimado
Cordial, cariñoso, simpático, más listo que siete brujas, el perro Paco estaba en todas partes, ubicuo y extravertido, querido y mimado por todos.
Llegó a permitirse el lujo de desfilar en las paradas militares a la vera del cabo de gastadores, sin que éste perdiera un ápice de su marcialidad.
Toda la prensa de Madrid hablaba de sus andanzas. Pero sus verdaderos exégetas fueron los periodistas José Fernández Bremón, de la revista La Ilustración Española y Americana y José Ortega Munilla, director de El Imparcial.
Dicen que el mismo Alfonso XII escribió la historia de este perro tan especial en un librito titulado “Memorias autobiográficas de don Paco”, que según el renombrado cronista de costumbres del Madrid del último cuarto del siglo XIX, Pedro de Répide, es “(…) un libro que hace honor al ingenio y las dotes literarias del monarca, porque es curioso, interesante y está bien trazado”.
Las corridas de toros le perdieron
Lo que más le gustaba al perro Paco eran las corridas de toros. Los días de lidia los toros subían por la calle de Alcalá hasta la plaza, que estaba entre las calles Goya y Jorge Juan. El perro Paco los seguía. Luego se las arreglaba para confundirse entre el público y ocupar una localidad, desde la que veía la corrida como un espectador más.
Las corridas de toros habrían de ser la perdición del perro Paco.
El 21 de junio de 1882 se lanzó al ruedo, donde el novillero José Rodríguez, que se veía en figurillas para trastear al cornúpeta, se atolondró aún más al toparse con el perro y no se le ocurrió otra cosa, para sacárselo de en medio, que asestarle una estocada, quizá despechado porque no se atrevía a dársela al toro en la hora de la verdad.
Rodríguez tuvo que salir de la plaza custodiado por la fuerza pública, porque la gente quería lincharle.
Gravemente herido, el perro Paco fue recogido por Juan Chillida, que le llevó a una taberna de su propiedad en la calle de Alcalá. Allí le curó como pudo. Felipe Ducazcal se lo llevó luego a una clínica veterinaria, donde murió después de una larga agonía, a pesar de los cuidados que se le prodigaron.
Su muerte enlutó a todo Madrid, donde se habían compuesto canciones en su honor -incluida una polka-, publicado artículos y versos, puesto su nombre a golosinas y otros productos de diversa índole y editado el diario El perro Paco, que duró poco tiempo.
Los periódicos le dedicaron sentidas necrológicas y en los cafés –sus cafés...- se habló mucho tiempo con indignación y tristeza del injusto y cruel deceso de su cliente más ufano y jubiloso.
Aquel entrañable perrillo golfo…
Disecado por decisión de sus amigos de Fornos, el perro Paco permaneció algún tiempo en un pequeño museo taurino que había en la calle de la Fuente del Berro. Al cabo, el museo se desmanteló y el gozque fue enterrado en el Parque del Retiro.
España dio figuras destacadísimas en las ciencias, las artes y otras disciplinas, y fue cuna de héroes; pero también produjo bárbaros que nutrieron la crónica negra, como el novillero que mató al perro Paco.
Aquel entrañable perrillo golfo se convirtió en un fenómeno de masas. E ingresó en la historia de la Villa y Corte.
© José Luis Alvarez Fermosel
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