Primero y principal he de aclarar que cuando considero que la ocasión lo exige me visto con traje completo, camisa y corbata: práctica totalmente en desuso, ya lo sé, que me ha valido no pocos dicterios. No faltan, incluso, quienes me tildan de fascista por este hábito mío tan antiguo y tan poco, o nada acorde con la moda actual en materia de indumentaria masculina.
Otra costumbre mía no menos rara es la de conservar bien mis trajes –atuendos, en general- Me apego a ellos, además. Cuando tengo que desprenderme de alguno, porque al pobre le llegó su hora, me acomete una cierta melancolía.
Acto seguido me entra la preocupación de tener que hacerme un traje nuevo. Porque yo tengo muy mala suerte con los trajes nuevos.
Nunca olvidaré aquel traje gris fil a fil precioso, que me sentaba como muy pocos trajes me han sentado en mi vida.
La sopa
Un día me llamó mi amigo Manolo Escribano, que vivía muy cerca de mi casa, y me dijo: "Mis padres y mi hermana se van esta noche a cenar fuera y yo me voy a quedar sólo en casa; ¿por qué no te vienes a cenar conmigo y luego nos vamos al teatro, o a tomar una copa por ahí?”.
No tenía yo en aquellos tiempos en que era tan joven -¡ay…!- mi agenda muy cargada y Manolo era un amigo querido y con el que yo lo pasaba siempre bien, así que le dije que sí y a eso de las diez de la noche aterricé en su casa enfundado en mi nuevo traje gris, pensando en la salida después de la cena. Era la segunda vez que me lo ponía.
Cuando llegué a casa de Manolo estaba la mesa puesta y servida ya la sopa -una sopa de puchero muy sustanciosa, como tuve ocasión de comprobar en cuanto la probé-.
Nos sentamos a la mesa -yo con mi traje nuevo puesto, a quién se le ocurre-.
Empezamos a comer. La sopa estaba riquísima. De repente yo dije algo que le hizo gracia a mi amigo, que tenía la boca -tan grande que de un lengüetazo podía pegar un cartel de toros- llena de sopa. Se quiso reír, se atragantó, abrió la boca y de ella, convertida en surtidor, salió una considerable cantidad de sopa que vino a salpicar a conciencia la chaqueta de mi hermoso traje gris. Me la quité, la llevamos al dormitorio de Manolo, la pusimos sobre la cama, la rociamos de polvo de talco y..., para hacer la historia corta, las manchas jamás salieron, ni siquiera después de haber llevado el traje a la tintorería.
El Cuba Libre
Varios años después, en lo que hoy llamaríamos una “disco”, Christy Kulik, una novia holandesa que yo tenía entonces, volcó un Cuba Libre sobre los pantalones de un traje color té con leche, muy bonito también, que acababa de estrenar y ya no me sirvió más -no se cómo trabajaban entonces en las tintorerías-.
El verano siguiente, en una feria de muestras de la ciudad gallega de El Ferrol –que entonces se llamaba El Ferrol del Caudillo, porque Franco había nacido allí-, a mi amigo Carlos Perille se le ocurrió, ¡como una broma…!, poner un helado de palito -de crema y frutilla, por más señas- sobre el asiento del coche donde yo me iba a sentar.
Era de noche, y todo estaba a oscuras, así que no tuve noción de que hubiera un helado en ninguna parte hasta que me senté en él. La broma me costó otro traje -¿pero qué hacían en las tintorerías, coño!-
Más o menos por la misma época, esta vez en Madrid, caminaba una tarde de verano por la calle Fuencarral y, antes de llegar al Tribunal de Cuentas, en la acera de la derecha, casi tropecé con una gran escalera de mano abierta, con un hombre que pintaba la pared de un edificio. Tenía a su lado un gato negro.
Al pasar, rocé la escalera, que se movió. No se vinieron abajo el pintor ni el cubo de pintura, pero sí el gato, que cayó sobre mí y se deslizó a lo largo de mi cuerpo con las uñas sacadas, convirtiendo en jirones un traje azul lavanda que acababa de estrenar y me sentaba como un guante. ¡Increíble, pero cierto!
Tengo otras historias de trajes nuevos, pero no quiero aburrir contándolas. De ahí mi preocupación a la hora de encargarle al sastre que me haga un traje, o de comprarlo hecho en un negocio.
© José Luis Alvarez Fermosel
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