martes, 30 de agosto de 2011

La ondulada línea roja

Descubro una ondulada línea roja –no la delgada línea roja…- probablemente trazada por mi hermano, para probar un bolígrafo, en la mitad de una hoja en blanco, al final de un capítulo de una novela de aventuras.

Sé que el trazo lo hizo mi hermano porque él consiguió esa novela, y otras que integraron una colección en la que se narraban las aventuras de El Coyote: un bandido generoso que, al igual que El Zorro, “desfacía entuertos” galopando por valles y cañadas, poblados mineros y otros lugares de la California que ya era propiedad de los Estados Unidos, después de que México se viera obligado a cedérsela, en 1848, por el tratado de Guadalupe Hidalgo, junto con Texas, Arizona, Nuevo México, Nevada, Utah y Colorado: unos 2.480.000 kilómetros cuadrados de territorio.
“Vae victis!”. México había perdido una guerra con su vecino del Norte, que todavía no era un coloso. Antes, California fue española.

La saga de El Coyote

El escritor español José Mallorquí narró en una larga saga las aventuras de El Coyote, que vestido a la mexicana, cubierto el rostro por un antifaz negro, armado con dos revólveres y poseedor de un acendrado sentido de la justicia, la imponía por su cuenta y riesgo cuando el brazo de la ley, siempre calificado de largo, a su juicio era, por lo contrario, demasiado  corto.
El Coyote era un personaje que adoptaba César de Echagüe y Acevedo, un rico hacendado californiano que se mostraba como un millonario egoísta comodón, escéptico y con marcada propensión al “dolce far niente”.
Pero guardaba en un sótano de su rancho, en el fondo de un arcón, el sombrero charro, el traje negro y los Colts del 45 de El Coyote. Y en cuanto se cometía un desafuero, don César adoptaba el disfraz de El Coyote y galopaba hacia donde había que ponerle a alguien las peras a cuarto.
El coyote es muy parecido al lobo, abunda en los Estados Unidos, sobre todo en California. Aún hoy en día no es raro ver en Pasadena, Hollywood, San Diego o en una calle de Los Angeles un coyote procedente de las montañas que rodean esas y otras ciudades cruzando una avenida.
Entre los habitantes del lejano Oeste, los californianos y los chinooks,  el Coyote era una deidad benefactora. En los mitos de los indios shushwap y kutenai de la América británica figuraba como una entidad creativa, y en los cuentos folclóricos de los ashochími de California aparecía después de un diluvio y planta­ba en la tierra las plumas de diversos pájaros, que según su color se convirtieron en las diferentes tribus indias.

Un formidable éxito editorial

A mi hermano y a mí nos gustaban mucho las novelas de El Coyote. Salían en toda España, una cada dos semanas. Costaban 150 pesetas cada una, un precio más que razonable para la época. Constituyeron un formidable éxito editorial.
Quisimos hacer la colección, pero nunca llegamos a tenerla completa, porque prestábamos muchas novelas, que no se nos devolvían, como pasa siempre. Otras se extraviaban, o nos las quitaban, vaya uno a saber quién o quiénes, en aquel caserón de la Dehesa de la Villa (de Madrid) donde vivíamos, y donde recibíamos a tanta gente.
Otra editorial volvía a publicarlas y nosotros empezábamos de nuevo a coleccionarlas. Y así una y otra vez.
Mi hermano logró reunir y conservar los 27 primeros tomos, editados por Forum.

Pasaron los años…

Pasaron los años… Las novelas de El Coyote permanecieron alineadas una junto a  otra en la biblioteca. Mi hermano y yo nos ocupábamos de que no desapareciera ninguna, pero ya éramos mayores y lo que no hicimos fue comprar las que faltaban. Leíamos otros libros. Estábamos en otras cosas.
Ya radicado en Buenos Aires, en uno de los viajes que hice a Madrid, mi hermano me regaló las 54 novelas –cada tomo traía dos y, ya dije, mi hermano había conseguido 27-.
De cuando en cuando las releo, una por una. No han perdido, con el paso del tiempo. A decir verdad, cada vez descubro alguna perla, en más de una de ellas.
Mallorquí era un buen escritor de novelas populares. Y estaba dotado de una asombrosa capacidad de trabajo que le permitió crear otros personajes y cultivar con fortuna otros géneros literarios.
La ondulada línea roja garabateada por mi hermano campea en la novela “El final de la lucha”, al término del capítulo nueve. Sabe Dios por qué se le ocurrió trazarla. A lo mejor como señal para acordarse por donde iba en la lectura.
Pero a mí me agrada imaginar que quiso plasmar una síntesis –nunca sabré de qué- con ese rasgo en la novela que estaba leyendo, que tenía un título apaciguador: “El final de la lucha”.
Quizá mi querido hermano Manolo quiso decir que, en realidad, la lucha no había finalizado.

© José Luis Alvarez Fermosel

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