Antes -hasta hace muy poco-, el hombre era verdaderamente hombre, casi con H mayúscula. Es más, era macho. Un macho duro, rudo, bronco, brusco. Entraba en un bar, pedía una copa de ginebra o de coñac y se la bebía de un trago. Si se terciaba -siempre se terciaba-, pedía otra. Luego sacaba un cigarrillo del paquete que llevaba en un bolsillo de la chaqueta –porque el hombre de antes siempre usaba chaqueta- y se lo fumaba. Si había cerca una señora de buen ver, le soltaba un piropo, a veces subido de tono.
Si él estaba en el bar o en la calle con la señora en cuestión, y pasaba un atrevido y le decía una grosería, o le tocaba el traste, el hombre de antes le daba un saque y lo tiraba patas arriba.
Por estas y otras cuestiones parecidas se armaban en los bares multitudinarias peleas, semejantes a las de los "saloons” del lejano Oeste de las películas de vaqueros. Yo he participado en varias en el viejo Bar-o-Bar (o Bárbaro) -y en otros lugares-, junto a los inolvidables Miguel Briante, Jorge di Paola (“Dipi”), el Oso Smoje, Rodolfo Zibel y otros no menos conspicuos cultores de una noche porteña que no se parece nada a la de ahora, porque la de ahora es de otra gente y tiene otros códigos.
El hombre de antes comía y bebía de lo lindo. Le gustaba mucho el asado y la pasta. Y tomaba el vermú, o el batido de Gancia, o el fernet con aceitunas y trocitos de queso duro y salame. Otras veces le daba a la cerveza suelta con papas fritas o maníes salados.
Ese especimen ya extinguido tenía la obsesión de ser fuerte, de tener los hombros anchos, la espalda poderosa y los brazos musculosos, con los bíceps marcados. Era hombre de pelo en pecho, literalmente hablando. Tenía la barba muy cerrada, que le azuleaba el mentón. Iba a la cancha todos los domingos y vociferaba hasta quedarse ronco. También frecuentaba el club. Casi todos jugaban al fútbol o a la pelota a paleta en los pocos ratos que tenían libres. Porque, otra cosa, el hombre antiguo trabajaba como un negro. Muchos, sobre todo los más jóvenes, hacían fierros, es decir, levantaban pesas, o boxeaban. Ninguno se perdía ni una sola velada del Luna Park de Tito Lectoure, que fue el templo porteño del pugilismo por antonomasia.
Aquel hombre de antes era parlanchín y vital, de un vitalismo desaforado. También era inquieto y móvil, por así decirlo. Viajaba con frecuencia, para asistir a bodas y bautizos de hijos de parientes y amigos, a Tandil, Lobos, Ascochinga o Mar del Plata. Tenía coche. Siempre se las arreglaba para tenerlo. Cero kilómetros o de enésima mano, grande o chico, bien cuidado o hecho un cascajo, pero auto al fin.
El hombre antañón se vestía bien, dentro de los cánones clásicos. No faltaba un traje oscuro en su guardarropa. Generalmente iba de "blazer" azul o de chaqueta deportiva, pantalón de franela y mocasines -de Guido, o de Los Angelitos-. En verano usaba algún traje mil rayas y chaqueta blanca. Estamos hablando del hombre de clase media, que se podía permitir el lujo de comprarse ropa de vez en cuando, casi siempre a crédito.
Una de las características del hombre de otrora era su pasión por las mujeres. Vivía por y para las mujeres. Hasta en las tertulias de café —porque el hombre primitivo cultivaba las tertulias de café— se hablaba de mujeres. Cuando llegaba al matrimonio, ese hombrachón estaba bien corrido, era un experto en materia de sexo.
El hombre de aquellos tiempos era el único sostén de la familia. Trabajaba en relación de dependencia y le daba todo su sueldo, o casi todo, a su mujer, y ésta se encargaba de la administración y, como era natural entonces, de las tareas del hogar y del cuidado de los chicos, a veces sola y otras ayudada por su madre o por una empleada por horas, si ella trabajaba fuera de casa.
Los hijos respetaban al padre, que presidía las comidas…¡y cortaba y distribuía el pan! Cuando en la casa se escuchaba la frase "¡Se lo voy a decir a papá!", los niños temblaban y se quitaban de enmedio rápidamente. Pero el caso es que el padre no era un ogro. Sabía ser comprensivo, y tierno, y si bien sus hijos no le consideraban un amigo, ni él la fue nunca de tal, solía jugar con ellos y les contaba o leía cuentos de noche, a las cabeceras de sus camas, antes de que se durmieran.
El padre firmaba los boletines del colegio y repartía premios y castigos, según hubieran sido las calificaciones. Sabía poner límites y sus hijos le obedecían, le respetaban y le amaban.
En otro orden, el de aquellos tiempos, las etapas de la vida estaban perfectamente delimitadas. Se era niño hasta los 10 u 11 años y a partir de ahí empezaba la adolescencia, que se prolongaba hasta los 18 años. A esa edad se recibía la llave de la casa, uno podía fumar —pero no delante de los padres—, y conducir automóviles. Ya se había terminado el secundario y uno ingresaba en la Universidad o en una academia para cursar otros estudios, o aprendía un oficio, o uno se ponía a trabajar, porque se estudiaba o se trabajaba. En muchas oportunidades se hacían ambas cosas.
El hombre de ahora, de estos tiempos tan “cool” de principios de siglo y de milenio, no tiene nada que ver con el varón que acabamos de describir. No bebe más que gaseosas de cola, “leche manchada”, tisanas y agua mineral. No fuma, ni soporta que fumen delante de él. No piropea a ninguna mujer. Son ellas las que lo hacen y muchas se refieren deshinibidamente a su trasero. Entonces, el macho posmoderno se ruboriza y desaparece.
Si va por la calle con una chica a su lado -cosa muy rara- y alguien le falta al respeto, es ella quien hace frente al intruso y, si las cosas llegan a mayores, le pone fuera de combate de una patada de tae-kwon-do. El macho posmo no se ha peleado jamás, y nunca lo hará. ¡Pues, hombre, hasta ahí podían llegar las bromas!
Es muy sobrio, come poco y a deshora, y nunca sentado a una mesa, así que no sabe manejar los cubiertos ni las servilletas. No es de tomar aperitivos ni cerveza antes de comer, ni café después porque el café "tiene droga" (cafeína) y, además, pica.
El macho posmo no es fuerte, ni mucho menos. Tiene los hombros más bien estrechos y los brazos, delgados e informes, penden a sus costados como dos largos mostacholes. Tiene la tez pálida y es casi lampiño. Los que tienen barba se la dejan durante tres o cuatro días, después se afeitan en parte y conservan una barbita candado. A los pocos días se la quitan y se dejan las patillas -nunca el bigote solo, como hacía el hombre del pasado-. La última moda es dejarse una mosquita bajo el labio inferior.
No hace ningún deporte ni es vital, ni parlanchín. Por lo contrario, habla muy poco, tan así es que ha suprimido de su vocabulario expresiones como "buenos días”, "buenas noches”, "adiós" o "hasta luego", "por favor", "gracias", "perdón" y otras que considera inútiles y fuera de contexto. Nunca tuvo coche, ni lo tendrá. Se desplaza en bicicleta y, a veces, en "rollers". LLeva siempre remera negra y jeans. En verano, camiseta y bermudas, que dejan ver parte de sus piernas blancas, flacas y lampiñas. El macho posmo no tiene pelo en ninguna parte del cuerpo.
Con su mochila a la espalda, en la que lleva todos los elementos portátiles de comunicación de avanzada tecnología (celular, motorola, tarjetas magnéticas para hablar por teléfono y otros adminículos), el macho posmo anda por la vida a paso lento. De cuando en cuando se detiene frente a la vidriera de una juguetería, porque le encantan los juguetes, hasta el extremo de que colecciona muñecos de peluche que le regalan sus amigas. Novias no tiene, pero sí amigas.
Es que al macho posmo no le interesa el sexo. Considera que es algo lento, laborioso, pesado… Hay que afanarse, además, hay que saber, se transpira mucho…
El macho posmo no suele casarse, pero si lo hace su mujer es la que sale a trabajar. El se queda en casa, haciendo las tareas del hogar y cambiándoles los pañales a los bebés. No sabe cocinar, pero lava y plancha primorosamente.
Este muchacho de hoy en día es muy sensible, muy niño y tiene su costado femenino totalmente salido afuera, de lo que presume mucho. Es siempre joven, porque ahora la infancia se extiende sólo hasta los 7 años. A partir de ahí comienza la adolescencia, que temina a los 40, cuando empieza la juventud. Hoy uno es joven hasta los 60 años. De esa edad en adelante se es maduro. Los tiempos cambian.
El macho posmo… Pero hagamos una pausa, que hay mucha tela que cortar.
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
¡Ay, querido José Luis, cuanta razón tiene! Cuando conocí a mi marido, no digo que fuera como el de la foto, que me parece que es Charles Bronson, pero era un hombre hecho y derecho. El decía que tenía estaño. Como suele pasar, tuvimos 2 hijas. Hasta aquí, todo bien. Después de un tiempo, quedé embarazada. ¡Nació el varón! La alegría fue enorme por todas esas cosas que les solía pasar a los hombres con el machito. Hoy, nuestro hijo tiene... 32 años. Es inteligente, tiene buen porte, es ingeniero, pero mi marido dice que lo no entiende. Tiene todos, todos los tics o defectos que ud. enumera. Ha cambiado de trabajo millones de veces porque sus jefes lo persiguen, dice. Cuando la jefa es una mujer, dice que lo acosa. En fin, que no hay nada que le venga bien pero eso sí, sueña con ser padre. Mi marido le preguntó un día: ¿para qué? Contestó que por...¡ternura! Un abrazo grande y mi admiración de siempre. Isabel (Bella Vista)
Date por satisfecha, Isabel. Tienes un hijo que quiere ser padre por ternura porque no lo puede ser por ósmosis, pero es inteligente, ingeniero y tiene buena pinta. ¡Ya es algo! Como has debido de tenerlo muy joven, lo verás cuando él tenga 45 ó 50 años empezando a buscar su lugar en el mundo. Dile a tu marido que lo entiendo perfectamente, es decir, que entiendo que no entienda a esa ricurita. Ah, sí, en efecto, es Charles Bronson. Gracias por tu visita y tu comentario.
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