El dibujo –espléndido- de Carlos Freixas es una de las ilustraciones de la novela policíaca “El clan de los sicilianos”, de Auguste Breton, editada por Gallimard en 1961.
La estampa refleja con mucha expresividad una situación que no se plantea en la novela y nosotros interpretamos a nuestro aire.
El detective en la barra del bar, o del café de barrio, de un barrio no precisamente elegante.
La muchacha que atiende el café es de rompe y rasga. Rubia, con la melena sobre los hombros, en jarras, mira al detective con ganas de soltarle cuatro frescas, porque ya ha intuído que tras encender el cigarrillo va a empezar a hacerle preguntas que ella no tiene ninguna gana de contestar.
Lo que a ella le gustaría es que viniera al cafetín un chico alto, fuerte, rubio o moreno, no importa, buen mozo, que se acodara en la barra y justipreciara su belleza, que resalta entre las botellas y los vasos de vidrio ordinarios, en un local de regular, si no de baja categoría.
El investigador no pertenece a la policía oficial. Es un modesto pesquisante particular de edad mediana, que no se parece nada al Simón Templar (El Santo) de Leslie Charteris, el Phillip Marlowe de Raymond Chandler ni, mucho menos, el sofisticado Philo Vance de S. S. Van Dine.
Es un hombre vulgar, carente de apostura, con gafas, un espeso bigote negro –que vaya uno a saber, a lo mejor está teñido- y pelo gris y rizado, parte del cual se escapa de la boina que le cubre la cabeza. ¡Qué bizarro, un detective con boina! Quizás sea vasco, después de todo.
Se ve que mientras enciende su pitillo está pensando en la mejor manera de abordar a la rubia para interrogarla. La rubia no parece estar dispuesta al abordaje.
El dibujante no ha escatimado detalles. Al lado de la taza de café se ve el sobrecito de azúcar, roto, ya usado. La belleza del figurativismo, del dibujo hiperrealista de historieta.
Carlos Freixas fue un gran dibujante español, hecho al costado de su padre: Emilio Freixas, que alcanzó niveles de excelencia. Padre e hijo trabajaron juntos en algunas ocasiones. Carlos vivió en los años cincuenta en Buenos Aires, donde se dedicó por entero a la ilustración, destacando como historietista.
El dibujo que comentamos tiene movimiento y una concluyente fuerza expresiva. Y, quizás lo más importante, pone sobre el tapete –en este caso sobre el mostrador- una historia de café. Que cada uno imagine la suya.
Porque no es sólo que un transeúnte cualquiera haya entrado en el bar, pedido un café y esté encendiendo un cigarrillo, mientras una camarera rubia y guapa le mira con cara de pocos amigos.
Hay gato encerrado.
La estampa refleja con mucha expresividad una situación que no se plantea en la novela y nosotros interpretamos a nuestro aire.
El detective en la barra del bar, o del café de barrio, de un barrio no precisamente elegante.
La muchacha que atiende el café es de rompe y rasga. Rubia, con la melena sobre los hombros, en jarras, mira al detective con ganas de soltarle cuatro frescas, porque ya ha intuído que tras encender el cigarrillo va a empezar a hacerle preguntas que ella no tiene ninguna gana de contestar.
Lo que a ella le gustaría es que viniera al cafetín un chico alto, fuerte, rubio o moreno, no importa, buen mozo, que se acodara en la barra y justipreciara su belleza, que resalta entre las botellas y los vasos de vidrio ordinarios, en un local de regular, si no de baja categoría.
El investigador no pertenece a la policía oficial. Es un modesto pesquisante particular de edad mediana, que no se parece nada al Simón Templar (El Santo) de Leslie Charteris, el Phillip Marlowe de Raymond Chandler ni, mucho menos, el sofisticado Philo Vance de S. S. Van Dine.
Es un hombre vulgar, carente de apostura, con gafas, un espeso bigote negro –que vaya uno a saber, a lo mejor está teñido- y pelo gris y rizado, parte del cual se escapa de la boina que le cubre la cabeza. ¡Qué bizarro, un detective con boina! Quizás sea vasco, después de todo.
Se ve que mientras enciende su pitillo está pensando en la mejor manera de abordar a la rubia para interrogarla. La rubia no parece estar dispuesta al abordaje.
El dibujante no ha escatimado detalles. Al lado de la taza de café se ve el sobrecito de azúcar, roto, ya usado. La belleza del figurativismo, del dibujo hiperrealista de historieta.
Carlos Freixas fue un gran dibujante español, hecho al costado de su padre: Emilio Freixas, que alcanzó niveles de excelencia. Padre e hijo trabajaron juntos en algunas ocasiones. Carlos vivió en los años cincuenta en Buenos Aires, donde se dedicó por entero a la ilustración, destacando como historietista.
El dibujo que comentamos tiene movimiento y una concluyente fuerza expresiva. Y, quizás lo más importante, pone sobre el tapete –en este caso sobre el mostrador- una historia de café. Que cada uno imagine la suya.
Porque no es sólo que un transeúnte cualquiera haya entrado en el bar, pedido un café y esté encendiendo un cigarrillo, mientras una camarera rubia y guapa le mira con cara de pocos amigos.
Hay gato encerrado.
© José Luis Alvarez Fermosel
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