Se ponen escuditos o insignias (“pins”) en las solapas de los trajes, a falta de la cinta roja de la Legión de Honor francesa.
Van por el mundo con la nariz enhiesta, desafiando al mismísimo Júpiter Olímpico.
Como uno es español, se creen obligados a demostrar que ellos saben más de España que uno; y lo más importante, que tienen acceso a lugares muy buenos y, naturalmente, muy caros.
En cuanto nos ven en la inauguración de un restaurante, la presentación de un vino o un automóvil, o en cualquier otro… “evento” –como ellos dicen–, nos espetan con voz campanuda: “Acabamos de llegar de Madrid. Hemos comido varias veces en un restaurante muy bueno -¡y muy caro!- del barrio de Salamanca que seguramente tú no conoces…”.
Llevan la corbata a rayas, con un nudo triangular enorme, sobre la camisa a rayas. A algunos se les cae un poco de caspa en el hombro, y se ven las motitas blancas en la tela del traje negro, tan de moda.
Hablan de sus orígenes europeos, que sólo por el hecho de ser europeos ellos consideran aristocráticos. “Mi papá era vasco francés y mi mamá argentina, pero descendía de alemanes y belgas. ¡Ah cómo me gusta a mí viajar! Nosotros hemos pasado una buena parte de nuestra vida de turistas. El año pasado ‘hicimos’ Camboya, Vietnam y Tailandia”. Turistas, claro, no viajeros, que es otra cosa.
Llevan el reloj –Rolex, “of course”- con la cadena larga, de modo tal que resbale por debajo de la manga de la camisa y llegue casi hasta el principio de la mano, a fin de que se vea bien.
“¿Qué coche tienes ahora?”, te preguntan para informarte enseguida, sin que les dés tiempo a responder: “Yo he cambiado este año mi BMW por el último modelo”.
El BMW es el coche de todos ellos. Antes era el Mercedes Benz, nunca el Citroen “tiburón” –que en una época fue el coche oficial de los ministros de Francia-, ni el noble Ford, el Opel o el Peugeot –que ellos pronuncian “Peuyó”-.
No hace mucho tiempo usaban trajes brillantes que parecían metalizados, todos del mismo color azul eléctrico.
Siguen fumando habanos -¡carísimos!- sin quitarles la vitola.
Sus esposas tienen “personal trainers”, o entrenadores personales, pero lo dicen en inglés –casi lo único que saben decir en inglés-. Los pobres no pueden hacer carrera de ellas: los michelines no desaparecen.
Todas sueñan con tener un romance con su “trainer”, como se ve en el cine y las series de televisión. Pero ellos tienen ya 46 años, mujer e hijos y en el caso de querer tener un “affaire” lo tendrían con alguna de las jovencitas de impactantes cuerpos que se entrenan en el gimnasio, y aunque no lo son dicen que son modelos. Todas tienen novio y alguna un amante cincuentón, o sesentón, de abdomen prominente y ojos saltones que vive en un barrio cerrado con su familia.
Jamás dejan de hacer ostentación de su riqueza, su (presunto) conocimiento de la vida y el mundo; y, esencialmente, la política, en la que algunos militan, u operan.
Su obsesión es seguir la moda como quien sigue a una hurí en el desierto, en una alucinación. Claro que ellos no han estado nunca en un desierto. Ellos son un desierto.
Muchos se dan un toque en la escasa caballera que les queda. No hablemos de los que se tiñen el… “cabello” –decir pelo no es fino- de color mesa de comedor.
Desde que el teatro Colón reabrió sus puertas se les despertó una gran afición a la ópera, cosa que no dejan de comentarte, dando siempre por descontado que tú no tienes ni zorra idea del “bel canto”; tú no sales del pasadoble y el jipío del flamenco. Que no se enteren de que te gusta el tango, porque el tango es mersa.
En las catas de vino, ese nuevo… “evento” social tan en boga en el que se toma un trago de vino y luego se lo escupe, dicen que el vino que han probado tiene aroma de jarabe de creosota, tabaco negro, hojas de álamo húmedas de lluvia, pistachos quemados y cuero crudo.
¡Qué insoportables son!
Van por el mundo con la nariz enhiesta, desafiando al mismísimo Júpiter Olímpico.
Como uno es español, se creen obligados a demostrar que ellos saben más de España que uno; y lo más importante, que tienen acceso a lugares muy buenos y, naturalmente, muy caros.
En cuanto nos ven en la inauguración de un restaurante, la presentación de un vino o un automóvil, o en cualquier otro… “evento” –como ellos dicen–, nos espetan con voz campanuda: “Acabamos de llegar de Madrid. Hemos comido varias veces en un restaurante muy bueno -¡y muy caro!- del barrio de Salamanca que seguramente tú no conoces…”.
Llevan la corbata a rayas, con un nudo triangular enorme, sobre la camisa a rayas. A algunos se les cae un poco de caspa en el hombro, y se ven las motitas blancas en la tela del traje negro, tan de moda.
Hablan de sus orígenes europeos, que sólo por el hecho de ser europeos ellos consideran aristocráticos. “Mi papá era vasco francés y mi mamá argentina, pero descendía de alemanes y belgas. ¡Ah cómo me gusta a mí viajar! Nosotros hemos pasado una buena parte de nuestra vida de turistas. El año pasado ‘hicimos’ Camboya, Vietnam y Tailandia”. Turistas, claro, no viajeros, que es otra cosa.
Llevan el reloj –Rolex, “of course”- con la cadena larga, de modo tal que resbale por debajo de la manga de la camisa y llegue casi hasta el principio de la mano, a fin de que se vea bien.
“¿Qué coche tienes ahora?”, te preguntan para informarte enseguida, sin que les dés tiempo a responder: “Yo he cambiado este año mi BMW por el último modelo”.
El BMW es el coche de todos ellos. Antes era el Mercedes Benz, nunca el Citroen “tiburón” –que en una época fue el coche oficial de los ministros de Francia-, ni el noble Ford, el Opel o el Peugeot –que ellos pronuncian “Peuyó”-.
No hace mucho tiempo usaban trajes brillantes que parecían metalizados, todos del mismo color azul eléctrico.
Siguen fumando habanos -¡carísimos!- sin quitarles la vitola.
Sus esposas tienen “personal trainers”, o entrenadores personales, pero lo dicen en inglés –casi lo único que saben decir en inglés-. Los pobres no pueden hacer carrera de ellas: los michelines no desaparecen.
Todas sueñan con tener un romance con su “trainer”, como se ve en el cine y las series de televisión. Pero ellos tienen ya 46 años, mujer e hijos y en el caso de querer tener un “affaire” lo tendrían con alguna de las jovencitas de impactantes cuerpos que se entrenan en el gimnasio, y aunque no lo son dicen que son modelos. Todas tienen novio y alguna un amante cincuentón, o sesentón, de abdomen prominente y ojos saltones que vive en un barrio cerrado con su familia.
Jamás dejan de hacer ostentación de su riqueza, su (presunto) conocimiento de la vida y el mundo; y, esencialmente, la política, en la que algunos militan, u operan.
Su obsesión es seguir la moda como quien sigue a una hurí en el desierto, en una alucinación. Claro que ellos no han estado nunca en un desierto. Ellos son un desierto.
Muchos se dan un toque en la escasa caballera que les queda. No hablemos de los que se tiñen el… “cabello” –decir pelo no es fino- de color mesa de comedor.
Desde que el teatro Colón reabrió sus puertas se les despertó una gran afición a la ópera, cosa que no dejan de comentarte, dando siempre por descontado que tú no tienes ni zorra idea del “bel canto”; tú no sales del pasadoble y el jipío del flamenco. Que no se enteren de que te gusta el tango, porque el tango es mersa.
En las catas de vino, ese nuevo… “evento” social tan en boga en el que se toma un trago de vino y luego se lo escupe, dicen que el vino que han probado tiene aroma de jarabe de creosota, tabaco negro, hojas de álamo húmedas de lluvia, pistachos quemados y cuero crudo.
¡Qué insoportables son!
© José Luis Alvarez Fermosel
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¡Señoritos míos…!
¡Señoritos míos…!
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