sábado, 20 de noviembre de 2010

Reivindicación de la bofetada

Resuena en el Parlamento argentino el seco chasquido de las bofetadas.
La diputada Graciela Camaño le administró en plena cámara baja un sonoro bofetón a su colega Carlos Kunkel, de un partido distinto al suyo.
Esta vez no tuvo nada que ver la rivalidad política. Parece ser que Kunkel se pasó todo el año repitiendo, en plan de cachondeo, unas frases ya históricas, pronunciadas a finales del siglo pasado por el gremialista Luis Barrionuevo, marido de Graciela Camaño.
Lo que hace falta para que Argentina salga adelante es dejar de robar dos años seguidos. Nadie se hace rico aquí trabajando. Estas fueron, palabra más, palabra menos, las aseveraciones de Barrionuevo, que cobraron fuerza de sentencia. Muchos expresaron su total acuerdo con él. Unos pocos lo criticaron. Ahora aquellas frases fueron exhumadas por Kunkel, que se las enrostraba a Camaño un día sí y otro también, según declaraciones de la diputada que fueron ampliamente divulgadas por los medios.
La bofetada a Kunkel causó cierto revuelo, como era de esperar. La prensa se ocupó del hecho, también como era previsible, y los tremendistas de siempre montaron un cirio.
Pues, hombre, no fue para tanto. Bofetadas, trompicones, patadas y huevazos han volado por los parlamentos de Uruguay, México, Bolivia, y fuera de este continente en Alemania, Ucrania, Rusia, Corea… Hemos visto por televisión verdaderas batallas campales en el Congreso japonés.
Qué quieren que les diga: uno extraña la bofetada, la verdad. La bofetada espontánea, fresca, picante y activadora de la circulación de la sangre del rostro de quien la recibe.
La bofetada simple, o de un movimiento, o la de dos tiempos, derecho y revés; la rotunda y vibrante bofetada, bofetón, cachete, torta o bife –el mismo nombre tiene la pieza de carne más apreciada por los argentinos-, tenía mucha entidad y era muy práctica, aplicada con fundamento y oportunidad.
Se propinaba al que insultaba gravemente, o se burlaba de uno con ferocidad delante de otros, al acosador de oficina cuando uno se hartaba de su asedio, al que molestaba a una señora, al que nos había criticado injustamente a nuestras espaldas o al chisgarabís que, por una u otra razón, se la había ganado a conciencia.
El puñetazo es otra cosa. Un golpe de puño se le da a un hombre hecho y derecho. Es, además, el punto de partida para una pelea en la que se dirime algo trascendental. El puñetazo es contundente, pesado; lesiona, fractura. La bofetada es ligera. Tiene más de espuma, de encaje que de plomo. Es de salón.
Un buen par de bofetadas desestresa, descongestiona tanto al que lo da como al recipiendario.
El cacheteado suele quedarse más estatuario que el Comendador de don Juan Tenorio. A veces –la mayoría de ellas- porque sabe que se merece ese pequeño castigo. Otras porque no se esperaba que le llenaran la cara de dedos, como se dice en los barrios bajos de Madrid.
Las mujeres fueron siempre muy buenas dando bofetadas. Hay bofetadas históricas, como la que le atizó la infanta Luisa Carlota a la vista de varios cortesanos, en la antesala del dormitorio de Fernando VII, al ministro de Gracia y Justicia, Tadeo Calomarde.
La infanta Luisa Carlota era hermana de la reina María Cristina de Borbón, esposa de Fernando VII. El taimado Calomarde se apresuraba a cursar un codicilo -que acababa de firmar el monarca-, en el cual se anulaba el derecho al trono de la Infanta Isabel, hija de Fernando VII y María Cristina. Una pragmática había derogado anteriormente la Ley Sálica promulgada por Felipe V, en virtud de la cual las mujeres no podían acceder al trono.
El sopapeado Calomarde pronunció una frase que también se haría histórica, como las de Barrionuevo mucho después: “Manos blancas no ofenden”.
De nuevo en América del Sur, y más cerca en el tiempo, otro que recibió un buen par de bofetadas, en el hotel Alhambra de Montevideo, por más señas, y tambien ante una nutrida concurrencia, fue Raúl Odizzio, alcalde del departamento de Maldonado.
La agresora fue la bella y encantadora Celia Alvarez Mouliá, conocida como “Chela” Amézaga por su matrimonio con el abogado Juan José de Amézaga. El motivo fue una discusión por una ordenanza municipal que “Chela” entendió que perjudicaba a su familia.
La bofetada castigaba otrora una ofensa que daba lugar a un duelo. Fulgían los aceros o detonaban las largas pistolas de cañón octogonal. Y alguien moría o quedaba herido. Algunas veces los contendientes se reconciliaban sobre el terreno. No se podía insultar ni agredir impunemente.
Las bofetadas, naturalmente, ocuparon su lugar en el cine. La más famosa fue la que le dio Glenn Ford a Rita Hayword en Gilda.
“El que recibe las bofetadas” fue el título de la adaptación cinematográfica de una obra del dramaturgo español Alejandro Casona. Narciso Ibáñez Menta protagonizó la película en Buenos Aires, allá por el año 1947.
Todavía se dice en España que tal o cual hombre desmedrado y temeroso “no tiene ni media bofetada”, en alusión que no resistiría no dos, ni una, ni siquiera media, si las bofetadas pudieran partirse.
Como tantas otras cosas, la bofetada cayó en desuso. Y uno, que ha dado varias, la echa de menos, como quedó dicho.

© José Luis Alvarez Fermosel


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