Las mujeres, por regla general, no saben comprar el pan. No conjugan bien el maravilloso verbo ir por el pan.
A las mujeres, o a muchas de ellas, se les plantean problemas con el tiempo y con el pan, problemas que no suelen planteársenos a nosotros, los hombres, que ya desde pequeños sabemos ir a comprar el pan, como se ve en la foto que ilustra esta columna.
Infinidad de mujeres creen que el tiempo es de goma, y puede estirararse y encogerse a su antojo; o dicho de otro modo, para ellas puede hacerse en una hora lo que en realidad no puede hacerse antes de dos.
El tiempo las empitona, como toro a un torero cuando éste se descuida, y las manda a la arena.
Y a nosotros a la consulta del neurólogo, con los nervios destrozados de tanto esperarlas en las esquinas, en los cafés o en nuestras casas -cuando las mujeres son nuestras santas esposas-, a que terminen de maquillarse y podamos por fin salir con ellas a una reunión de padres en el colegio de los niños, al cine o a una cena.
No es, por tanto, que las mujeres, o muchas mujeres sean impuntuales, sino que carecen de la noción del tiempo, o son desordenadas. La gente que no tiene orden suele ser impuntual.
Piensan que el viejo e inexorable Cronos, cuyas sandalias son aladas, como las de Mercurio (últimamente estamos un tanto paganos), les puede hacer el favor de detenerse un rato, a fin de que ellas terminen de pintarse las uñas o de cambiar de una a otra cartera las mil y una cosas que llevan en ellas, tomándose su tiempo, como si el tiempo fuera sólo suyo, y no de todos.
Por eso las mujeres llegan siempre tarde a la panadería, concretamente cuando acaba de cerrar. Y nos dejan a los hombres sin el pan que, dicho sea esto de paso, en Buenos Aires no es tierno, dorado y crujiente, sino de goma, pero no importa, ya se sabe, es la humedad, es lo que hay. Es, sea como sea, el pan que tenemos que ganarnos con el sudor de nuestra frente.
Y hay que conformarse con el pan de ayer, sí es que ayer sobró pan, pasado por el horno, recalentado, que no es como el pan del día. ¡Ni que hablar de los sábados y los domingos! El fin de semana es tiempo de galletas express, tostadas o ese pan de los americanos que nosotros llamamos lactal, o el otro, con el que se hacen los sandwiches de miga.
Es que las mujeres, ya digo, no saben ir por el pan. Lo cual es una lástima, porque como dice Paco Umbral –a quien cito tanto- si se sabe ir por el pan uno va por la calle con el pan en la mano, poniendo oro de pan en los gules del cielo, como un personaje de Magritte, el callado surrealista belga que pintaba panes voladores en el sol del mediodía.
Uno vuelve a su casa con la “baguette” bajo el brazo, como el niño de la foto, a quien se ve tan contento, tan alegre.
Porque es una delicia ir a la panadería y sentir en ella el olor del pan recién hecho, ver los panes brillantes, ordenados, diciendo “¡llevádme!”, apreciar su hermoso color dorado y, al traerlos a casa, recién comprados, sentir su tibieza a través del papel que los envuelve y hacernos la ilusión de que palpitan como pájaros.
A las mujeres, o a muchas de ellas, se les plantean problemas con el tiempo y con el pan, problemas que no suelen planteársenos a nosotros, los hombres, que ya desde pequeños sabemos ir a comprar el pan, como se ve en la foto que ilustra esta columna.
Infinidad de mujeres creen que el tiempo es de goma, y puede estirararse y encogerse a su antojo; o dicho de otro modo, para ellas puede hacerse en una hora lo que en realidad no puede hacerse antes de dos.
El tiempo las empitona, como toro a un torero cuando éste se descuida, y las manda a la arena.
Y a nosotros a la consulta del neurólogo, con los nervios destrozados de tanto esperarlas en las esquinas, en los cafés o en nuestras casas -cuando las mujeres son nuestras santas esposas-, a que terminen de maquillarse y podamos por fin salir con ellas a una reunión de padres en el colegio de los niños, al cine o a una cena.
No es, por tanto, que las mujeres, o muchas mujeres sean impuntuales, sino que carecen de la noción del tiempo, o son desordenadas. La gente que no tiene orden suele ser impuntual.
Piensan que el viejo e inexorable Cronos, cuyas sandalias son aladas, como las de Mercurio (últimamente estamos un tanto paganos), les puede hacer el favor de detenerse un rato, a fin de que ellas terminen de pintarse las uñas o de cambiar de una a otra cartera las mil y una cosas que llevan en ellas, tomándose su tiempo, como si el tiempo fuera sólo suyo, y no de todos.
Por eso las mujeres llegan siempre tarde a la panadería, concretamente cuando acaba de cerrar. Y nos dejan a los hombres sin el pan que, dicho sea esto de paso, en Buenos Aires no es tierno, dorado y crujiente, sino de goma, pero no importa, ya se sabe, es la humedad, es lo que hay. Es, sea como sea, el pan que tenemos que ganarnos con el sudor de nuestra frente.
Y hay que conformarse con el pan de ayer, sí es que ayer sobró pan, pasado por el horno, recalentado, que no es como el pan del día. ¡Ni que hablar de los sábados y los domingos! El fin de semana es tiempo de galletas express, tostadas o ese pan de los americanos que nosotros llamamos lactal, o el otro, con el que se hacen los sandwiches de miga.
Es que las mujeres, ya digo, no saben ir por el pan. Lo cual es una lástima, porque como dice Paco Umbral –a quien cito tanto- si se sabe ir por el pan uno va por la calle con el pan en la mano, poniendo oro de pan en los gules del cielo, como un personaje de Magritte, el callado surrealista belga que pintaba panes voladores en el sol del mediodía.
Uno vuelve a su casa con la “baguette” bajo el brazo, como el niño de la foto, a quien se ve tan contento, tan alegre.
Porque es una delicia ir a la panadería y sentir en ella el olor del pan recién hecho, ver los panes brillantes, ordenados, diciendo “¡llevádme!”, apreciar su hermoso color dorado y, al traerlos a casa, recién comprados, sentir su tibieza a través del papel que los envuelve y hacernos la ilusión de que palpitan como pájaros.
© José Luis Alvarez Fermosel
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