No pude evitar pararme ante el escaparate de la gran tienda de lujo, frente a la plaza, muy cerca de la calle peatonal.
¡Cuántas cosas preciosas, todas confeccionadas con el noble cuero argentino! Carteras, cinturones, zapatos, chaquetas…
Prendas y objetos de piel de yacaré, el pérfido señor de los esteros del Iberá, o del carpincho del sur de la provincia de Buenos Aires, cuyo nombre autóctono es capibara, que en guaraní significa comedor de hierba.
Llamaron mi atención una cartera de granulada piel de ñandú, el velocísimo avestruz suramericano, y un facón de puño de plata. Si la tienda no hubiera estado cerrada, quizás habría entrado para ver de cerca la billetera, y acaso comprarla.
Escuché hablar a mi lado el portugués de Brasil, que me suena siempre tan raro. La ciudad está llena de turistas brasileños.
Se había levantado un vientecillo alborotador. El cielo estaba agitado a baja altura, como a orillas del mar cuando se anuncia una galerna.
De pronto la vi. Salió caminando con imperio desde un extremo de la vidriera, por dentro. Lenta, oscura, ominosa. La cucaracha.
Tomándose su tiempo, el insecto caminó por una callecita formada entre un cortapapeles dorado y un monedero de piel cruda.
A juzgar por su determinación, debía ser una hembra; quizás estuviera fecundada y buscara un lugar donde desovar.
Avanzó hacia un señalador de libros de cuero finísimo, teñido de azul.
En ese momento recibió un rayo del sol mortecino del crepúsculo, que se filtró por la cristalera y la convirtió en un repeluzno bruñido, de color pardo oscuro, con reflejos azufrados.
Sorteó un pequeño anotador y se dirigió hacia un par de guantes de carpincho, que ocupaban un rincón, a la derecha del escaparate. Se detuvo un instante y acto seguido se introdujo en uno de los guantes.
La tienda estaba cerrada.
¡Cuántas cosas preciosas, todas confeccionadas con el noble cuero argentino! Carteras, cinturones, zapatos, chaquetas…
Prendas y objetos de piel de yacaré, el pérfido señor de los esteros del Iberá, o del carpincho del sur de la provincia de Buenos Aires, cuyo nombre autóctono es capibara, que en guaraní significa comedor de hierba.
Llamaron mi atención una cartera de granulada piel de ñandú, el velocísimo avestruz suramericano, y un facón de puño de plata. Si la tienda no hubiera estado cerrada, quizás habría entrado para ver de cerca la billetera, y acaso comprarla.
Escuché hablar a mi lado el portugués de Brasil, que me suena siempre tan raro. La ciudad está llena de turistas brasileños.
Se había levantado un vientecillo alborotador. El cielo estaba agitado a baja altura, como a orillas del mar cuando se anuncia una galerna.
De pronto la vi. Salió caminando con imperio desde un extremo de la vidriera, por dentro. Lenta, oscura, ominosa. La cucaracha.
Tomándose su tiempo, el insecto caminó por una callecita formada entre un cortapapeles dorado y un monedero de piel cruda.
A juzgar por su determinación, debía ser una hembra; quizás estuviera fecundada y buscara un lugar donde desovar.
Avanzó hacia un señalador de libros de cuero finísimo, teñido de azul.
En ese momento recibió un rayo del sol mortecino del crepúsculo, que se filtró por la cristalera y la convirtió en un repeluzno bruñido, de color pardo oscuro, con reflejos azufrados.
Sorteó un pequeño anotador y se dirigió hacia un par de guantes de carpincho, que ocupaban un rincón, a la derecha del escaparate. Se detuvo un instante y acto seguido se introdujo en uno de los guantes.
La tienda estaba cerrada.
© José Luis Alvarez Fermosel
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