sábado, 13 de noviembre de 2010

Vestal paseandera

Hay una canción que es un clásico del jazz, Rata paseandera (“Muskrat Ramble”) compuesta en 1926 por Edward Ory, que usó toda su vida el seudónimo de Kid Ory.
Pues bien, yo me topé el otro día con una vestal (1) paseandera en la calle Corrientes.
Venía yo de comprar el pan –las mujeres no saben comprar el pan, y esto será tema de otra columna-, cuando la vi caminando a mi derecha.
Pasaría apenas de los cincuenta años. No era rubia ni morena, ni gorda ni delgada, ni alta ni baja. Tenía el rostro ligeramente atezado y las facciones borrosas. Sólo destacaban su ceño fruncido y su boca apretada, que parecía una cuchillada, tan finos eran sus labios.
Vestía una blusa azul, un pantalón de un tono amarillento y calzaba zapatos bajos, sucios.
Iba arrancando de todas partes los papelitos de las vendedoras de amor.
Las vendedoras de amor –llamémoslas así, siquiera por una vez- proliferan por doquier en estos tiempos de crisis.
Las más humildes se anuncian en Buenos Aires en la vía pública, en papelitos de aproximadamente 12 por 7 centímetros en los que aparecen fotografiadas, ligeras de ropas y en posturas provocativas.
Dan conocer las direcciones donde… “atienden”, los números de teléfono y ofrecen, por un óbolo modesto, el oro y el moro, ya ustedes me entienden.
En las esquinas de las calles céntricas, hombres de edad indefinida y talante sombrío ofrecen a sus congéneres esos volantes.
Otros similares constelan la ciudad, adheridos a las columnas del alumbrado, los semáforos, las cabinas de los teléfonos públicos y los muros, en los que campean grandes carteles con consignas políticas.
La vestal desgarraba los papelitos de las vendedoras de amor presa de una especie de rabia, lo mismo que se encarniza un niño con un muñeco, o pisotea un juguete. Luego se metía en un bolsillo los papeles rotos.
Marchaba con paso casi militar, como si integrara un pelotón policial que acudiera urgentemente a preservar el orden alterado por una manifestación de estudiantes.
En vez de rasgarse las vestiduras, tan anodinas como ella pero seguramente caras, como todas las vestiduras, la vestal rasgaba los papelitos de las practicantes del segundo oficio más antiguo del mundo –el primero es el de madre-.
Las que no se anuncian en las calles se mueven en niveles altos.
Algunas son universitarias. Muchas hablan varios idiomas, o por lo menos inglés. Otras proceden de estamentos no precisamente ancilares, y sus nombres y direcciones están en “books” guardados celosamente.
Viene a propósito de lo que estamos escribiendo el breve diálogo mantenido entre una señora despechada y el dramaturgo y poeta francés Alexis Piron:
- Entonces, ¿vos no hacéis el amor?
- No, señora; lo compro hecho.
Se había levantado un vientecillo cálido, aprisionado entre los adoquines y el cielo bajo, de color espliego.

(1) Según la mitología romana, las vestales eran sacerdotisas vírgenes que debían mantener constantemente encendido el fuego del templo de Vesta.

© José Luis Alvarez Fermosel

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