La galleta marinera, insípida y dura como una piedra, era infaltable en el menú de la tripulación del barco, menú que no tenía nada de apetitoso, aunque algunos guisos como el marmitako y la fideua, a cual más rico, se originaron en los pesqueros que surcaban el Cantábrico. Sabida es la habilidad del español para hacer un buen plato con cuatro cosas.
Volviendo a la galleta marinera, ésta quedó como sinónimo de embrollo, dificultad o mal trago de cualquier índole: recibir una regañina era comerse una galleta; si una novia nos dejaba, nos había colgado la galleta.
Pasó el tiempo, y aunque ese conglomerado de harina, que más parecía de arena, siguió presente en la mesa de los marineros, las expresiones lingüísticas fueron acomodándose a los nuevos tiempos, las nuevas costumbres y las nuevas “delicacies” gastronómicas.
Es así que aparecieron en Buenos Aires, allá por los 40, unas galletas llamadas “Lolitas” –como el nombre de la protagonista de la novela de Nabokov, de la cual se hizo una película muy taquillera en 1962, dirigida por Stanley Kubrick y protagonizada por Sue Lyon y James Mason-.
Con el tiempo las “Lolitas” pasaron a ser “Lolas”, pero su sentido, o su aplicación a la gastronomía elemental no cambió. En fin de cuentas, eran galletas, y se supone que al principio fueron miradas con aprensión al menos por los marineros.
Pero la expresión “No querer Lola”, o “No querer más Lola” parece ser que surgió en los hospitales, donde la galleta Lola sin aditivos integraba la dieta de los enfermos. Por eso, cuando alguien moría se decía: “Este no quiere más Lola”.
El dicho se aplica desde entonces a quienes no quieren seguir intentando lo imposible.
© José Luis Alvarez Fermosel
Fuentes:
* Tres mil historias de frases y palabras que decimos a cada rato, por Héctor Zimmerman.
* Telam
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