martes, 25 de octubre de 2011

Sobre el agua y el vino


No sólo nosotros hemos escrito largo y tendido contra el consumo excesivo de agua, una de las modas más importantes e influyentes de nuestros tiempos que, empero, puede ocasionar enfermedades, algunas de ellas muy graves.
Este blog contiene –además de mis protestas contra la barbaridad que supone beber tres litros de agua por día, más los otros líquidos que se ingieren normalmente-, testimonios de lectores que confesaron que contrayeron graves enfermedades de riñón, y de otros órganos del cuerpo, por no hacer casi otra cosa durante todo el día que beber agua… ¡mineral, o saborizada, eso sí!
Tan malo sería beber dos o tres litros de vino por día, aunque se sabe de gente que lo hizo y sobrevivió, sin mayores problemas.
Lo bueno, lo razonable, lo propio de gente sensata, por mucho que le guste el agua -¡es tan rica…!- o el vino es hacer una ingesta discreta de una cosa y de la otra. También en esto la virtud está en el término medio.
Así lo recomienda el periodista francés Bernard Pivot, autoridad en ambas bebidas, aunque hace más consumo de una que de otra. Les dejamos con la intriga, así leen el texto que sigue y salen de dudas.
Bernard Pivot nació en Lyon en 1935. Periodista y crítico literario, es conocido internacionalmente como director y presentador de programas culturales de la radio y televisión de Francia. En 2004 fue elegido miembro de la Academia Goncourt.  

En 1981, fui invitado por Maurice Denuzière a Mersault, donde iba a recibir  el premio de la Paulée. Bajé en coche con su editor, Jean-Claude Lattès, valeroso propietario de veinte hectáreas de “côtes du Luberon”, y actualmente un amigo de hace más de cuarenta años.
A la entrada de Meursault, un guardia de tráfico me hizo una señal para que detuviera mi SM. Inquieto -¿qué infracción habría cometido?-, lo aparqué en el bordillo de la acera y bajé el cristal.
- Buenos días, señor -me dijo el gendarme con aire severo-. No puede usted seguir adelante así...
- ¿Cómo, así?
- ¿Ha visto lo que lleva en la bandeja de atrás de su coche?
Me volví a mirar.
- ¡Si es una botella de agua mineral!
- El agua está prohibida en Meursault durante la Paulée -declaró el guardia, entre serio y divertido-. Aguarde un momento...
Regresó con una botella de vino y la colocó en el lugar de la botella de agua, que confiscó...
En los tiempos que corren es imposible ya imaginar que un guardia se atreva a hacer una broma o un gesto semejantes, ni siquiera en Borgoña. Al contrario, la vista de una botella de agua en un coche podría valerle al conductor las felicitaciones de la comisaría y una condecoración en el acto con la Orden al Mérito Nacional.
Durante siglos, se entendió que a cualquier bebedor de agua no le gustaba el vino y que todo bebedor de vino detestaba el agua. Este sectarismo idiota, este integrismo fundamentalmente báquico, produjo una deprimente literatura que se burlaba del agua y la despreciaba. Las bromas sobre el agua que ahoga, que oxida o que reblandece, son tan numerosas como los versos de cabaret sobre el hombre salvado de las aguas por lo divino.
Existen al menos dos razones para esta “acuafobia” o “hidrofobia” (Diderot emplea la palabra “hidrófobo” en Jacques el Fatalista): durante mucho tiempo, el agua, incluso la extraída de la fuente o el pozo, careció de buena reputación entre los médicos. Todavía oigo rezongar a mi madre porque yo bebía agua entre las comidas. No es que su filiación beaujolesa la convirtiera en una enemiga hereditaria del agua, sino que estaba sencillamente convencida de que ésta era más nociva que benéfica para la salud de sus hijos. (Tras haber atravesado con el filo de su espada a un puñado de ingleses, el Gran Ferré murió por haber bebido, mientras sudaba, agua demasiado fresca. Mi madre apeló a veces en su ayuda a este Obelix medieval para prevenirme contra las grescas, la transpiración o el agua.)
La otra razón por la que los bebedores de vino aborrecían el “señorío agua del grifo” o el “zumo de paraguas” era porque, entonces, no era extraño que se vertiera en copas que contenían verdaderos châteaux. Efectivamente, cortar el vino cuando era excelente competía, si no a la criminalidad, sí al menos a la delincuencia. Pero cuando se trataba de un vino peleón, ¿qué mal había en añadirle agua para suavizar la pócima?
Actualmente, el agua mineral, embotellada, con o sin burbujas, goza de una reputación que la mayoría de los productos que se come o bebe bien podrían envidiarle. De sospechosa y facultativa, se ha acabado convirtiendo en virtuosa y obligatoria. Los “hidrófilos” triunfan por doquier, incluso en los restaurantes, sobre todo al mediodía, hora en que las aguas destronan al vino. El domingo de Vinexpo 2003, día en que hacía un calor agobiante, sobre las decenas de mesas en las que almorzaban los oficiales, los expositores, los compradores, los visitantes, etc., no pude contar en total más que dos botellas de vino en cubos de hielo. ¡Por todas partes reinaba el agua de Badoit!
Ahora se admite que las copas de agua estén presentes para colaborar en el esplendor de la mesa. A condición de no beberlos en la misma copa, agua y vino pueden convivir en el curso de una misma comida. Los profesionales del vino y sus más finos degustadores pueden ser también dietéticos bebedores de agua. Como los perros y los gatos, que en el pasado se detestaban y que cada vez en mayor número viven juntos y se soportan, el agua y el vino se han reconciliado en el aprecio y el estómago del consumidor.
Esta ascensión social del agua, frecuentemente en detrimento del vino, es bastante paradójica ya que éste nunca ha sido tan bueno ni aquélla, en estado natural, tan repugnante. Dice Jean-Claude Carrière: “Al contrario que el agua, que ha perdido pureza y frescura, el vino ha ganado carácter, gusto, diversidad y gloria” (El vino blanco nuevo). Pero llegaron las aguas minerales, lo dietéticamente correcto, la tiranía del vientre plano, el miedo de la báscula y de la policía, y, con o sin burbujas, el agua extendió su imperio. Al igual que existen drogotas del vino, de la cerveza y de la Coca-Cola, también existen actualmente enganchados a los “estupévians”, drogotas del agua. ¿Fue pensando en ellos que, con un siglo de adelanto, Alphonse Allais dijo: “Si fuera rico, mearía todo el tiempo”?
Los geógrafos y los economistas piensan que, dentro de unos años, escaseará el agua sobre la tierra. Se volverá un producto cada vez más raro y costoso. ¿Habrá que desalar los mares? A la espera de esos tiempos que nos parecen a pesar de todo bastante lejanos, hay una superproducción de vino en el mundo. Cada vez se ponen más en el mercado y se bebe cada vez menos. El agua es un valor en alza, mientras que el vino es un valor a la baja. El agua ha logrado su revancha sobre el vino. En las bodas de Caná versión 2086, Jesús transformará el vino en agua.

© Por la transcripción: J. L. A. F.

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