lunes, 22 de junio de 2009

El destructor de rocas

Sus aventuras superaron las de grandes ex­ploradores como Buffalo Bill o el Capitán Cook y, un siglo y un lustro después de su muerte, Henry Morton Stanley (1841-1904) sigue inflamando las imaginaciones.
Llamado por los africanos "Bula Matari" ("El destructor de rocas"), este hombrecito de 1 metro y 62 centímetros, decidido y feo, nació con todas las de perder: fue hijo bastardo de una criada en la dura Gran Bre­taña del siglo XIX.
Quien habría de convertirse en periodista y explorador de nombradía universal vino al mundo el 28 de enero de 1841 en Denbigh. Hijo ilegítimo, su madre lo ano­tó en los libros de la iglesia de Saint Hilary de Denbigh (Gales del Norte) como "John Rowlands, bastardo".
Sufrió a lo largo de toda su vida aventurera las consecuencias de sus… “orígenes bajos y deshonrosos”, es­cribe, impiadoso, John Bierman en una biografía aparecida hace algunos años en Buenos Aires, que los lectores arrebataron de las librerías. Parece que ahora va a salir una nueva edición.
Sin embargo, Rowlands, convertido en Henry Stanley en Nueva Orleans (Estados Unidos), trabajó como norteamericano -aun­que no se nacionalizó hasta 1885- para el dia­rio Herald de Nueva York.
Se ganó a fuerza de puños la fama de perio­dista y explorador del África negra que inclu­so la exigente sociedad victoriana inglesa tu­vo que reconocer.
Posteriormente escribiría también para el Daily Telegraph de Londres, que le financió, conjuntamente con el Herald, algunas de sus expediciones.
Antes de alcanzar tanto renombre, Stanley luchó durante nueve meses como soldado del Ejército Confederado en la guerra norteamericana de Secesión (1861-1865).
Fue tenedor de libros, aprendiz de impresor, minero, buscador de oro y peón de fundición.
Su sed de aventuras le llevó a navegar 1.000 kilómetros por las rápidas aguas del Río Pla­ta, de Denver a Omaha (Estados Unidos) en una embarcación de fabricación casera.
Des­pués viajó a Esmirna (ahora Izmir), en la cos­ta occidental de Turquía, y fue prisionero de los turcos.
De nuevo en Estados Unidos, se incorporó a la expedición Hancock como explorador y rastreador. En el "Far West" conoció y entrevistó al famo­so pistolero Wild Bill Hickok y fue testigo de las guerras indias. De todo esto informó en crónicas que publicó como "free lance" en varios periódicos.
Iba a sentar los cimientos de su fama cuan­do, ya contratado por el diario Herald de Nueva York, formó parte de la expedición de castigo que los ingleses enviaron contra Theodóre, emperador de Abisinia (ahora Etiopía, África oriental), que furioso por un supuesto desaire que le había hecho la reina Victoria, retuvo durante años a un grupo de diplomá­ticos británicos y sus familias.
También cubrió Stanley en Madrid la revolución de setiembre de 1868 que derrocó a la reina Isabel II de Borbón.
La hazaña que le hizo ingresar en la historia fue el descubrimiento del médico David Livingstone (1813-1873) en las solitarias riberas del lago Tanganika, después de que el hasta entonces más connotado explorador de Inglate­rra permaneciera perdido durante varios años.
Allí fue cuando Henry Morton Stanley pro­nunció la frase que le seguiría hasta el resto de sus días y le definiría, incluso des­pués de su muerte, ante millones de seres que quizá de otro modo jamás hubieran oído hablar de él: “Doctor Livingston, I presume” (“Doctor Livingstone, presumo”)
Stanley descubrió en otras expediciones a África los lagos Victoria, Uganda, Alberto y Leopoldo.
Publicó once libros y centenares de folletos y artículos, se hizo mundialmente famoso, reci­bió premios y honores y fue honrado con el titulo de Sir.
Pero también se le calumnió, denostó y criti­có acerbamente, relacionándosele con el que según Bierman fue "el acto más importante de piratería geopolítica del siglo XIX: la crea­ción del Estado Libre del Congo (hoy Zaire) con su patrón, el rey Leopoldo II de Bélgica (1835-1909)".
En la pormenorizada biografía de John Bier­man se califica a Henry Morton Stanley de ejemplo de las primeras exploraciones al África, que constituyeron para los ingleses del siglo XIX una aventura análoga a los via­jes espaciales de nuestra era.
"Stanley fue un autodidacta que, imbuído del triunfalismo de la cultura británica, conquis­tó un continente con su audacia, los recursos económicos de sus patrocinadores y su simple afición a la lucha sangrienta”, dice Bierman.
En "La leyenda de Henry Stanley", Bier­man lleva al lector al interior del hombre y a la vasta tierra que él descubrió en un lugar que, como dijo el escritor inglés Graham Greene (1904-1991), permanece en mu­chas formas como lo que fue para los ingle­ses victorianos: "un confuso continente inex­plorado con la forma de un corazón humano".
Bierman no simpatiza con Stanley, y lo muestra en su libro. "Fue un símbolo de su época –dice-. Era prepotente, fanfarrón, hipócrita, derrochador y menti­roso". Pero se ve obligado a reconocer que el gran explorador "fue un individuo fir­me, valeroso, resistente, poseedor de infini­dad de recursos y.... un jefe inspirado".
Quizá la más larga y más difícil exploración del bastardo gales John Rowlands, o Sir Henry Morton Stanley, fue la que emprendió por su fuero interno desde los duros comien­zos de su vida, huyendo de una sociedad en la que se sentía profundamente incómodo y buscando siempre la dignidad propia.



© José Luis Alvarez Fermosel

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