Pasa el tiempo, pasan cosas, la tecnología se sofistica día a día, la globalización nos reune, nos aglutina cada vez más, el mundo es ya menos que un pañuelo: es como uno de esos pañuelitos de papel que no sirven más que para limpiar los cristales de las gafas, y que nos hacen evocar aquellos pañuelos grandes de batista suiza, o de seda, con nuestras iniciales bordadas, como los monogramas de las camisas.
¡Eran otros tiempos…! Vivíamos en pisos grandes, en casas de familia de muchas habitaciones, incluída la de la empleada doméstica -en la que también dormía la cocinera-, la de huéspedes y un cuarto trastero, o en algunos casos una buhardilla o altillo; teníamos biblioteca, muebles de estilo, cocinas con “office”, con azulejos en las paredes y baños amplios y cómodos, con cortinas claras y armaritos con espejos y una luz arriba.
En los armarios cabía de todo, tenían un espejo de luna en el que se veía uno de cuerpo entero para ajustarse el nudo de la corbata –que ya no usamos de vez en cuando más que algunos nostálgicos- y para comprobar si los zapatos (Oxford) estaban brillantes.
Si se vivía en el campo se disponía de un jardín, con piscina o sin ella, pero donde al menos podía retozar el perro. Había terrazas, a las que se les llamaba azoteas. En fin, lo normal.
Lo primero que hay que tener en cuenta ahora es el Feng Shui. ¿La cama al norte o al oeste?, ¿el plasma al norte o al sur? El sur también existe, aprovechemos para decirlo, ya que hasta ahora no lo ha dicho nadie.
No hay que ser necesariamente partidario de la cultura “trash”, es decir, de los deshechos, de la basura: el jarrón hecho con una botella de gaseosa vacía, el cuadro con papel reciclado, la caseta del perro con latas de coca-cola oxidadas.
Pero el minimalismo es interesante. Como es sabido, lo predicó, sin saberlo, el arquitecto alemán Mies van der Rohe con su “menos es más” y lo compraron en los sesenta para denominar culturas sin forma.
Para que se entienda mejor, el minimalismo es el estilo de la reducción extrema: paredes sin zócalo, ventanas sin marco, armarios sin tiradores; color blanco absoluto, o combinado con negro. Ni adornos, ni color…¡ni leches!
El descontructivismo también está de onda, aplicado a la arquitectura y el diseño. Dicen los que saben que ha hecho mucho daño, pero que también ha producido alguna obra maestra con sus edificios fragmentados, sus plantas rotas, sus ángulos esotéricos y escaleras sin barandas que se pierden hasta no se sabe dónde y es mejor no empezar a subirlas.
Casi está uno por quedarse con los “lofts”: espacios generosos, sin particiones, sin tabiques, sin puertas, luminosos –algunos-. Empezaron a ponerse de moda en Tribeca, al sur de Manhattan (Nueva York) y proliferaron en función de la conversión de edificios industriales en viviendas contemporáneas. El macho posmo los llama espacios.
Las viviendas, sí ¿Y las oficinas? Ah, tenemos la ofimática, que es un conjunto de programas y equipos electrónicos que conforman una oficina automática, a la que ya vamos en monovolumen, sustituto de la antigua furgoneta o camioneta, ya que se trata de un automóvil que, a diferencia de los convencionales, está hecho de una sola pieza, sin morro, sin maletero, sin nada: un coche minimalista.
¡Eran otros tiempos…! Vivíamos en pisos grandes, en casas de familia de muchas habitaciones, incluída la de la empleada doméstica -en la que también dormía la cocinera-, la de huéspedes y un cuarto trastero, o en algunos casos una buhardilla o altillo; teníamos biblioteca, muebles de estilo, cocinas con “office”, con azulejos en las paredes y baños amplios y cómodos, con cortinas claras y armaritos con espejos y una luz arriba.
En los armarios cabía de todo, tenían un espejo de luna en el que se veía uno de cuerpo entero para ajustarse el nudo de la corbata –que ya no usamos de vez en cuando más que algunos nostálgicos- y para comprobar si los zapatos (Oxford) estaban brillantes.
Si se vivía en el campo se disponía de un jardín, con piscina o sin ella, pero donde al menos podía retozar el perro. Había terrazas, a las que se les llamaba azoteas. En fin, lo normal.
Lo primero que hay que tener en cuenta ahora es el Feng Shui. ¿La cama al norte o al oeste?, ¿el plasma al norte o al sur? El sur también existe, aprovechemos para decirlo, ya que hasta ahora no lo ha dicho nadie.
No hay que ser necesariamente partidario de la cultura “trash”, es decir, de los deshechos, de la basura: el jarrón hecho con una botella de gaseosa vacía, el cuadro con papel reciclado, la caseta del perro con latas de coca-cola oxidadas.
Pero el minimalismo es interesante. Como es sabido, lo predicó, sin saberlo, el arquitecto alemán Mies van der Rohe con su “menos es más” y lo compraron en los sesenta para denominar culturas sin forma.
Para que se entienda mejor, el minimalismo es el estilo de la reducción extrema: paredes sin zócalo, ventanas sin marco, armarios sin tiradores; color blanco absoluto, o combinado con negro. Ni adornos, ni color…¡ni leches!
El descontructivismo también está de onda, aplicado a la arquitectura y el diseño. Dicen los que saben que ha hecho mucho daño, pero que también ha producido alguna obra maestra con sus edificios fragmentados, sus plantas rotas, sus ángulos esotéricos y escaleras sin barandas que se pierden hasta no se sabe dónde y es mejor no empezar a subirlas.
Casi está uno por quedarse con los “lofts”: espacios generosos, sin particiones, sin tabiques, sin puertas, luminosos –algunos-. Empezaron a ponerse de moda en Tribeca, al sur de Manhattan (Nueva York) y proliferaron en función de la conversión de edificios industriales en viviendas contemporáneas. El macho posmo los llama espacios.
Las viviendas, sí ¿Y las oficinas? Ah, tenemos la ofimática, que es un conjunto de programas y equipos electrónicos que conforman una oficina automática, a la que ya vamos en monovolumen, sustituto de la antigua furgoneta o camioneta, ya que se trata de un automóvil que, a diferencia de los convencionales, está hecho de una sola pieza, sin morro, sin maletero, sin nada: un coche minimalista.
© José Luis Alvarez Fermosel
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