domingo, 27 de septiembre de 2009

Árbol caído

Iba en un taxi y vi el árbol caído a través de la ventanilla, perlada por la dulce lluvia de la primavera.
Ya no era un árbol, sino un tronco sin ramas, con las raíces al aire, ¡qué impudicia!
Los mismos empleados municipales que se llevaron las ramas, acaso con prematuro florecimiento primaveral, procederían después a levantar el cadáver.
La visión fue relampagueante, pero clara. ¡Qué tristeza! Los árboles mueren de pie, ya lo dijo Alejandro Casona.
El árbol tirado sobre la dura piedra gris de la calle habrá sido desgajado por el viento. Pero, ¿en qué quedamos? ¿Acaso no es el viento amigo de los árboles y juega con sus ramas y sus hojas, que agita afectuosamente en el otoño con su aliento?
En realidad, los árboles son los novios de las farolas eléctricas, que se apagan cuando mueren sus amados.
Los árboles nos dan sombra en el verano, protegiéndonos del sol y sus hojas nos proporcionan el beneficio de la verde clorofila, que sabe a menta.
¿Qué sería de los bulevares sin árboles? Por lo pronto, no existirían los “boulevardiers”, que son tan simpáticos.
Mi madre me hablaba de chico de un poeta modernoso, conocido de la familia, que decía en sus versos que los árboles se metían en los portales las noches de tormenta. No está mal. Los rayos abaten árboles.
Antonio Machado se lamentaba de que a un olmo viejo, hendido por el rayo, el hacha del leñador y el carpintero lo convirtieran en melena de campana.
.

© José Luis Alvarez Fermosel

No hay comentarios: