Cocteau por Federico Madrazo (1912) |
Recordé hoy a Jean Cocteau al encontrarme con su obra “Tomás y el impostor”, reordenando la biblioteca, es decir, viendo de cuántos libros tengo que desprenderme, con gran dolor de mi corazón, porque ya no me cabe ni uno más que pudiera comprar mañana mismo. ¡La purga de todos los años!
Hay una anécdota que involucra a Jean Cocteau, Jean Gabriel Domergue, César Gonzále-Ruano, mi padre y un quinto personaje -“last but not least”-, cuyo nombre me reservo hasta el final para crear un poco de suspenso.
Nada, o muy poco de lo que fuera arte le era ajeno a Cocteau, que cultivó con éxito disciplinas como la literatura (novela, ensayo, poesía, drama, autobiografía), la pintura, escribió guiones para cine y dirigió películas y “ballets”.
Se identificó con el surrealismo y corrientes fantásticas de todos los tiempos. Como pintor se destacó por sus murales de la capilla de Saint Pierre, en Villefranche–Sur–Mer.
Cocteau y mi padre se vieron varias veces en París y en Madrid. Mi padre fue toda su vida director artístico de la Real Fábrica de Tapices y Alfombras de Madrid, en la que restauró los famosos tapices de Pastrana y trabajó con cartones originales de Goya y Bayeu.
Un Wilde del cine
Jean Cocteau quería encargar unos tapices de estilo goyesco para la decoración de un “ballet” que estaba planeando y cambiaba opiniones con mi padre, pintor y restaurador especialista en Goya, sobre el particular.
Lo que no recuerdo es si fue mi padre, o César González-Ruano, quien me contó la anécdota por primera vez. César entrevistó a Cocteau en Madrid a finales de los 50. Dijo del director de “Orfeo” y “La bella y la bestia” que fue un “Wilde a punto de ser Oscar del cine, o un Rimbaud que oscureció sus propias iluminaciones”.
Años después Carlos Béistegui me contó la misma anécdota en París; y después otra gente, en varios lugares. Creo que incluso fue publicada.
El caso es que alguien le pidió en una ocasión a Cocteau que hablará algo sobre cualquiera de las celebridades que conoció y trató en su vida. El se refirió al pintor de su misma nacionalidad Jean Gabriel Domergue, a quien calificó, cruelmente cáustico, como siempre, de “pintor de almanaques”.
Domergue tenía un “domestique”, un criado, vaya: un hombre instruído, callado, de frente abombada, que frecuentaba en sus ratos libres el café La Rotonde, donde se encontraba alguna vez con su señor y con Cocteau. Uno u otro le pagaban el café, porque el pobre hombre andaba siempre sin un franco. Tenía, eso sí, una fuerte vocación política.
Siempre decía que había que derrocar al gobierno de Rusia. “¡Eso queremos todos!”, coincidía Cocteau.
El “domestique” de Domergue era Vladimir Ilich Uliánov, o sea, Lenin.
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