¡Qué hermosa canción, ésta de Joaquín Sabina de “Y nos dieron las diez, y las once y las doce y la una…”
Yo creí siempre que esto le había pasado a él, tal como lo canta. Y no dejaba de darme cierta envidia, porque aunque a uno, como a cada quisque, le han pasado cosas parecidas -para qué nos vamos a andar con falsas modestias-, nunca le ocurrió nada igual, punto por punto y coma por coma.
Un día me enteré de que todo eso le pasó a un integrante de su grupo, quien se lo contó con pelos y señales a Sabina y éste compuso la canción, que es preciosa. Seguramente él añadió algo de su cosecha, o no, y se quedó corto. La realidad supera siempre a la ficción.
De cualquier manera, a mí me encanta Sabina. Es, a la luz de nuestro criterio de apreciación artística, un gran poeta popular y con lo de popular quiero decir que le gusta al pueblo, al que tanto y tan bien ha cantado siempre.
Yo escucho una canción de Joaquín Sabina y me parece estar viendo un cuadro de Antonio López -pintor que estoy seguro de que a Joaquín le gusta tanto como a mí-.
El mismo virtuosismo formal e intimismo nostálgico -casi siempre desgarrado-, basado en la observación de la vida cotidiana, de la huella que deja el tiempo en lo que va devastando.
Sabina no es madrileño, es de Úbeda (Jaén, Andalucía, sur de España). Pero yo creo que casi ningún autor y compositor madrileño le ha cantado a Madrid con tanta justeza y tanta justicia, con tanto sentimiento, con tanto lirismo, a veces con bronca pero siempre con el cariño de quien, sea de donde sea, vive en Madrid mucho tiempo y se enamora de una ciudad castiza por de más, variopinta, proteica y entrañable. No me pidan que sea objetivo: soy madrileño.
Muchas de las canciones de Sabina, por no decir todas, tienen un notable valor literario. Su talento ha estado presente en sus discos desde el principio.
Dice Benjamín Prado que las canciones de Sabina son el catecismo de un hombre extraordinariamente vital que aconseja al prójimo que disfrute, que acelere, que no se prive de nada y, sobre todo, que no permita que sus sueños se conviertan sólo en sueños.
“Yo me bajo en Atocha”, “Pongamos que hablo de Madrid”, “Cuando era más joven”, “Retazos de enero”, “Hotel, dulce hotel”, “19 Días y 500 noches”…
Joaquín Sabina, a mitad de camino entre el infierno y el cielo, decidió bajarse en Atocha y quedarse en Madrid con una guitarra, un whisky, un cigarrillo y un corazón, entonando … “La canción de los (buenos) borrachos”.
Qué mejor coda que los versos finales de su canción “Yo me bajo en Atocha”:
He llorado en Venecia, me he perdido en Manhattan,
he crecido en La Habana, he sido un paria en París,
México me atormenta, Buenos Aires me mata,
pero siempre hay un tren que desemboca en Madrid,
pero siempre hay un niño que envejece en Madrid,
pero siempre hay un coche que derrapa en Madrid,
pero siempre hay un fuego que se enciende en Madrid,
pero siempre hay un barco que naufraga en Madrid,
pero siempre hay un sueño que despierta en Madrid,
pero siempre hay un vuelo de regreso a Madrid.
Yo creí siempre que esto le había pasado a él, tal como lo canta. Y no dejaba de darme cierta envidia, porque aunque a uno, como a cada quisque, le han pasado cosas parecidas -para qué nos vamos a andar con falsas modestias-, nunca le ocurrió nada igual, punto por punto y coma por coma.
Un día me enteré de que todo eso le pasó a un integrante de su grupo, quien se lo contó con pelos y señales a Sabina y éste compuso la canción, que es preciosa. Seguramente él añadió algo de su cosecha, o no, y se quedó corto. La realidad supera siempre a la ficción.
De cualquier manera, a mí me encanta Sabina. Es, a la luz de nuestro criterio de apreciación artística, un gran poeta popular y con lo de popular quiero decir que le gusta al pueblo, al que tanto y tan bien ha cantado siempre.
Yo escucho una canción de Joaquín Sabina y me parece estar viendo un cuadro de Antonio López -pintor que estoy seguro de que a Joaquín le gusta tanto como a mí-.
El mismo virtuosismo formal e intimismo nostálgico -casi siempre desgarrado-, basado en la observación de la vida cotidiana, de la huella que deja el tiempo en lo que va devastando.
Sabina no es madrileño, es de Úbeda (Jaén, Andalucía, sur de España). Pero yo creo que casi ningún autor y compositor madrileño le ha cantado a Madrid con tanta justeza y tanta justicia, con tanto sentimiento, con tanto lirismo, a veces con bronca pero siempre con el cariño de quien, sea de donde sea, vive en Madrid mucho tiempo y se enamora de una ciudad castiza por de más, variopinta, proteica y entrañable. No me pidan que sea objetivo: soy madrileño.
Muchas de las canciones de Sabina, por no decir todas, tienen un notable valor literario. Su talento ha estado presente en sus discos desde el principio.
Dice Benjamín Prado que las canciones de Sabina son el catecismo de un hombre extraordinariamente vital que aconseja al prójimo que disfrute, que acelere, que no se prive de nada y, sobre todo, que no permita que sus sueños se conviertan sólo en sueños.
“Yo me bajo en Atocha”, “Pongamos que hablo de Madrid”, “Cuando era más joven”, “Retazos de enero”, “Hotel, dulce hotel”, “19 Días y 500 noches”…
Joaquín Sabina, a mitad de camino entre el infierno y el cielo, decidió bajarse en Atocha y quedarse en Madrid con una guitarra, un whisky, un cigarrillo y un corazón, entonando … “La canción de los (buenos) borrachos”.
Qué mejor coda que los versos finales de su canción “Yo me bajo en Atocha”:
He llorado en Venecia, me he perdido en Manhattan,
he crecido en La Habana, he sido un paria en París,
México me atormenta, Buenos Aires me mata,
pero siempre hay un tren que desemboca en Madrid,
pero siempre hay un niño que envejece en Madrid,
pero siempre hay un coche que derrapa en Madrid,
pero siempre hay un fuego que se enciende en Madrid,
pero siempre hay un barco que naufraga en Madrid,
pero siempre hay un sueño que despierta en Madrid,
pero siempre hay un vuelo de regreso a Madrid.
© José Luis Alvarez Fermosel
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