lunes, 16 de noviembre de 2009

Tatuajes

Todo el mundo se tatúa, actualmente. En todas partes. Al parecer, se busca una identidad mediante el tatuaje. ¿Y del “piercing", qué me cuentan del “piercing”?
Hace muchos años, unas tatuadoras muy simpáticas que conocí en Buenos Aires me dijeron que el ser humano experimenta un impulso ancestral de identificarse con siglas, símbolos, apelativos, signos y marcas. Por eso se tatúa.
A uno le dijeron una vez que se hiciera un tatuaje. Pero ya tenía identidad. De modo que se conformó con ver tatuajes de otros –de otras, preferentemente, porque las mujeres se tatúan tanto o más que los hombres-; algunos eran muy originales, como una suerte de barroco jeroglífico egipcio, escarlata rabioso, que fulgía en la piel de ébano del hombro izquierdo de una señorita que conocí en Larache (puerto del norte de Africa, en la Costa Atlántica).
El Conde de Barcelona, Don Juan de Borbón (1913-1993), padre del actual rey de España, Juan Carlos I, se hizo tatuar a su paso por la Armada, siguiendo la tradición de la romántica marinería de la época.
Entre paréntesis, la tonadillera española Conchita Piquer interpretaba magistralmente una desgarradora canción de amor titulada “Tatuaje”: “El vino en un barco, de nombre extranjero; lo encontré en el puerto, un amanecer…”.
El tatuaje tuvo en un pasado lejano un sello romancesco y aventurero, que hacía evocar blocaos al pie del inmenso Sahara, sitiados por tuaregs y defendidos hasta la muerte por legionarios como los hermanos Geste de “Beau Geste”, la inmortal novela de P. C. Wren, llevada varias veces al cine.
Largas travesías por los mares de China, el casino de Estoril y un “croupier” –que en realidad era espía francés y tenía un tatuaje en el cuello-, golpes de mano en la guerra del Transvaal, con los bóers capitaneados por el viejo y heroico Kruger –con su barba en abanico y tatuajes cerca del corazón-, luchando contra los ingleses en defensa de su independencia.
La gente del bronce, que era la que se tatuaba antaño, lo hacía por machismo, por exhibicionismo, por diferenciarse de los señoritos, que ahora se tatúan que da gusto.
Los tatuajes de antes eran nombres de mujeres a las que se les decía que se las amaba, corazones atravesados por flechas, serpientes, calaveras, espadas cruzadas, águilas, banderas, escudos, antorchas, lemas tremendos que hablaban de amor, de vida y de muerte.
Dicen que ya no duele tatuarse. Yo no me lo creo.
A mí me contaron que se usa el mismo aparato que se utiliza para la micropigmentación del pelo y las cejas. Pero ahora ha de haber procedimientos más modernos. Las tintas, por ejemplo, son vegetales.
Los tatuajes pequeños se hacen en una sola sesión. Los más complicados requieren dos o tres sesiones, con un margen de tiempo entre una y otra para evitar la irritación de la piel.
Las mujeres se tatúan igual o más que los hombres, ya lo hemos dicho, y como ellos en todas, o casi todas las partes del cuerpo: pecho, espalda, brazos, piernas, tobillos, el cuello…
Y los glúteos -cuestión de identidad…-.
Mis lejanas amigas tatuadoras sostenían que antes el tatuaje constituía una suerte de lenguaje del submundo, de la marginalidad. Ahora es un nuevo rasgo de personalidad, con su poquito de desafío.
Otro día hablaremos del “piercing”.


© José Luis Alvarez Fermosel
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