El día de autos, como se diría en un informe de juzgado, el local estaba bastante lleno. Los parroquianos rumoreaban con sordina. Olía a café, a pan tostado, a mantequilla caliente y a canela. La tarde se iba trastabillando, amparada por nubes difusas.
El hombre gris entró con paso firme y elástico y se sentó a una mesa, no lejos de la entrada. Todo en él era gris: el pelo, el traje –de buen corte-, la corbata, apenas un punto más oscura. Diríase que pretendía pasar inadvertido entre la multitud; y, efectivamente, salvo su elevada estatura, no tenía nada de distintivo ni de conspicuo: quizás, fijándose bien, un cierto aire de Rittmeister, capitán de caballería retirado, o de clubman británico. De ojos claros y mirada inquieta, lucía un bigote grande y vigoroso del mismo color del hierro, con guías incipientes, consecuencia de un frecuente retorcimiento que llegaría a producir con el tiempo un mostacho a la borgoñona, mosqueteril. No llevaba adorno alguno en las manos, ni sortijas ni pulseras de las llamadas “esclavas”. Sólo un reloj de acero de precisión, de esfera grande.
Cuando un camarero se acercó a su mesa le pidió un Inspanner, café doble con crema batida y unas tostadas con queso Liptauer. No tenía, o al menos no lo dejó encima de la mesa ni lo mostró, teléfono móvil. Parecía dispuesto a usufructuar una versión abreviada del “1-2-3-4” de los cafés vieneses, es decir: un café, dos vasos de agua, tres periódicos y cuatro horas para leerlos. Pero pidió sólo un diario: el Der Falter y se sirvió un vaso de agua de la infaltable jarra que le trajeron con el café y las tostadas.
El hombre rubio llegó enseguida. Era de estatura media, tirando a bajo, sólido, recio, de pelo rubio y abundante. Un mechón le caía sobre la frente casi hasta los ojos de un duro azul de lapislázuli. Tendría poco más de treinta años y el aspecto de un joven ayudante de cátedra de Antropología que jugara al ténis, o de un scholar en ciernes. Chaqueta de "tweed" en tonos verdes con coderas de ante, pantalón de franela, polo negro, mocasines Sebago. Pidió un Melange, un café con leche espumada, o sea, un capuchino, y un ejemplar del Die Presse, que mantuvo sin desplegar sobre la mesa. Tampocó hizo exhibición de teléfono celular, IPod o artilugio parecido.
El árabe surgió de la nada, fulmíneo, impredecible, oscuro, ominoso. Llavaba la cabeza tapada con la capucha de una parka. Apenas se le vieron, durante segundos, los ojos negros, que ardían como carbones al rojo y una nariz corva como un alfanje.
En dos saltos se plantó en la mesa del joven rubio, le arrebato el diario y se fue con él tan rápidamente como llegó. Se escuchó casi en el acto el motor de un coche que arrancaba ruidosamente.
El muchacho, que no había tenido tiempo de desplegar su diario, sonrió apenas. Hubo algo parecido a un leve estremecimiento en la parte del salón donde se había producido el singular episodio. A un camarero se le cayó una cucharilla. La calma retornó enseguida y el establecimiento volvió a registrar el ronroneo civilizado de los cafés centroeuropeos.
El hombre gris entró con paso firme y elástico y se sentó a una mesa, no lejos de la entrada. Todo en él era gris: el pelo, el traje –de buen corte-, la corbata, apenas un punto más oscura. Diríase que pretendía pasar inadvertido entre la multitud; y, efectivamente, salvo su elevada estatura, no tenía nada de distintivo ni de conspicuo: quizás, fijándose bien, un cierto aire de Rittmeister, capitán de caballería retirado, o de clubman británico. De ojos claros y mirada inquieta, lucía un bigote grande y vigoroso del mismo color del hierro, con guías incipientes, consecuencia de un frecuente retorcimiento que llegaría a producir con el tiempo un mostacho a la borgoñona, mosqueteril. No llevaba adorno alguno en las manos, ni sortijas ni pulseras de las llamadas “esclavas”. Sólo un reloj de acero de precisión, de esfera grande.
Cuando un camarero se acercó a su mesa le pidió un Inspanner, café doble con crema batida y unas tostadas con queso Liptauer. No tenía, o al menos no lo dejó encima de la mesa ni lo mostró, teléfono móvil. Parecía dispuesto a usufructuar una versión abreviada del “1-2-3-4” de los cafés vieneses, es decir: un café, dos vasos de agua, tres periódicos y cuatro horas para leerlos. Pero pidió sólo un diario: el Der Falter y se sirvió un vaso de agua de la infaltable jarra que le trajeron con el café y las tostadas.
El hombre rubio llegó enseguida. Era de estatura media, tirando a bajo, sólido, recio, de pelo rubio y abundante. Un mechón le caía sobre la frente casi hasta los ojos de un duro azul de lapislázuli. Tendría poco más de treinta años y el aspecto de un joven ayudante de cátedra de Antropología que jugara al ténis, o de un scholar en ciernes. Chaqueta de "tweed" en tonos verdes con coderas de ante, pantalón de franela, polo negro, mocasines Sebago. Pidió un Melange, un café con leche espumada, o sea, un capuchino, y un ejemplar del Die Presse, que mantuvo sin desplegar sobre la mesa. Tampocó hizo exhibición de teléfono celular, IPod o artilugio parecido.
El árabe surgió de la nada, fulmíneo, impredecible, oscuro, ominoso. Llavaba la cabeza tapada con la capucha de una parka. Apenas se le vieron, durante segundos, los ojos negros, que ardían como carbones al rojo y una nariz corva como un alfanje.
En dos saltos se plantó en la mesa del joven rubio, le arrebato el diario y se fue con él tan rápidamente como llegó. Se escuchó casi en el acto el motor de un coche que arrancaba ruidosamente.
El muchacho, que no había tenido tiempo de desplegar su diario, sonrió apenas. Hubo algo parecido a un leve estremecimiento en la parte del salón donde se había producido el singular episodio. A un camarero se le cayó una cucharilla. La calma retornó enseguida y el establecimiento volvió a registrar el ronroneo civilizado de los cafés centroeuropeos.
© José Luis Alvarez Fermosel
(sigue)
Nota relacionada:
“Entrega en el café Drechsler”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/10/entrega-en-el-cafe-drechsler.html)
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