El pintor inglés John Haynes Williams (1836/1908) muestra en este cuadro toda la belleza y la expresividad del idealismo romántico de finales del siglo XVIII. Esa corriente sometió la razón al sentimiento antes de ser contaminada por la Revolución Industrial.
Cuadros de Haynes y de otros artistas británicos como Robert Kemm, John Bagnold Burgess, William Oliver y Edwin Roberts se exhibieron el año pasado en una sala del teatro Calderón de la ciudad española de Valladolid, en la muestra Pintores Románticos Ingleses en la España del siglo XIX. Las obras exhibidas, 40 entre óleos y acuarelas, pertenecen a la coleccionista española Aurora Marín.
El cuadro de Haynes reproducido arriba se titula “The first, the only one” (“El primero, el único”). Se refiere al hijo de la joven que comparte el primer plano con el niño dulcemente dormido en su cuna-balancín de madera color castaño.
La obra integra la maestría, el tema, la composición, la perspectiva, la técnica y el color.
Se expresa con precisión de metrónomo la (digna) pobreza reinante en esa minúscula pieza, que el pintor hizo aún más angustiosa al circundarla.
Una luz alimonada y pálida se cuela -delimitando dos muros y un estrecho espacio entre los dos-, por una ventana abierta a medias que parece dar a un jardín enmarañado y difuso. Hay una pequeña cortina amarillenta, poco menos que un harapo, para tapar el ventanuco.
La joven madre está vestida de rojo vino de Burdeos, con una pañoleta color maíz con rayas blancas y un delantal verde que le cae en el regazo. Ha dejado la costura en un cesto, sobre una mesa. La silla de madera oscura está trabajada más toscamente que la cuna, que parece artesanal, como si hubiera sido hecha por un carpintero que también fuera ebanista.
La muchacha está sumida en sus pensamientos, que se adivinan sombríos. No empañan la fresca hermosura de su rostro, de rasgos perfectos. Cruza las manos, sin crisparlas, y las apoya sobre las rodillas. ¿Qué será de ella, de su hijo, del padre, si es que hay un padre? ¿Saldrán de la pobreza? ¿Podrán mudarse a otra casa? ¿Podrán tener un hijo más?
La criatura duerme el sueño de los justos, tapada hasta la tierna garganta con una mantita amarilla. Una especie de colcha roja cuelga desde los pies de la cuna hasta el suelo.
Una cesta de mimbre pende de una viga del techo. No es una lámpara. Ni una jaula, al menos no hay dentro ningún pájaro.
A la derecha, en un rincón, hay un pequeño cántaro de barro, la mitad superior de color chocolate brillante. Pegado a él está lo que parece ser un rústico cucharón, atado a un tira de tela azul verdosa. Al lado hay una bolsita blanca cerrada por una cinta roja.
No hay más. La dura piedra gris. La resolana. La pobreza circular.
Y, por encima de todo, la belleza.
Cuadros de Haynes y de otros artistas británicos como Robert Kemm, John Bagnold Burgess, William Oliver y Edwin Roberts se exhibieron el año pasado en una sala del teatro Calderón de la ciudad española de Valladolid, en la muestra Pintores Románticos Ingleses en la España del siglo XIX. Las obras exhibidas, 40 entre óleos y acuarelas, pertenecen a la coleccionista española Aurora Marín.
El cuadro de Haynes reproducido arriba se titula “The first, the only one” (“El primero, el único”). Se refiere al hijo de la joven que comparte el primer plano con el niño dulcemente dormido en su cuna-balancín de madera color castaño.
La obra integra la maestría, el tema, la composición, la perspectiva, la técnica y el color.
Se expresa con precisión de metrónomo la (digna) pobreza reinante en esa minúscula pieza, que el pintor hizo aún más angustiosa al circundarla.
Una luz alimonada y pálida se cuela -delimitando dos muros y un estrecho espacio entre los dos-, por una ventana abierta a medias que parece dar a un jardín enmarañado y difuso. Hay una pequeña cortina amarillenta, poco menos que un harapo, para tapar el ventanuco.
La joven madre está vestida de rojo vino de Burdeos, con una pañoleta color maíz con rayas blancas y un delantal verde que le cae en el regazo. Ha dejado la costura en un cesto, sobre una mesa. La silla de madera oscura está trabajada más toscamente que la cuna, que parece artesanal, como si hubiera sido hecha por un carpintero que también fuera ebanista.
La muchacha está sumida en sus pensamientos, que se adivinan sombríos. No empañan la fresca hermosura de su rostro, de rasgos perfectos. Cruza las manos, sin crisparlas, y las apoya sobre las rodillas. ¿Qué será de ella, de su hijo, del padre, si es que hay un padre? ¿Saldrán de la pobreza? ¿Podrán mudarse a otra casa? ¿Podrán tener un hijo más?
La criatura duerme el sueño de los justos, tapada hasta la tierna garganta con una mantita amarilla. Una especie de colcha roja cuelga desde los pies de la cuna hasta el suelo.
Una cesta de mimbre pende de una viga del techo. No es una lámpara. Ni una jaula, al menos no hay dentro ningún pájaro.
A la derecha, en un rincón, hay un pequeño cántaro de barro, la mitad superior de color chocolate brillante. Pegado a él está lo que parece ser un rústico cucharón, atado a un tira de tela azul verdosa. Al lado hay una bolsita blanca cerrada por una cinta roja.
No hay más. La dura piedra gris. La resolana. La pobreza circular.
Y, por encima de todo, la belleza.
© José Luis Alvarez Fermosel
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