martes, 26 de enero de 2010

¡Pobres gansos...!

Los estadounidenses utilizan gansos –nos referimos a los ánades…- como centinelas de sus bases militares en previsión de ataques terrroristas, imitando a los romanos que, avisados por los graznidos de esos volátiles, frustraron en 390 antes de JC un ataque de los galos.
Las autoridades que están a cargo de la defensa aérea en Darmstad (oeste de Alemania), los reclutaron después de ver en un reportaje de la televisión a una bandada de ocas defendiendo a aletazos un depósito de whisky en Escocia.
Cerca de un millar de esos palmípedos, que tienen una vista de águila y un oído finísimo, está en funciones desde hace tiempo.
El rebaño alado costó 25000 dólares, la mitad de lo que vale un solo perro adiestrado. Los gansos, además, viven 20 ó 30 años, unos 8 más que los perros.
Los militares estadounidenses utilizaron gansos en su ejército -¡por favor, que no haya malentendidos…!- en Vietnam y en Puerto Rico.
Hace treinta años el ejército holandés hizo un ensayo con ánsares. Pero la experiencia no dio resultado. El número de desertores fue muy alto. Además, los soldados se exasperaban con sus graznidos. Así que la mayoría de los volátiles terminó en la cacerola.
Lo que se hace con los pobres gansos no tiene nombre. Se los encierra en minúsculos habitáculos, se los clava al suelo por las patas y se les dan de comer cantidades enormes de pienso, a fin de que su hígado se dilate anormalmente y pueda hacerse con él, una vez que se lo extraen, el “foie gras” que alegra las rebanadas de pan de nuestro té de las cinco.
Cuando los vemos en los circos bailando, mientras baten las alas desesperadamente, no es que estén amaestrados sino que los tiran sobre una chapa caliente disimulada en el escenario. ¡Se queman, por eso saltan!
Mejor es que los gansos, ya que no se los deja morir de muerte natural, caigan súbitamente a la orilla de un río, abatidos por el escopetazo de un cazador en un paisaje que se tiñe de sangre y cobra el olor a muerte de la pólvora.
Mientras escribo estas líneas me entero de que en España recrudece la campaña contra los galgos con los que se azuza a las liebres.
Terminada la temporada de caza se los mata; la mayoría de las veces ni siquiera de un tiro, sino de una forma tan cruel que nos resistimos a contarla. “Un galgo no vale una bala”, se dice entre risotadas antes de entrar en la taberna a trasegar la cazalla.
Así somos los seres humanos.


© José Luis Alvarez Fermosel


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