domingo, 17 de enero de 2010

Sinfonía de tejas

Las tejas son hermosas: las abarquilladas, a las que cuando se rompen les brota el pimentón, que es su sangre.
Las tejas tienen abolengo, como la hiedra que cubre los muros de mansiones y castillos. Las tejas adornan las casas de piedra berroqueña; pero es más útil la pizarra, porque por ella resbalan mejor la lluvia y la nieve.
Los tejados de pizarra despiden una fría luz gris cuando la tarde se va con tristeza, como una novia recién abandonada. En cambio, el sol color compota de membrillo del crepúsculo vespertino imprime a las tejas una luminosidad especial, entre anaranjada y ambarina, que embellece los ojos de las muchachas que pisan las uvas para hacer el vino.
Las tejas son clásicas. La pizarra es “parvenu”, como los nuevos ricos y sus casas.
El tejado que aparece en la foto es complejo y barroco; nada convencional, por lo menos, con tejas de todos los tonos, del blanco tiza al gris oscuro, pasando por el bermellón, que es su color, así como áspero es su tacto.
Las chimeneas están cubiertas con tejas. La casa ha de ser sólida y uno adivina que su interior es confortable, en su rusticidad, si es que se ha querido emparejar lo externo con lo interno. (Pocas veces coincide, también en personas, lo de dentro con lo de fuera).
Las tejas están acostumbradas a ser holladas de noche por los gatos, y son testigos impertérritos de sus batallas estridentes de amor y celos.
Ya casi no se llevan las tejas, y es una lástima, porque siempre formaron parte de un paisaje rural y entrañable de mozas con cántaros que iban a buscar agua a la fuente, el paso cansino de un burrito ceniciento cargado de leña y el sonido rotundo de la siringa del capador, que despertaba ecos agridulces en la mañana soleada, con olor a mies recién cortada y a manzanas maduras.
Las casas de los cuentos de hadas tenían tejas que se convertían en turrón, para que se lo comieran los niños perdidos en los bosques y perseguidos por ogros.
Las tejas no reflejan la luz azul de la luna llena, sino la del sol. La luna se cuela por las ventanas, apenas veladas por tenues visillos, detrás de las cuales suspiran pálidas adolescentes, atormentadas por el primer amor.
No es raro ver un lagarto verde, naranja, amarillo y azul sesteando al sol del verano en un tejado de tejas lavadas por la lluvia de la noche anterior.
Las tejas, los árboles, las fuentes son notas, detalles, puntos de referencia de los pueblos con fonda, la fragua del herrero con su roja luz dentro, la taberna, el relincho lejano de un caballo y las campanadas de la iglesia, que rebotan en las esquinas, donde las luces y las sombras juegan una partida de ajedrez todos los atardeceres.


© José Luis Alvarez Fermosel

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