El hombre alto caminaba a buen paso por la avenida Lexington, según se viene de Bloomingdale's. Llevaba un abrigo gris sobre un traje del mismo color gris acero. Guantes negros. Zapatos negros, Oxford. Un paraguas arrollado, a la inglesa, en la mano derecha.
Hacía frío. Una neblina sutil velaba los imponentes rascacielos del bajo y medio Manhattan, tornándolos fantasmagóricos.
El hombre del abrigo gris silbaba la melodía de fondo de una comedia musical que había tenido mucho éxito en Broadway el año pasado. La bruma tenía ese sabor ligeramente amargo de algunas aguas tónicas. Arreciaba el frío y se oscurecía la noche. De las alcantarillas salía el vaho blanquecino que se ve tanto en las películas.
Hacía frío. Una neblina sutil velaba los imponentes rascacielos del bajo y medio Manhattan, tornándolos fantasmagóricos.
El hombre del abrigo gris silbaba la melodía de fondo de una comedia musical que había tenido mucho éxito en Broadway el año pasado. La bruma tenía ese sabor ligeramente amargo de algunas aguas tónicas. Arreciaba el frío y se oscurecía la noche. De las alcantarillas salía el vaho blanquecino que se ve tanto en las películas.
El hombre alto llegó a Park Avenue, entró en el hotel Waldorf Astoria y bajó al bar "Bull and bear". En el centro, bajo una lámpara de veinte brazos, hay un toro y un oso de bronce oscurecido por esa pátina que deja el tiempo; cada uno tiene el tamaño de un perro mediano.
En el bar había tres clientes. Uno de ellos hablaba en español con el “barman” cubano. Olía a jugo de limón, a vainilla y a vermú con ginebra. El hombre del traje gris pidió un “bloody Mary”. Se lo sirvieron con un tallo de apio que emergía del vaso panzudo.
El recién llegado parecía contento, quizás por oir hablar a alguien en su idioma. Pronto tuvo oportunidad de practicarlo, porque el “barman” se le acercó y ambos empezaron a dialogar en español.
- ¿Qué, para casa ya? -preguntó el “bartender”.
- Sí, me están esperando.
- Su mujer, sus hijos…
- Y mis padres, mi hermano, mis tíos, unos primos... Este año vamos a estar todos juntos.
Algo le sonó raro al avispado “barman” cubano, gran conocedor de la raza humana después de ver beber y oir hablar, desvariar, reir y llorar a mucha gente en el mostrador de un bar. Le pareció que su cliente y viejo conocido impostaba, como si se esforzara en remarcar la alegría de poder celebrar una Nochebuena en familia.
Los tres hombres adosados a la barra bebían ahora en silencio. El nuevo cliente daba cuenta de su cóctel con fruición. Lucía bigote y una cuidada barba entrecana en forma de candado. Sus facciones eran grandes y regulares. Bajo los ojos claros tenía profundas ojeras. Una pequeña cicatriz tatuaba apenas su pómulo derecho. Casi no se le notaba. Las cicatrices, externas e internas, van borrándose del cuerpo y del alma con el paso del tiempo.
El hombre alto se despojó del abrigo y los guantes y los dejó, junto con el paraguas, en un taburete, a su lado. Extrajo un largo y delgado cigarro de hoja de un bolsillo interior de su bien cortada chaqueta y lo encendió. ¡Todavía se podía fumar en los Estados Unidos!
- Sí, amigo -dijo tras expeler una gran bocanada de humo por boca y nariz-, toda la familia. Y el arbolito, el pavo, el champán y todo lo demás. ¡Esta va a ser una de mis mejores Nochebuenas!
El “barman” sonrió levemente. Alguien de voz parecida a la de Bing Crosby –o quizás él- cantaba una canción relacionada con la Nochebuena, la nieve, las Navidades blancas. La música llegaba, sincopada, desde un rincón lejano.
Fuera, la niebla tamizaba las luces violentas de los anuncios luminosos y los adornos navideños callejeros. Manhattan montaba una guardia nocturna de excepción.
Espléndida, heterogénea, impredecible, colorido mosaico de contrastes y paradojas, de esperanzas frustradas y promesas rotas…, Nueva York, epicentro del mundo del “big money” ni siquiera podía costear ese año los intereses de sus empréstitos.
El hombre alto pagó, dejó una propina suntuaria y salió a la calle, después de ponerse el abrigo y los guantes y coger el paraguas. Antes de llegar al sotabanco donde Madame Rae tira las cartas del Tarot, encontró un taxi conducido por el típico chofer bengalí con turbante y anteojos, que siempre huele a almizcle.
En el Village no había un alma. Las calles húmedas relucían. El ramaje de los árboles estampaba su negra encajería en la noche evanescente.
Chirrió una llave. El hombre entró en su apartamento, un dúplex pequeño, casi un estudio. Encendió una lámpara. Cuadros y libros por todas partes.
Metió el paraguas en un paragüero donde había otros y varios bastones, uno de ellos con alma de acero. Se sacó los guantes, el abrigo y la chaqueta y tiró todo en un sofá de cuero.
De una mesa donde había varias botellas tomó una de whisky y un vaso y se sirvió tres dedos. Se sentó en un sillón, bajo una acuarela vívida de tema africano que recordaba las de Mariano Bertuchi, con sus cedros de Ketama cubiertos de nieve. Le dio un tiento al whisky y encendió otro cigarro.
De un departamento vecino llegaban las notas de una canción de Luis Aguilé: “Ven a mi casa esta Navidad…”.
El hombre del traje gris estaba solo. No iba a venir nadie.
El whisky, los fantasmas…
En el bar había tres clientes. Uno de ellos hablaba en español con el “barman” cubano. Olía a jugo de limón, a vainilla y a vermú con ginebra. El hombre del traje gris pidió un “bloody Mary”. Se lo sirvieron con un tallo de apio que emergía del vaso panzudo.
El recién llegado parecía contento, quizás por oir hablar a alguien en su idioma. Pronto tuvo oportunidad de practicarlo, porque el “barman” se le acercó y ambos empezaron a dialogar en español.
- ¿Qué, para casa ya? -preguntó el “bartender”.
- Sí, me están esperando.
- Su mujer, sus hijos…
- Y mis padres, mi hermano, mis tíos, unos primos... Este año vamos a estar todos juntos.
Algo le sonó raro al avispado “barman” cubano, gran conocedor de la raza humana después de ver beber y oir hablar, desvariar, reir y llorar a mucha gente en el mostrador de un bar. Le pareció que su cliente y viejo conocido impostaba, como si se esforzara en remarcar la alegría de poder celebrar una Nochebuena en familia.
Los tres hombres adosados a la barra bebían ahora en silencio. El nuevo cliente daba cuenta de su cóctel con fruición. Lucía bigote y una cuidada barba entrecana en forma de candado. Sus facciones eran grandes y regulares. Bajo los ojos claros tenía profundas ojeras. Una pequeña cicatriz tatuaba apenas su pómulo derecho. Casi no se le notaba. Las cicatrices, externas e internas, van borrándose del cuerpo y del alma con el paso del tiempo.
El hombre alto se despojó del abrigo y los guantes y los dejó, junto con el paraguas, en un taburete, a su lado. Extrajo un largo y delgado cigarro de hoja de un bolsillo interior de su bien cortada chaqueta y lo encendió. ¡Todavía se podía fumar en los Estados Unidos!
- Sí, amigo -dijo tras expeler una gran bocanada de humo por boca y nariz-, toda la familia. Y el arbolito, el pavo, el champán y todo lo demás. ¡Esta va a ser una de mis mejores Nochebuenas!
El “barman” sonrió levemente. Alguien de voz parecida a la de Bing Crosby –o quizás él- cantaba una canción relacionada con la Nochebuena, la nieve, las Navidades blancas. La música llegaba, sincopada, desde un rincón lejano.
Fuera, la niebla tamizaba las luces violentas de los anuncios luminosos y los adornos navideños callejeros. Manhattan montaba una guardia nocturna de excepción.
Espléndida, heterogénea, impredecible, colorido mosaico de contrastes y paradojas, de esperanzas frustradas y promesas rotas…, Nueva York, epicentro del mundo del “big money” ni siquiera podía costear ese año los intereses de sus empréstitos.
El hombre alto pagó, dejó una propina suntuaria y salió a la calle, después de ponerse el abrigo y los guantes y coger el paraguas. Antes de llegar al sotabanco donde Madame Rae tira las cartas del Tarot, encontró un taxi conducido por el típico chofer bengalí con turbante y anteojos, que siempre huele a almizcle.
En el Village no había un alma. Las calles húmedas relucían. El ramaje de los árboles estampaba su negra encajería en la noche evanescente.
Chirrió una llave. El hombre entró en su apartamento, un dúplex pequeño, casi un estudio. Encendió una lámpara. Cuadros y libros por todas partes.
Metió el paraguas en un paragüero donde había otros y varios bastones, uno de ellos con alma de acero. Se sacó los guantes, el abrigo y la chaqueta y tiró todo en un sofá de cuero.
De una mesa donde había varias botellas tomó una de whisky y un vaso y se sirvió tres dedos. Se sentó en un sillón, bajo una acuarela vívida de tema africano que recordaba las de Mariano Bertuchi, con sus cedros de Ketama cubiertos de nieve. Le dio un tiento al whisky y encendió otro cigarro.
De un departamento vecino llegaban las notas de una canción de Luis Aguilé: “Ven a mi casa esta Navidad…”.
El hombre del traje gris estaba solo. No iba a venir nadie.
El whisky, los fantasmas…
© José Luis Alvarez Fermosel
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