La plaza se llamaba ágora en Grecia y en ella se celebraba la asamblea del pueblo. También servía de mercado y punto de reunión.
Lejos de su pasado político, la plaza es ahora un lugar propicio para descansar, leer sentado en un banco, meditar y, los enamorados, arrullarse.
A la plaza le dan vida pájaros, árboles, plantas y perros que juegan con niños que les tiran palos y pelotas de colores, que ellos capturan a la carrera y devuelven siempre.
La plaza, o muchas de ellas están cerca de una iglesia o un convento con campanario –y en él una cigüeña en su nido-, o del edificio de la municipalidad.
Cuanto más pequeña y humilde es, la plaza cobra más fuerza de hito o jalón en la topografía de la ciudad. Es un punto de referencia. Todo converge en ella. Todo está a más o menos metros, o manzanas de la plaza. Hablamos de plazas de pueblo.
Empleadas del hogar, parejas de novios, chiquilines y algún viejecito con boina y bastón se concentran en las plazas de los pueblos los domingos por la tarde. Algunos días festivos la Banda Municipal da un concierto por la mañana.
En casi todas las plazas hay una fuente de piedra con adornos o un pequeño grupo escultórico. A muchas las adornan flores. Algunas están rodeadas de pequeños surtidores que despiden finos chorros de agua.
En todas las fuentes se bañan los gorriones, y da gusto verlos esponjar su plumaje mate, pardo y gris o siena tostada.
Cuando llueve parece que la fuente de la plaza va a desbordarse, pero el agua, que de lejos se ve color de jade claro, nunca rebasa y cuando la lluvia deja de caer aparece más limpia, casi transparente.
Las plazas, las glorietas, los kioscos, las estatuas, las viejas farolas de hierro forjado alegran los pueblos pequeños y sus gentes, mínimante adoloridas–aunque ellas no se dan cuenta- cuando cae la tarde y se muere el paisaje.
Los versos de Foxá: “Un niño provinciano, de familia modesta./Aulas del Instituto, charlas del profesor,/los jueves un mal cine y los días de fiesta/Banda del Regimiento en la Plaza Mayor”.
Lejos de su pasado político, la plaza es ahora un lugar propicio para descansar, leer sentado en un banco, meditar y, los enamorados, arrullarse.
A la plaza le dan vida pájaros, árboles, plantas y perros que juegan con niños que les tiran palos y pelotas de colores, que ellos capturan a la carrera y devuelven siempre.
La plaza, o muchas de ellas están cerca de una iglesia o un convento con campanario –y en él una cigüeña en su nido-, o del edificio de la municipalidad.
Cuanto más pequeña y humilde es, la plaza cobra más fuerza de hito o jalón en la topografía de la ciudad. Es un punto de referencia. Todo converge en ella. Todo está a más o menos metros, o manzanas de la plaza. Hablamos de plazas de pueblo.
Empleadas del hogar, parejas de novios, chiquilines y algún viejecito con boina y bastón se concentran en las plazas de los pueblos los domingos por la tarde. Algunos días festivos la Banda Municipal da un concierto por la mañana.
En casi todas las plazas hay una fuente de piedra con adornos o un pequeño grupo escultórico. A muchas las adornan flores. Algunas están rodeadas de pequeños surtidores que despiden finos chorros de agua.
En todas las fuentes se bañan los gorriones, y da gusto verlos esponjar su plumaje mate, pardo y gris o siena tostada.
Cuando llueve parece que la fuente de la plaza va a desbordarse, pero el agua, que de lejos se ve color de jade claro, nunca rebasa y cuando la lluvia deja de caer aparece más limpia, casi transparente.
Las plazas, las glorietas, los kioscos, las estatuas, las viejas farolas de hierro forjado alegran los pueblos pequeños y sus gentes, mínimante adoloridas–aunque ellas no se dan cuenta- cuando cae la tarde y se muere el paisaje.
Los versos de Foxá: “Un niño provinciano, de familia modesta./Aulas del Instituto, charlas del profesor,/los jueves un mal cine y los días de fiesta/Banda del Regimiento en la Plaza Mayor”.
© José Luis Alvarez Fermosel
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