Faltaba poco para que amaneciera. Es decir, que todavía era de noche. Y allá íbamos los dos, caminando a largos trancos por calles oscuras y casi solitarias, bajo un cielo congestionado, rojizo.
Un aroma desagradable de madera quemada, fruta podrida y almizcle. No era improbable que lloviera, más tarde.
Habíamos desayunado minutos antes en un bar de compatriotas míos, gallegos, para ser exactos: café con leche con medialunas -medialunas de manteca-. Yo había echado un vistazo rápido a un diario que pedí al mozo. Traía malas noticias, como siempre.
Los dos teníamos sueño. Caminábamos de prisa, ya digo. Hacía un poco de frío.
Pasamos por una zapatería, luego por un mercadito -me gusta más decir mercadito que mini “market”-. Todavía estaba cerrado. Olía a yerbabuena mojada y a jabón blanco, de ese que se utilizaba para lavar la ropa antes de que se impusiera el detergente en polvo.
De pronto, un extraño edificio de departamentos, cuyo fondo no se divisaba desde nuestra esquina móvil. El frente de la gigantesca caja de cemento y ladrillo se erguía como una tableta larguísima, aparentemente sin apoyo, como a punto de derrumbarse. Producía un raro efecto óptico, mareante, atemorizador.
Caminábamos y caminábamos. Y no amanecía. Algunos quioscos de diarios ya habían abierto, sin embargo. Y varios cafés, en los que se veía a gente somnolienta y entumecida, que también desayunaba café con leche y medialunas.
Por la calzada pasaban los colectivos a toda marcha, abarrotados. En su interior, entre la muchedumbre apretujada y gris, algún delantal blanco de colegial, o de colegiala, que daba la nota limpia y alegre, como el flamear de una bandera en un día muy ventoso.
De una panadería abierta salía un aroma riquísimo de pan malteado y hojaldre caliente. Estuve por entrar, comprar unos churros, tres, no más, e ir comiéndomelos luego, calentitos, por la calle. Pero, al final, no sé por qué, no me atreví. Fui un bobo, porque los gustos hay que dárselos en vida. ¡Tres tristes churros…!
Un perrillo ceniciento cruzó la calle a la carrera. Abría su puesto de flores una viejecita de ojos azules, como el mar por la mañana.
Nosotros seguíamos caminando y caminando. Y no amanecía. Y, naturalmente, no cantaba ningún pájaro, lo cual era una pena, porque el canto de los pájaros siempre le anima a uno, le hace sentir que todo está bien.
Llegamos a la esquina de Corrientes y Medrano. El siguió por Medrano y yo por Corrientes. Me quedé un rato viéndole ir. Su blazer azul, su mochila grandota, llena de libros, sus zapatones negros bien sólidos, bien colegiales.
Hijo...
Un aroma desagradable de madera quemada, fruta podrida y almizcle. No era improbable que lloviera, más tarde.
Habíamos desayunado minutos antes en un bar de compatriotas míos, gallegos, para ser exactos: café con leche con medialunas -medialunas de manteca-. Yo había echado un vistazo rápido a un diario que pedí al mozo. Traía malas noticias, como siempre.
Los dos teníamos sueño. Caminábamos de prisa, ya digo. Hacía un poco de frío.
Pasamos por una zapatería, luego por un mercadito -me gusta más decir mercadito que mini “market”-. Todavía estaba cerrado. Olía a yerbabuena mojada y a jabón blanco, de ese que se utilizaba para lavar la ropa antes de que se impusiera el detergente en polvo.
De pronto, un extraño edificio de departamentos, cuyo fondo no se divisaba desde nuestra esquina móvil. El frente de la gigantesca caja de cemento y ladrillo se erguía como una tableta larguísima, aparentemente sin apoyo, como a punto de derrumbarse. Producía un raro efecto óptico, mareante, atemorizador.
Caminábamos y caminábamos. Y no amanecía. Algunos quioscos de diarios ya habían abierto, sin embargo. Y varios cafés, en los que se veía a gente somnolienta y entumecida, que también desayunaba café con leche y medialunas.
Por la calzada pasaban los colectivos a toda marcha, abarrotados. En su interior, entre la muchedumbre apretujada y gris, algún delantal blanco de colegial, o de colegiala, que daba la nota limpia y alegre, como el flamear de una bandera en un día muy ventoso.
De una panadería abierta salía un aroma riquísimo de pan malteado y hojaldre caliente. Estuve por entrar, comprar unos churros, tres, no más, e ir comiéndomelos luego, calentitos, por la calle. Pero, al final, no sé por qué, no me atreví. Fui un bobo, porque los gustos hay que dárselos en vida. ¡Tres tristes churros…!
Un perrillo ceniciento cruzó la calle a la carrera. Abría su puesto de flores una viejecita de ojos azules, como el mar por la mañana.
Nosotros seguíamos caminando y caminando. Y no amanecía. Y, naturalmente, no cantaba ningún pájaro, lo cual era una pena, porque el canto de los pájaros siempre le anima a uno, le hace sentir que todo está bien.
Llegamos a la esquina de Corrientes y Medrano. El siguió por Medrano y yo por Corrientes. Me quedé un rato viéndole ir. Su blazer azul, su mochila grandota, llena de libros, sus zapatones negros bien sólidos, bien colegiales.
Hijo...
© José Luis Alvarez Fermosel
6 comentarios:
Hola Caballero Español, me encanto este relato.
hay muchas cosas interesantes, de a poco lo ire recorriendo.
saludos
Feliz Pascua de Resurreccion!!!!
Querido Jose, me has llevado nuevamente adonde se te ha antojado.A mis mañanas frías de caminatas a la escuela, a esos olores y sonidos de ciudad que despierta.Hasta los zapatones de colegio has traído a mi memoria.Todo desesperantemente inolvidable.Siento aquel aroma tan sabido a tiza y madera-Y los nervios del: "saquen una hoja"-Un abrazote .Te extraño en la radio.No sé lo que pasa-Susan4
Shirley: muchas gracias por tu mensaje. Si te adentras en mi blog, espero que al menos te resulte entretenido. Cariños.
Susan: ¡Qué recuerdos, no sé si dulces, tal vez agridulces, de aquellos tiempos que tú evocas con tanta justeza y expresividad! Muchas gracias por escribir y siempre tan amablemente. Un abrazo.
guau, que epocas viejo, nuestras mañanas eran increibles, caminabamos por el viejo cannig hasta corrientes y de alli para arriba, cuantos perfumes tiene la calle correintes!!!! pocas palabras pero nos deciamos muchisimo, ahora camino por madrid... tu madrid... y tambien estas ahi siempre, como extraño aquellas epocas, te quiero mucho papa...
Juan Ignacio: Gracias por tu comentario. Sí, aquellas mañanas, aquellos días ya lejanos y siempre cercanos en el recuerdo fueron nuestros y, con el sentido egoísta inherente al ser humano, fueron muy buenos, muy nuestros. Algunos dicen que cualquier tiempo pasado fue mejor. No estoy yo tan seguro. Lo mejor está por llegar. Yo también te quiero mucho. Un beso enorme.
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