domingo, 2 de agosto de 2009

La veteranía es un grado

La veteranía es un grado, se dice en el ejército español. Consolémonos con esto, los veteranos, porque últimamente no estamos en ninguna cúspide, ni sagrada ni profana.
La figura del anciano fue siempre objeto de admiración o, por lo menos, de respeto, por los menores en edad, saber y gobierno.
Siempre se dijo que las personas mayores tienen una sabiduría procedente, aunque más no sea que del empiris­mo o, como decimos en España, la gramática parda, que se refleja, por ejemplo, en los proverbios.

El otro día, una de esas personas que saben, o que dicen que saben, dijo en un diálogo con un conductor de radio: "Los chicos tienen la sapiencia que han perdido los mayores con el tiempo".
Poco antes, en el subte, un muchacho le decía a mi lado a otro, en el curso de una conversación: "Es un viejo loco; no sabe nada: no le hagas caso”.
La sabiduría no sobreviene así, de sopetón, y el joven la toma en el aire, como quien caza una mosca, se la mete en la mochila y se va con ella a la genialidad.
Ni se pierde con el transcurso del tiempo, sino todo lo contrario. Las mujeres se tornan más bellas, más interesantes, cuantos más años cumplen.
Recordemos a Balzac y sus loas a la mujer cuaren­tona, que en su época, a mediados del siglo XIX, era una mujer madura, no como ahora, que es una jovencita, o poco menos.
Los vinos añejos son mejores que los jóvenes y más frescos, según nos dijeron siempre los expertos. La pátina ennoblece la madera -ya noble por sí misma-, edificios y otras cosas.
Escuchemos voces más autorizadas que la nues­tra en tomo al tema de la veteranía. La periodista y escritora española Rosa Montero escribió hace algún tiempo lo si­guiente en la revista de los domingos del diario ma­drileño El País:
"Antes, a los viejos se les llamaba ancianos, que era una palabra con honor, una palabra que ocupa­ba un lugar en el mundo, el espacio de la experien­cia y la memoria. No estoy reivindicando la gerontocracia, o sea, que los viejos tengan que seguir man­dando simplemente por ser viejos: eso es una per­versión del poder social y suele terminar muy mala­mente, con sistemas jerárquicos muy rígidos y la tradición convertida en un dogma inmutable. Lo que yo añoro es un mundo más sensato y más ar­mónico, en el que cada cual ocupe su lugar. Los ancianos no son trastos inútiles ni mentes obsole­tas, sino la voz de nuestro pasado, el ayer de don­de salimos. Sí no conocemos lo que fuimos, ¿cómo diantres vamos a saber lo que somos?
Las generaciones estaban antes trenzadas las unas a las otras y los viejos transmitían a los jóve­nes sus conocimientos, el marco de sus referencias culturales y la certidumbre de la continuidad del ser. Hoy se han roto los eslabones de esa cadena natural y todos desdeñamos el pasado con petulancla espléndida. Por eso, volvemos a reinventar cada dos por tres la gaseosa, porque ignoramos que ya había sido inventada en otro tiempo. Y es que hay que conocer lo que pensaban nuestros mayores. Incluso para ser capaces de pensar lo contrario".
Los viejos, además de ser la memoria de nuestro pasado, son los adelantados de nuestro futuro. Les debemos gratitud, cariño y, sobre todo, respeto.
En Japón, tan admirado por sus avances en la tecnología, no se ha olvidado la tradición. El sempai (maestro) es venerado por el kohai (joven), quien le profesa una admiración rayana en la idolatría y le dispensa, contínuamente y con extrema delicadeza, los cuidados que requie­re. Los menores deseos del jugaku (superior) son órdenes para su subordinado.
¿Qué sería de muchos de los jóvenes de ahora, que ignoran cuál es su norte, que patrullan a diario por la frontera en­tre la civilización y la barbarie -pasándose con frecuencia a la última-, sin un sempai ca­paz de contenerlos, retenerlos y llevarlos de la ma­no por el buen camino?


© José Luis Alvarez Fermosel

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