miércoles, 5 de agosto de 2009

No todos fueron como parecieron

Hemos vivido en España muchos años con el mito a cuestas, como una joroba.
Mucha gente de campanillas no fue como parecía. Gente de letras, y otras.
Uno piensa que un escritor que a uno le gusta, al que se ha aficionado, que le ha hecho pasar buenos ratos, tiene que ser una persona de bien.
Claro, por eso escriben como escriben, porque lo hacen al dictado de sus nobles corazones.
Pues bien, hay que leer el libro Las palabras de la tribu, de Francisco Umbral, editado por Planeta, y comprobar que no es oro todo lo que reluce.
Hay que ir a los cafés y ver a los escritores en su salsa, también. No hay mejor lugar para conocer a un escritor que un café de tertulianos.
Tomemos varios escritores españoles –y algún latinoamericano- de las generaciones del 98, el 27 y el modernismo, que tantas lumbreras, tantos monstruos sagrados dio a España.
Gente recta, íntegra, ecuánime, generosa. Ahí tenemos a Unamuno, sin ir más lejos.
¡Don Miguel de Unamuno, ahí es nada! El gran pensador vasco, el hombre amplio de miras y generoso, a quien no se le supone ninguna miseriuca.
Pues don Miguel, la verdad, era un tacaño, y no tenía mucho trato social: tras dejarse invitar continuamente por un amigo que le visitó durante varios días en Salamanca, cuando toma el café de despedida con su visitante le dice:
- ¡No, no, por Dios, cada uno lo suyo!
Peor fue lo de Gerardo Diego, en cuanto a tacañería se refiere. Gerardo, que tenía cabeza de santo de vidriera, entre paréntesis, daba siempre en el café Gijón de Madrid cincuenta céntimos de propina a Pedro, el camarero que le atendía. Era muy poco, incluso para la época. Un día se le cayeron las cinco monedas de diez céntimos al suelo y le dijo al mozo al irse:
- Se me ha caído su propina. Búsquela luego.
Así son nuestros católicos, comentaba Umbral.
El gran poeta Luis Cernuda –que vivió algún tiempo en Londres con el pintor Gregorio Prieto, a quien le hacía lavar y planchar la ropa de ambos, incluso la interior- andaba una vez en muy mala situación económica en Madrid. Los del 27 hicieron una colecta, recogieron un dinero y se lo dieron. Se lo embolsó, no dio las gracias y se fue.
Cernuda era gran poeta y mala persona, dice Paco Umbral.
Cuando le entregaron el premio Cervantes –el Nobel de las letras hispanas- al uruguayo Jorge Onetti, éste le dijo a su amigo Luis Rosales, un gran poeta español, que había contribuído a que se lo dieran:
- Esto sólo significa para mí diez millones de pesetas.
Luis Calvo fue un periodista excepcional. Timoneó con mano maestra durante muchos años el tabloide matutino ABC, de tendencia conservadora.
Calvo le mando un día una carta, despidiéndole sin motivo, a Jacinto Miquelarena, corresponsal del diario en París, que vivía sólo de su sueldo, y no precisamente con holgura.
Miquelarena se fue al metro de París y esperó a que llegara un tren. Segundos antes de que se detuviera se quitó las gafas, se las dio a un señor que estaba a su lado y se arrojó al paso del convoy. Arrollado, murió en el acto. Le encontraron la carta de Calvo en el bolsillo.
Umbral se refiere en su libro al espeluznante episodio, al que califica de crimen perfecto. “Un asesinato a distancia”, dice textualmente, para lanzar después la siguiente afirmación: “Miquelarena era mucho mejor prosista que Luis Calvo”.


© José Luis Alvarez Fermosel

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