En nuestras épocas de febríl azacaneo por Europa, siempre que podíamos hacíamos una parada de al menos una semana en Suiza -en Zurich, Berna, Lausanne, preferentemente en Ginebra-, a fin de desestresarnos y descansar.
No hay país más tranquilo y más pacífico que Suiza, al que ya sabemos que van muchos millonarios a guardar su dinero en cuentas secretas, nos anticiparemos a decirlo antes de que nos lo refrieguen por la cara.
No hemos tenido nunca dinero en Suiza. Pero hemos disfrutado del silencio de sus cafés, después de ensordecer con el griterío de las tabernas españolas, las “trattorías” de Roma y el bullicio de los zocos marroquíes.
En los café suizos suele verse a muchos señores de aspecto grave, casi todos leyendo el “Journal de Gèneve”. Antes, cuando se fumaba, casi todos lo hacían y muchos en pipa: pipas preciosas, algunas curvas, otras con cazoleta, todas de buena madera y alguna de espuma de mar.
Los cafés de Ginebra huelen, o por lo menos olían cuando yo los frecuentaba a té con limón, cuero de lujo, pan tostado y aguardiente de cerezas.
Puerta de los Alpes, capital de la Reforma, cuna de la gran obra humanitaria de la Cruz Roja (fundada por ginebrinos en 1864), la ciudad de Rousseau y Calvino, en la que murió Borges, se encuentra en la vanguardia de nuestros recuerdos de otras ciudades con lagos y montañas.
En el cine Plaza vimos “Doctor Zhivago” y el tema de Lara nos bailoteó en el cerebro como la musiquilla machacona de la canción “Patricia”, de la película “La dolce vita”.
En Suiza se pierde la noción del tiempo, pese a su exacta y compleja relojería, determinante quizás de la puntualidad matemática de sus habitantes.
Constituye un espectáculo incomparable la vista de la ciudad desde la esquina de la calle Mont Blanc con el muelle. La rada y sus buques, y en lo alto la catedral. Si no hay niebla se ven las montaña de la Alta Saboya y el Mont Blanc.
La iglesia de Saint Germain es una bella muestra del gótico del siglo XV. Costeando el Quai des Bergues se ven en el medio del Ródano la isla Rousseau y los altos álamos que dan guardia a las estatuas del filósofo ginebrino. Después del Puente de la Máquina se pasa hacia la izquierda sobre el Puente de la Isla, donde está la torre del mismo nombre. En un muro se recuerda que Julio César mencionó su paso por Ginebra en sus Comentarios, en el año 58 antes de Cristo.
Plaza Bel Air, calle de la Corraterie. La Plaza Nueva, en cuyo centro se alza la estatua ecuestre del general Dufour, pacificador de Suiza en 1874. No hay otro país que siga en paz tantos años después de haber sido pacificado. La última arma que se disparó en Suiza fue el arco de Guillermo Tell.
El lago está siempre azul. Los parques son más azules que verdes, de un tono entre jade y lapislázuli. Ginebra es una ciudad de jardines y aguas azules.
En “Roberto”, 13 Rue Madeleine -¿recuerdan la película del mismo título?-, choqué mi copa de kirch años ha con las de Rafael Martín, de Televisión Española, y Lorenzo Herranz, de la revista Spic.
Las mujeres ginebrinas son altas y fuertes, casi todas de pelo rubio y ojos claros. Vestidas de cualquier manera, caminan a grandes pasos por las calles, camino del mercado o del centro de compras, sin mirar a derecha ni a izquierda. Los hombres trabajan y después se van a sus casas, o al café. Ginebra es una ciudad de cafés, aunque no tiene tantos como Viena.
Aquel “jour le plus longue”… comimos en una tranquila hostería de Vaux, a la orilla del lago: fiambres pueblerinos y salmón, un vino blanco de la región servido en una jarra empañada…
El pañuelo de seda verde con el escudo de Lausanne… El taxi nos llevó al Lausanne Palace. Nos dijeron que el hotel albergaba veinte personas de la familia del rey Saud.
Ha pasado mucho tiempo de todo esto.
No hay país más tranquilo y más pacífico que Suiza, al que ya sabemos que van muchos millonarios a guardar su dinero en cuentas secretas, nos anticiparemos a decirlo antes de que nos lo refrieguen por la cara.
No hemos tenido nunca dinero en Suiza. Pero hemos disfrutado del silencio de sus cafés, después de ensordecer con el griterío de las tabernas españolas, las “trattorías” de Roma y el bullicio de los zocos marroquíes.
En los café suizos suele verse a muchos señores de aspecto grave, casi todos leyendo el “Journal de Gèneve”. Antes, cuando se fumaba, casi todos lo hacían y muchos en pipa: pipas preciosas, algunas curvas, otras con cazoleta, todas de buena madera y alguna de espuma de mar.
Los cafés de Ginebra huelen, o por lo menos olían cuando yo los frecuentaba a té con limón, cuero de lujo, pan tostado y aguardiente de cerezas.
Puerta de los Alpes, capital de la Reforma, cuna de la gran obra humanitaria de la Cruz Roja (fundada por ginebrinos en 1864), la ciudad de Rousseau y Calvino, en la que murió Borges, se encuentra en la vanguardia de nuestros recuerdos de otras ciudades con lagos y montañas.
En el cine Plaza vimos “Doctor Zhivago” y el tema de Lara nos bailoteó en el cerebro como la musiquilla machacona de la canción “Patricia”, de la película “La dolce vita”.
En Suiza se pierde la noción del tiempo, pese a su exacta y compleja relojería, determinante quizás de la puntualidad matemática de sus habitantes.
Constituye un espectáculo incomparable la vista de la ciudad desde la esquina de la calle Mont Blanc con el muelle. La rada y sus buques, y en lo alto la catedral. Si no hay niebla se ven las montaña de la Alta Saboya y el Mont Blanc.
La iglesia de Saint Germain es una bella muestra del gótico del siglo XV. Costeando el Quai des Bergues se ven en el medio del Ródano la isla Rousseau y los altos álamos que dan guardia a las estatuas del filósofo ginebrino. Después del Puente de la Máquina se pasa hacia la izquierda sobre el Puente de la Isla, donde está la torre del mismo nombre. En un muro se recuerda que Julio César mencionó su paso por Ginebra en sus Comentarios, en el año 58 antes de Cristo.
Plaza Bel Air, calle de la Corraterie. La Plaza Nueva, en cuyo centro se alza la estatua ecuestre del general Dufour, pacificador de Suiza en 1874. No hay otro país que siga en paz tantos años después de haber sido pacificado. La última arma que se disparó en Suiza fue el arco de Guillermo Tell.
El lago está siempre azul. Los parques son más azules que verdes, de un tono entre jade y lapislázuli. Ginebra es una ciudad de jardines y aguas azules.
En “Roberto”, 13 Rue Madeleine -¿recuerdan la película del mismo título?-, choqué mi copa de kirch años ha con las de Rafael Martín, de Televisión Española, y Lorenzo Herranz, de la revista Spic.
Las mujeres ginebrinas son altas y fuertes, casi todas de pelo rubio y ojos claros. Vestidas de cualquier manera, caminan a grandes pasos por las calles, camino del mercado o del centro de compras, sin mirar a derecha ni a izquierda. Los hombres trabajan y después se van a sus casas, o al café. Ginebra es una ciudad de cafés, aunque no tiene tantos como Viena.
Aquel “jour le plus longue”… comimos en una tranquila hostería de Vaux, a la orilla del lago: fiambres pueblerinos y salmón, un vino blanco de la región servido en una jarra empañada…
El pañuelo de seda verde con el escudo de Lausanne… El taxi nos llevó al Lausanne Palace. Nos dijeron que el hotel albergaba veinte personas de la familia del rey Saud.
Ha pasado mucho tiempo de todo esto.
© José Luis Alvarez Fermosel
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