domingo, 3 de mayo de 2009

Voces antiguas en un museo taciturno

Se desliza Afrodisio Aparicio, mi maestro de esgrima, con pasos lentos y ágiles a la vez por tortuosos pasillos del museo taciturno que ya es nuestra memoria.
Resuena en mis oídos su voz potente:
-¡Parada en cuarta rompiendo! ¡Cinta de estocada marchando! ¡Rompiendo! ¡Revés a la cara!
La sala de armas del maestro Afrodisio Aparicio (foto) estaba en el número 13 de la calle Echegaray, a dos pasos de la taberna flamenca Los Gabrieles -un nombre cascabelero-.
Terminábamos nuestro bachillerato. A alguien se le ocurrió sustituir ese año la asignatura educación física por la esgrima. Todos los jueves por la tarde íbamos a la sala –la última que quedaba en Madrid- del maestro Afrodisio Aparicio.
El maestro era de estaura media, recio, musculoso, un poco arqueado ya. Las guías enhiestas de su blanco bigote mosqueteril parecían querer subir hasta sus pequeños ojos oscuros, de mirada tan penetrante como su espada: la espada francesa era su especialidad.
Algunos elegimos sable de entre las tres armas: florete, espada y sable.
Frente a nosotros, el gallardo maestro tendía la pesada arma “en garde”. Tímidamente rozábamos nuestra hoja con la suya. Nos incitaba a ser más firmes. Terminaba gritándonos y, enardecidos, lanzábamos tremendos mandobles que él parecía desviar con el latido del pulso, hasta que se cansaba y con la punta de su sable tocaba la guarda del nuestro y lo mandaba volando a un extremo de la sala.
Había venido de Otero de los Herreros (Segovia), donde una plaza lleva su nombre, a pie por la carretera, descalzo, a conquistar Madrid. Trabajó en un almacén de ramos generales de la castiza calle de Toledo. Catorce o quince horas diarias. No salía ni los domingos. Su padre era amigo del maestro de armas José Carbonell, quien se lo llevó para que le ayudara en sus cosas. Allí empezó a aprender el manejo de las tres armas.
El maestro Afrodisio abrió su sala en 1915. Por ella pasó el todo Madrid de sus años mozos. Fueron discípulos suyos el general Millán-Astray, fundador de la Legión Española, el duque de Tamames, González Tablas, el conde de Romanones, Raimundo Fernández-Cuesta, Marcelo T. de Alvear, el que más tarde habría de ser presidente de la República Argentina.
Ganó el Campeonato del Mundo de sable en la ciudad vasca de San Sebastián -a donde se trasladaba en verano la Corte española-.

Nos contaba el maestro una tarde lejana de copas de manzanilla y una luz difusa y húmeda que “(…) habían quedado finalistas un belga que ya no sé como se llamaba, Galante, un italiano y yo. Era en verano y el Rey (Alfonso XIII) acudía al Tiro de Pichón. Todavía me parece que oigo la voz del presidente del Jurado: ‘¡Caballeros, a la plancha!`”
Ese día el Rey le invitó a comer y le firmó el menú del almuerzo.
Antes había ganado el Campeonato de España y cruzado sus armas con casi todos los grandes tiradores del mundo, entre ellos el italiano Pini y el argentino Tamier.
Famoso fue su duelo a espada con Lancho, su encarnizado rival y competidor. Fue un duelo a primera sangre que ganó Angel Lancho, quien también se midió con campeones franceses, italianos y belgas y obtuvo repetidos triunfos.
El duelo se celebró el 13 de mayo de 1905 en la Quinta de Noguera, en Madrid. El arma escogida fue la espada, de la que Lancho era especialista. Este, al haber sido el agraviado, tenía derecho a escoger, pero fue caballeroso y cedió la elección a su contrincante. Afrodisio no quiso ser menos y eligió el hierro que con más destreza manejaba su adversario.
Los dos contendientes se convirtieron en íntimos amigos. Aparicio, además, adoptó la Escuela Española que preconizaba su rival.
Lancho se enfermó y murió durante la Guerra Civil española (1936/1939), refugiado en la embajada de Cuba. Su familia fue acogida durante la contienda por Afrodisio Aparicio en una casa que tenía cerca de Bilbao –capital de una de las tres provincias vascas-.
Eran otros tiempos de caballeros y “dandies”. No se podía insultar, desairar o dar malas contestaciones a nadie impunemente. Los asuntos de honor se zanjaban espada o pistola en mano. Convenía saber usar las dos armas.
Afrodisio Aparicio, mi inolvidable maestro de esgrima, tomaba en sus últimos días un café tras otro en su vieja sala de armas, rodeada por todas partes de floretes, sables, guanteletes, amarillentas fotografías dedicadas, caretas metálicas, caretas del carnaval de la muerte burlada. El no pudo burlar a la suya, que se lo llevó en 1963, a los 83 años.
Había recibido la Gran Cruz de Beneficencia, la Cruz de Alfonso X el Sabio y la Encomienda de la Orden de Cisneros.
César González-Ruano –otro querido maestro-, recordaba aquel Madrid que yo no llegué a conocer, un Madrid chulo y galante que bailaba y se batía en la Bombilla, en el Polistilo, en Parisiana: “Antonio de Hoyos entraba en La Favorita con su abrigo blanco de manga perdida comprado en Ostende. Cabriñana atusaba su barba saliendo de un portal de la calle Almagro. Cimera iba a las carreras. El maestro Afrodisio enseñaba esgrima nada menos que a la Reina Victoria Eugenia”.



© José Luis Alvarez Fermosel

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