domingo, 24 de mayo de 2009

El chacachá del tren

La radio pasa una vieja canción de Pedro Infante: “Pénjamo” (1). Como entre nieblas claras, entre dormidos ecos que se despiertan, acuden a mi memoria parte de la letra y la musiquilla, entre dulzarrona y ratonera; pero no la recuerdo cantada por Pedro Infante, sino por las inefables hermanas Fleta.
Elia y Paloma Fleta surgieron en España a mediados de los 50, cuando uno aprendía a multiplicar, o poco más. No tenían buena voz, ni mala, ni cantaban bien, ni mal, ni eran guapas, ni feas: está claro, ¿no?.
Lo malo es que eran hijas nada menos que de Miguel Fleta, un tenor lírico excepcional cuya fama trascendió las fronteras españolas para proyectarse en toda Europa, una buena parte de América, Japón y China. Cantó en la Scala de Milán, el Metropolitan Opera House de Nueva York y fue dirigido por Arturo Toscanini.
Las hermanas Fleta tuvieron algo más que quince minutos de fama, que aprovecharon bien porque, espoleada nuestra memoria por el gran poder de evocación que tiene la música, recordamos que sus vocecillas bien conjuntadas se escuchaban por todas partes: en las emisoras de radio –la televisión aún no había llegado a España-, las salas de fiesta y los cabarés elegantes.
“El chacachá del tren” (audio) y “Pénjamo” fueron sus caballitos de batalla. Gracias a esas canciones, bastante pegadizas, y a otra cuya letra sostenía con lógica aplastante que “una casa portuguesa es con certeza una casa portuguesa”, terminaron por colocarse bien: hicieron las consabidas giras por provincias, actuaron al aire libre en las “boîtes” de verano, grabaron discos y cantaron por fonética en portugués, francés, inglés e incluso alemán. Dicen que ganaron mucho dinero. No sé si tanto.
Salían a veces, nunca la una sin la otra, en alguna revista de espectáculos. Y se las escuchaba por todas partes con aquello de “Con el chacachá del tren,/el chacachá del tren,/que gusto da viajar,/cuando se va en el tren,/pues parece que el amor,/con su dulzón vaivén,/ produce más calor/ que el chacachá del tren”.




Mi padre no las podía ver ni en pintura. Las comparaba con su ilustre progenitor –ya se sabe que las comparaciones son odiosas- y las pobres salían perdiendo, como era natural.
Acudo a Internet, que me acerca sus rostros, sus figuras y sus voces, y siento una ternura y una melancolía muy profundas porque me devuelven ese niño que fui, que iba a un colegio de frailes severos, cuyas diversiones eran muy simples y muy limitadas y que soñaba con altos castillos con sus torres entre nubes, verdes praderas por las que galopar en un caballo ruano y princesas lejanas que luego descubriría que existieron en el estro de un poeta francés.
Siento que quiero, que siempre quise a las hermanas Fleta, que a decir verdad no eran ni chicha ni limonada, pero no se trata de eso, sino del pequeño pero simpático papel que jugaron en nuestra vida de entonces, donde no había grandes papeles que interpretar.
La radio –caigamos una vez más en el lugar común de decir que tiene magia, y a lo mejor la tiene, después de todo- me trae el tembloroso aleteo, como el de una de esas mariposillas de verano que se cuelan por las ventanas abiertas y vuelan torpemente en torno a una lámpara, la remembranza agridulce de unas voces apresuradas y un poco mecánicas que le cantaban a ciudades lejanas y otras veces a un tren, vehículo poético si los hay, donde un portugués pretendía tejer un idilio de urgencia.
Las hermanas Fleta salieron tan súbitamente como entraron de la vida artística de un país abierto al esparcimiento y la diversión, que recibía con alegría las manifestaciones de todos los artistas que quisieran poner una nota de esperanza o de humor, o sencillamente de sentimiento, en aquellos días de recuperación y confianza en un futuro feliz, que por fortuna llegó enseguida.

(1) Ciudad de México, en el estado de Guanajuato, a 21 kilómetros de Abasolo. Iglesia de los Remedios, de hermosa portada barroca del siglo XVIII.


© José Luis Alvarez Fermosel

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