Releo la novela “El factor humano”, de Graham Greene, una de las mejores, a mi juicio, aunque más no sea que por el firme trazado de sus personajes, conturbados por las dudas, la angustia existencial, el miedo al destino, la desconfianza, la deslealtad…
Como el mismo Greene, que vivió entre sombras y niebla. No conoció la luz, ni siquiera la claridad. El escritor brasileño Eric Nepomuceno dijo que cada una de sus horas estaba llena de crepúsculos.
Graham Greene escribio en siete décadas medio centenar de libros, veinticinco de los cuales fueron novelas, algunas muy buenas, otras no tanto como sostienen sus exégetas. Uno de los más objetivos señaló que “en sus peores momentos, la prosa de Greene se parecía a la pasta de engrudo y los dilemas morales abruman como un sermón pietista”.
Sus libros se vendieron siempre muy bien. Fue un escritor exitoso que cultivó, además de la narrativa, el ensayo, el teatro y el periodismo –fue subdirector del “Times” entre 1926 y 1930-. Escribió libros de historia y de viajes y el guión cinematográfico de la película “El tercer hombre”, dirigida por Carol Reed y protagonizada por Orson Welles, Alida Vally y Joseph Cotten.
Entre los años treinta y cuarenta escribió quizás sus mejores obras: “El nombre de la acción” (1930), “Oriente Express” (1932), “El agente confidencial” (1939) y “El poder y la gloria”. De ésta última se hizo una versión teatral.
Graham Greene fue un hombre lleno de dudas y contradicciones, como ya se dijo. Perteneció a una generación de intelectuales ingleses, o mejor dicho, a un grupo de una generación que surgió entre las dos guerras mundiales y se caracterizó por la crítica despiadada a su país, su vocación de trotamundos y su pasión por el comunismo.
Habremos de referirnos, para ser más concretos, al llamado círculo de (la universidad de) Cambridge, cuyos personajes más notorios fueron Kim Philby, Anthony Blunt, Guy Burgess y Donald Maclean. Todos ellos trabajaron en puestos destacados de la Inteligencia británica y se pasaron a la soviética. Philby ya era agente del KGB ruso cuando ingresó en el servicio secreto inglés.
Todos, menos Philby, que fue un heterosexual activo, fueron homosexuales, o en el mejor caso bisexuales y terminaron cayendo en el alcoholismo, deshechos por el estrés, las fuertes presiones a las que se vieron sometidos por los avatares de su profesión y, quizás, también por los remordimientos. El más frío, el más seguro fue Philby. Todos se pusieron a buen recaudo en la entonces Unión Soviética cuando estaba a punto de descubrirse que eran agentes dobles, o "topos”, en la jerga del espionaje.
Greene también fue espía durante algún tiempo, tal vez más por diletantismo que por otra cosa. El espionaje fue tema central o tangencial de muchas de sus novelas. No traicionó a su causa ni desertó. Fue heterosexual, como Philby, y no tan aficionado al whisky como éste. Tuvo infinidad de amantes, casi todas prostitutas, las mejores de las cuales siempre fueron para él las de color, según confesó poco antes de su muerte a su biógrafo Michael Sendel. En sus épocas de crisis pasaba varios días en fumaderos de opio.
Sus críticos destacan su frialdad –el mismo Greene dijo que todo escritor tiene una astilla de hielo en su corazón- y su brujuleo pendular entre lo justo y lo ortodoxo y lo que mejor le convenía a su condición de vividor. Hoy habría sido “políticamente incorrecto”, lo cual le hubiera valido la admiración del esnobismo local.
Fue presa de mil complejos y obsesiones, etiquetado como esnob por algunos y denostado por muchos, entre ellos Anthony Burgess, que calificó su actitud ante la vida de “pontificia”.
Alguien, cuyo nombre no recordamos, escribió en un apunte sobre él, publicado en el diario El País de Madrid, que fue tanta su fascinación por la deslealtad que lo de menos es saber si fue o no leal consigo mismo.
Volviendo al Greene escritor, siempre se dijo que la Academia Sueca no le concedió el premio Nobel de Literatura por el escándalo que se produjo cuando el escritor sueco Stig Dagerman se suicidó en Estocolmo, a los 31 años, al enterarse de que su mujer, la actriz de su misma nacionalidad Anita Björk –famosa por su labor actoral en la adaptación cinematográfica de “La señorita Julia”, de August Strindberg- era la amante de Greene.
Graham Greene escribió luego una obra de teatro -“El amante complaciente”- en la que el marido engañado se quita la vida asfixiándose con los gases de su coche, como hizo Dagerman en la vida real.
Después de Anita Björk, fue amante de Catherine Waltson, esposa de un miembro laborista de la Cámara de los Lores. La última de las cinco mujeres con las que estuvo ligado sentimentalmente durante varios años fue Yvonne Cloetta.
Hombre hermético, con un sentido del humor muy británico, obsesionado por la soledad, erró por su tortuoso interior en busca de sí mismo, de una definición segura de su carácter, sus virtudes y sus defectos. Según parece, no la encontró, ni tampoco en sus viajes por Europa y América.
Michael Selden, Norman Sherry, Anthony Mockler y el padre Durán, presente en su “Monseñor don Quijote”, rastrearon amoríos ocultos y causas erráticas, estudiaron su posición ante el catolicismo –religión que adoptó en 1926-, su necesidad de vivir en países lejanos en revolución y sus contradicciones ideológicas, entre las cuales la de pretender convertirse en adalid de los pobres y sojuzgados y espiar para el “establishment” británico.
Por sus superiores se supo que cuando estuvo destinado como agente en Sierra Leona (Africa Occidental) se interesó más por conseguir preservativos que en informar sobre el enemigo alemán.
Residió 30 años en Antibes, en la Costa Azul francesa. En 1990 se trasladó a Suiza. Murió en Vevey, a orillas del lago Leman, a los 86 años de una vida signada por el antisemitismo, su amistad con Philby –el gran traidor de su tiempo-, su ambivalencia, sus dudas, su exilio más allá de las fronteras de lo conveniente -sin que añorara de su Inglaterra natal más que las salchichas-, su teología en el filo de la navaja y su inestabilidad emocional, que como también se dijo, “fue una constante en los partes meteorológicos de las sombrías tierras de Greene”.
Como el mismo Greene, que vivió entre sombras y niebla. No conoció la luz, ni siquiera la claridad. El escritor brasileño Eric Nepomuceno dijo que cada una de sus horas estaba llena de crepúsculos.
Graham Greene escribio en siete décadas medio centenar de libros, veinticinco de los cuales fueron novelas, algunas muy buenas, otras no tanto como sostienen sus exégetas. Uno de los más objetivos señaló que “en sus peores momentos, la prosa de Greene se parecía a la pasta de engrudo y los dilemas morales abruman como un sermón pietista”.
Sus libros se vendieron siempre muy bien. Fue un escritor exitoso que cultivó, además de la narrativa, el ensayo, el teatro y el periodismo –fue subdirector del “Times” entre 1926 y 1930-. Escribió libros de historia y de viajes y el guión cinematográfico de la película “El tercer hombre”, dirigida por Carol Reed y protagonizada por Orson Welles, Alida Vally y Joseph Cotten.
Entre los años treinta y cuarenta escribió quizás sus mejores obras: “El nombre de la acción” (1930), “Oriente Express” (1932), “El agente confidencial” (1939) y “El poder y la gloria”. De ésta última se hizo una versión teatral.
Graham Greene fue un hombre lleno de dudas y contradicciones, como ya se dijo. Perteneció a una generación de intelectuales ingleses, o mejor dicho, a un grupo de una generación que surgió entre las dos guerras mundiales y se caracterizó por la crítica despiadada a su país, su vocación de trotamundos y su pasión por el comunismo.
Habremos de referirnos, para ser más concretos, al llamado círculo de (la universidad de) Cambridge, cuyos personajes más notorios fueron Kim Philby, Anthony Blunt, Guy Burgess y Donald Maclean. Todos ellos trabajaron en puestos destacados de la Inteligencia británica y se pasaron a la soviética. Philby ya era agente del KGB ruso cuando ingresó en el servicio secreto inglés.
Todos, menos Philby, que fue un heterosexual activo, fueron homosexuales, o en el mejor caso bisexuales y terminaron cayendo en el alcoholismo, deshechos por el estrés, las fuertes presiones a las que se vieron sometidos por los avatares de su profesión y, quizás, también por los remordimientos. El más frío, el más seguro fue Philby. Todos se pusieron a buen recaudo en la entonces Unión Soviética cuando estaba a punto de descubrirse que eran agentes dobles, o "topos”, en la jerga del espionaje.
Greene también fue espía durante algún tiempo, tal vez más por diletantismo que por otra cosa. El espionaje fue tema central o tangencial de muchas de sus novelas. No traicionó a su causa ni desertó. Fue heterosexual, como Philby, y no tan aficionado al whisky como éste. Tuvo infinidad de amantes, casi todas prostitutas, las mejores de las cuales siempre fueron para él las de color, según confesó poco antes de su muerte a su biógrafo Michael Sendel. En sus épocas de crisis pasaba varios días en fumaderos de opio.
Sus críticos destacan su frialdad –el mismo Greene dijo que todo escritor tiene una astilla de hielo en su corazón- y su brujuleo pendular entre lo justo y lo ortodoxo y lo que mejor le convenía a su condición de vividor. Hoy habría sido “políticamente incorrecto”, lo cual le hubiera valido la admiración del esnobismo local.
Fue presa de mil complejos y obsesiones, etiquetado como esnob por algunos y denostado por muchos, entre ellos Anthony Burgess, que calificó su actitud ante la vida de “pontificia”.
Alguien, cuyo nombre no recordamos, escribió en un apunte sobre él, publicado en el diario El País de Madrid, que fue tanta su fascinación por la deslealtad que lo de menos es saber si fue o no leal consigo mismo.
Volviendo al Greene escritor, siempre se dijo que la Academia Sueca no le concedió el premio Nobel de Literatura por el escándalo que se produjo cuando el escritor sueco Stig Dagerman se suicidó en Estocolmo, a los 31 años, al enterarse de que su mujer, la actriz de su misma nacionalidad Anita Björk –famosa por su labor actoral en la adaptación cinematográfica de “La señorita Julia”, de August Strindberg- era la amante de Greene.
Graham Greene escribió luego una obra de teatro -“El amante complaciente”- en la que el marido engañado se quita la vida asfixiándose con los gases de su coche, como hizo Dagerman en la vida real.
Después de Anita Björk, fue amante de Catherine Waltson, esposa de un miembro laborista de la Cámara de los Lores. La última de las cinco mujeres con las que estuvo ligado sentimentalmente durante varios años fue Yvonne Cloetta.
Hombre hermético, con un sentido del humor muy británico, obsesionado por la soledad, erró por su tortuoso interior en busca de sí mismo, de una definición segura de su carácter, sus virtudes y sus defectos. Según parece, no la encontró, ni tampoco en sus viajes por Europa y América.
Michael Selden, Norman Sherry, Anthony Mockler y el padre Durán, presente en su “Monseñor don Quijote”, rastrearon amoríos ocultos y causas erráticas, estudiaron su posición ante el catolicismo –religión que adoptó en 1926-, su necesidad de vivir en países lejanos en revolución y sus contradicciones ideológicas, entre las cuales la de pretender convertirse en adalid de los pobres y sojuzgados y espiar para el “establishment” británico.
Por sus superiores se supo que cuando estuvo destinado como agente en Sierra Leona (Africa Occidental) se interesó más por conseguir preservativos que en informar sobre el enemigo alemán.
Residió 30 años en Antibes, en la Costa Azul francesa. En 1990 se trasladó a Suiza. Murió en Vevey, a orillas del lago Leman, a los 86 años de una vida signada por el antisemitismo, su amistad con Philby –el gran traidor de su tiempo-, su ambivalencia, sus dudas, su exilio más allá de las fronteras de lo conveniente -sin que añorara de su Inglaterra natal más que las salchichas-, su teología en el filo de la navaja y su inestabilidad emocional, que como también se dijo, “fue una constante en los partes meteorológicos de las sombrías tierras de Greene”.
© José Luis Alvarez Fermosel
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