A todos nos ha pasado alguna vez. Estamos en la cola de un banco, de una oficina pública o privada, en cualquier lugar donde se atienda al público. La cola no es larga. Frente a nosotros están las ventanillas de rigor. Tras ellas hay empleados, o empleadas, que conocen su oficio, que saben lo que hacen y lo hacen bien, y rápidamente, salvo contadas excepciones.
De pronto lo vemos. Está entre nosotros. En principio no nos habíamos dado cuenta de que formaba parte de nuestro grupo. Ahora lo reconocemos perfectamente.
Ahí está, cincuentón largo, más bien bajo que alto, metido en carnes, con el poco pelo que le queda desordenado y ceniciento sobre la gruesa cabeza, el mismo traje de siempre que puede ser gris oscuro o azul marino, pero no se sabe porque está muy usado y lustroso. Caspa en el hombro, la camisa blanca, desabrochada, sin corbata, con el cuello rozado, los calcetines cortos y arrugados, de color marrón, que se le ven caer sobre los tobillos porque el pantalón le está un poco corto, los zapatos muy gastados, opacos y polvorientos.
(Francisco Umbral dice que cuando conoció al gran poeta español Jorge Guillén, mostraba unos calcetines flojos, caídos y marrones que a él le espantaron, y que no podía relacionar con el creador de la belleza pura y absoluta. En nada podría recordar el hombre al que nos referimos a Guillén sino en el detalle de los calcetines.)
Lleva nuestro hombre una especie de portafolios de plástico, o más bien cartera con manija, como la que llevaban antes los niños al colegio. ¡Es la caja de Pandora!
El hombre del trámite largo, porque de él se trata, ya lo habrán adivinado, cuando le llega su turno se vuelve de cara a la gente que espera, antes de acercarse a la ventanilla, y deja entrever una media sonrisa maliciosa que muestra apenas unos dientes fuertes y amarillos, caballunos, podríamos decir.
Inmediatamente se aproxima a la ventanilla, abre el portafolios y empieza a sacar papeles y a dárselos al empleado, que no puede reprimir un escalofrío, porque él también lo ha reconocido.
La gente que espera se agita. Ya sabe lo que viene a continuación y sabe que no es bueno.
El cajero recibe los papeles, los examina con todo cuidado, pide al cliente que se identifique, le hace firmar un formulario. Todo esto lleva un buen rato. Luego el empleado empieza a sellar los papeles. Los golpes del sello resuenan como pistoletazos.
Sellados los papeles el muchacho se los lleva entre los brazos, apretándolos contra su pecho como a un niño enfermo. Algunos se le caen y se pone los que le quedan bajo un brazo para poder recoger los que se le han caído sin que se le caigan más.
Regresa con otro empleado de más edad que él, con cara de inteligente y gafas montadas al aire. Se ponen los tres a estudiar los papeles: el de la ventanilla, el hombre del trámite largo y el recién llegado.
Mientras tanto la cola crece. Alguno de los que la forman se va a otra.
Viene otro señor, que debe ser un gerente. Habla con el hombre del trámite largo, que le responde con seguridad y firmeza. Debe tener todo en regla.
El gerente se va y vuelve acompañado por otro, de cierta edad. Se pasan los papeles de unos a otros. Nadie parece dar pie con bola.
A todo esto la cola ya es larguísima. Se ve a algunas personas con la cara crispada, que aprietan disimuladamente los puños. Otras miran sus relojes cada cinco minutos.
El hombre del trámite largo sigue hablando en voz baja, sin perder un ápice de su imperturbabilidad. Todos los que han venido se van, llevándose los papeles. Se los han repartido. Se ve que esperan volver con alguna solución.
El hombre del trámite largo vuelve a encararse con el público, siempre con su sonrisilla suficiente. Levanta una mano, se introduce el dedo meñique, que tiene una uña muy larga, en un oído y se hurga un rato.
Está poseído de su importancia, que no es de él sino de sus mandantes, quienes le confían –se enorgullece él- asuntos de complejo y largo trámite que exigen la atención de gentes que son más que él.
Pero lo que más le gusta es saber que tiene, al menos por un rato largo, poder: el de hace esperar, y casi desesperar a un montón de sus semejantes.
Nunca me enteré de cómo termina el trámite de ese buen hombre. Siempre me he ido antes. ¡Ojalá que no se lo topen nunca delante de ustedes en una cola!
De pronto lo vemos. Está entre nosotros. En principio no nos habíamos dado cuenta de que formaba parte de nuestro grupo. Ahora lo reconocemos perfectamente.
Ahí está, cincuentón largo, más bien bajo que alto, metido en carnes, con el poco pelo que le queda desordenado y ceniciento sobre la gruesa cabeza, el mismo traje de siempre que puede ser gris oscuro o azul marino, pero no se sabe porque está muy usado y lustroso. Caspa en el hombro, la camisa blanca, desabrochada, sin corbata, con el cuello rozado, los calcetines cortos y arrugados, de color marrón, que se le ven caer sobre los tobillos porque el pantalón le está un poco corto, los zapatos muy gastados, opacos y polvorientos.
(Francisco Umbral dice que cuando conoció al gran poeta español Jorge Guillén, mostraba unos calcetines flojos, caídos y marrones que a él le espantaron, y que no podía relacionar con el creador de la belleza pura y absoluta. En nada podría recordar el hombre al que nos referimos a Guillén sino en el detalle de los calcetines.)
Lleva nuestro hombre una especie de portafolios de plástico, o más bien cartera con manija, como la que llevaban antes los niños al colegio. ¡Es la caja de Pandora!
El hombre del trámite largo, porque de él se trata, ya lo habrán adivinado, cuando le llega su turno se vuelve de cara a la gente que espera, antes de acercarse a la ventanilla, y deja entrever una media sonrisa maliciosa que muestra apenas unos dientes fuertes y amarillos, caballunos, podríamos decir.
Inmediatamente se aproxima a la ventanilla, abre el portafolios y empieza a sacar papeles y a dárselos al empleado, que no puede reprimir un escalofrío, porque él también lo ha reconocido.
La gente que espera se agita. Ya sabe lo que viene a continuación y sabe que no es bueno.
El cajero recibe los papeles, los examina con todo cuidado, pide al cliente que se identifique, le hace firmar un formulario. Todo esto lleva un buen rato. Luego el empleado empieza a sellar los papeles. Los golpes del sello resuenan como pistoletazos.
Sellados los papeles el muchacho se los lleva entre los brazos, apretándolos contra su pecho como a un niño enfermo. Algunos se le caen y se pone los que le quedan bajo un brazo para poder recoger los que se le han caído sin que se le caigan más.
Regresa con otro empleado de más edad que él, con cara de inteligente y gafas montadas al aire. Se ponen los tres a estudiar los papeles: el de la ventanilla, el hombre del trámite largo y el recién llegado.
Mientras tanto la cola crece. Alguno de los que la forman se va a otra.
Viene otro señor, que debe ser un gerente. Habla con el hombre del trámite largo, que le responde con seguridad y firmeza. Debe tener todo en regla.
El gerente se va y vuelve acompañado por otro, de cierta edad. Se pasan los papeles de unos a otros. Nadie parece dar pie con bola.
A todo esto la cola ya es larguísima. Se ve a algunas personas con la cara crispada, que aprietan disimuladamente los puños. Otras miran sus relojes cada cinco minutos.
El hombre del trámite largo sigue hablando en voz baja, sin perder un ápice de su imperturbabilidad. Todos los que han venido se van, llevándose los papeles. Se los han repartido. Se ve que esperan volver con alguna solución.
El hombre del trámite largo vuelve a encararse con el público, siempre con su sonrisilla suficiente. Levanta una mano, se introduce el dedo meñique, que tiene una uña muy larga, en un oído y se hurga un rato.
Está poseído de su importancia, que no es de él sino de sus mandantes, quienes le confían –se enorgullece él- asuntos de complejo y largo trámite que exigen la atención de gentes que son más que él.
Pero lo que más le gusta es saber que tiene, al menos por un rato largo, poder: el de hace esperar, y casi desesperar a un montón de sus semejantes.
Nunca me enteré de cómo termina el trámite de ese buen hombre. Siempre me he ido antes. ¡Ojalá que no se lo topen nunca delante de ustedes en una cola!
© José Luis Alvarez Fermosel
2 comentarios:
Estimado Caballero Español: Me parece que somos 2 almas en penas y que coincidimos: no hay una vez que tenga que ir al banco o alguna oficina (por lo general pública) y no tenga que esperar al de los trámites largos. No sabe cómo me acuerdo del personaje de la empleada pública (a pesar de no representar al público)de Gasalla. Ahora, con su post, seguiré recordando a Gasalla y también a ud., ya que ambos presentan las 2 caras de la moneda. Un gran abrazo. Lo tengo siempre presente con sus dichos y opiniones en la radio, tal vez por eso disfruté tanto con lo que posteó sobre epigramas y refranes. Un fuerte abrazo. Ricardo (Caballito)
Querido Ricardo: tienes mucha razón, entre las empleadas públicas de Gasalla y los señores/as de los trámites largos van a acabar algún día con nuestra paciencia y vamos a salir a la calle tirándonos de los pelos y corriendo como locos sin rumbo fijo. Ciertamente, vivimos una época muy... "bizarra". Gracias por escribir y un fuerte abrazo.
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