viernes, 29 de mayo de 2009

La envidia

Según un viejo dicho inglés: "If the envy were a fever, all the mankind would be ill". En español diríamos: "Si la envidia fuera tiña…, ¡cuántos tiñosos habría!".
Con la envidia se nace. El envidioso no se hace de un día para otro. Quien no siente envidia nunca es que ha nacido con el lugar del cerebro en que anida esa sierpe ocupado por otra cosa. (Los frenólogos afirman que el cerebro se divide en compartimentos: aquí está la libido, allí la capacidad para aprender idiomas, al lado se encuentra la inteligencia, o la imaginación, y así sucesivamente.)
La envidia es latina, amarillenta, aceitosa. Viene del viejo “mare nostrum", del azul Atlántico, de la dorada Liguria, de la Marsella de la "Cannebière" y el castillo de If, de la... "Córdoba lejana y sola" de los versos de García Lorca, de la Córcega de Napoleón Bonaparte.
Aquí la envidia heredada de nuestros antepasados ha florecido como la hiedra que crece de noche y cubre los nobles muros de piedra berroqueña de los castillos, oscureciendo y mancillando su abolengo.
Los españoles -sobre todos los españoles-, los italianos, los franceses, los corsos, los griegos, somos muy envidiosos. Los latinos tenemos virtudes y defectos -la soberbia, entre ellos-, como todo el mundo. El más característico, el más marcado es la envidia.
En la deliciosa novela "Tartarín en los Alpes" del escritor francés Alphonse Daudet, Costecalde, el armero de Tarascón -un pintoresco pueblecito situado a orillas del Ródano, muy cerca de Nimes-, envidia terriblemente a Tartarín, el más conspicuo personaje del pueblo, vital, fogoso, desorbitado, cuyas aventuras, o una buena parte de ellas son producto de su calenturienta imaginación de hombre del "midi".
Costecalde se pone literalmente amarillo de envidia cada vez que se comenta en la taberna una nueva hazaña de Tartarín. En alguna ocasión sufre lo que parece un ataque de epilepsia. "¡Dejádme, dejádme -dice soltándose de quienes tratan de asistirle-: es la envidia...!".
Pasando de la ficción a la realidad, Francisco Franco, que gobernó España con mano de hierro (desenguantada...) durante 44 años (1939/1975), concedió muy pocas entrevistas periodísticas.
"París Match" hizo el milagro. La revista mandó a su mejor reportero –que hablaba español perfectamente- al Palacio del Pardo de Madrid, donde residía el sombrío y taimado general.
No recuerdo el nombre del periodista, que dijo antes de regresar a Francia que jamás había entrevistado a alguien tan difícil como Franco, quien como buen gallego contestaba siempre a una pregunta con otra.
"Sólo una vez obtuve de él una respuesta instantánea y tajante –reveló el periodista francés-. Cuando le pregunté que, conociendo tan bien a los españoles, cuál era a su juicio su principal defecto, contestó en el acto: ‘¡La envidia!’ ".
La envidia es muy mala consejera. Provoca murmuraciones, añagazas, injusticias, calumnias, puñaladas por la espalda, ruindad, odio…
En su nombre se han cometido tantos crímenes como en el de la libertad. No sé quién dijo que era un pecado judeo-cristiano. Ya al principio del Génesis, Caín mata a Abel por envidia. La Iglesia Católica, que considera la envidia como un pecado capital, la define a la perfección: tristeza del bien ajeno.
¿De qué bien ajeno? De todos. Mataríamos, si pudiéramos, a nuestro amigo del alma porque su mujer es más linda que la nuestra, o porque tiene un coche más moderno y más grande. Envidiamos a los ricos si somos pobres, a los jóvenes si somos viejos. ¡Ni qué hablar de quienes tienen más talento o ganan más dinero que nosotros, o se lucen más en su trabajo, teniendo la misma categoría!
La envidia es el principal factor determinante del "mobbing" o acoso laboral, uno de los males de nuestro tiempo. El menos inteligente, el menos capaz, el que se considera postergado arma enseguida una camarilla, la encabeza y se dedica a hacerle la vida imposible a su compañero más competente, más exitoso o más afortunado, que puede terminar sumido en una depresión.
El psicólogo estadounidense Harry Stack Sullivan definió la envidia como "un sentimiento de aguda incomodidad, surgido por el descubrimiento de que otro posee algo que nosotros creemos que deberíamos tener en lugar de él". El discurso del envidioso es repetitivo, monocorde y compulsivo respecto de lo que envidia y de con quién compite.
Pendiente de lo que poseen los demás, no reconoce lo que tiene él y nada o poco hace para sacarle partido. Su vida no gira sobre su realidad, sino sobre lo que desea conseguir y, en definitiva, sobre lo que echa en falta. La insatisfacción, la frustración y la rabia le dominan, hacen de su vida un infierno y, lo que es peor, convierte en un infierno la de aquellos a quienes envidia.
Así de maligna es la envidia, así de temible. Lo malo es que uno no puede librarse de ella, no puede evitar ser envidiado por esto, por lo otro o por lo de más allá.
iCuidado con los envidiosos disimulados! Calderón de la Barca dijo: "En los extremos del hado/no hay hombre tan desdichado/que no tenga un envidioso,/ni hay hombre tan venturoso/que no tenga un envidiado".

© José Luis Alvarez Fermosel

2 comentarios:

Rubén dijo...

¡Cuánta razón, Caballero Español! Tengo una hermana que ya no sabe a quién envidiar. ¡Envidia hasta a nuestra madre que pudo rehacer su vida amorosa con un hombre sensacional! En el fondo, creo que se envidia a sí mismo cuando se mira al espejo. Lo felicito por la nota. Es excelente. Un gran abrazo. Rubén (Lomas de Zamora)

Caballero Español dijo...

Querido Rubén: ¡Qué Dios te dé paciencia con tu hermana! El envidioso no se corrige nunca. Pero es cuestión de no hacerlos caso. Gracias por tu felicitación y un abrazo.