Se subió el cuello de la gabardina, se bajó el ala del sombrero flexible y se caló las gafas negras. De semejante guisa salió de su casa, situada en la zona más céntrica de la pequeña ciudad provinciana, inundada de sol aquella mañana radiante.
Su mano derecha asía la fría culata de la pistola en el bolsillo del impermeable.
Empezó a caminar lentamente, mirando a un lado y a otro. Sólo cuando se percató de que no le seguían, aceleró el paso, tomando una calle muy concurrida, con tiendas de comestibles, verdulerías, el chiscón de un sastrecillo ceutí (1), una imprenta y una academia de corte y confección.
- ¡Adiós, don Manuel! -le saludó un tratante de ganado muy conocido en la provincia.
El se tocó apenas el ala del chambergo y siguió su camino a grandes trancos hasta la avenida, donde tomó un taxi.
- ¿Qué dice de bueno, don Manuel? –le dijo el taxista, jovial.
El carraspeó y dio una dirección en voz baja. A mitad de camino hizo parar el taxi, se bajó y entró en una taberna de vinazo y moscas, saliendo por la puerta trasera. El tabernero, jordo y jocundo, con su mandil a rayas negras y verdes, le gritó con voz jerezana, caliente:
- ¡Don Manuel, cuánto tiempo hace que no se le ve por ésta su casa! Véngase un día por aquí a eso de las ocho y echaremos un trago.
Pero el hombre ya había salido del local y no le oyó. De nuevo en la calle, se detuvo unos segundos para dejar pasar a dos muchachos que cargaban un enorme cristal. Le saludaron a dúo:
- ¡Con Dios, don Manuel!
El, impertérrito, siguió su caminata. De pronto, se dio de manos a boca con un grupo de comadres que venían del mercado, con sus bolsas de la compra. Todas le jalearon de lo lindo. La más guapa, una morenaza de ojos verdes, le piropeó:
- ¡Eso no es andar, don Manuel, eso es ir por la calle bailando un pasodoble! ¡Qué garbo que tiene usted, madre mía!
Su mano derecha asía la fría culata de la pistola en el bolsillo del impermeable.
Empezó a caminar lentamente, mirando a un lado y a otro. Sólo cuando se percató de que no le seguían, aceleró el paso, tomando una calle muy concurrida, con tiendas de comestibles, verdulerías, el chiscón de un sastrecillo ceutí (1), una imprenta y una academia de corte y confección.
- ¡Adiós, don Manuel! -le saludó un tratante de ganado muy conocido en la provincia.
El se tocó apenas el ala del chambergo y siguió su camino a grandes trancos hasta la avenida, donde tomó un taxi.
- ¿Qué dice de bueno, don Manuel? –le dijo el taxista, jovial.
El carraspeó y dio una dirección en voz baja. A mitad de camino hizo parar el taxi, se bajó y entró en una taberna de vinazo y moscas, saliendo por la puerta trasera. El tabernero, jordo y jocundo, con su mandil a rayas negras y verdes, le gritó con voz jerezana, caliente:
- ¡Don Manuel, cuánto tiempo hace que no se le ve por ésta su casa! Véngase un día por aquí a eso de las ocho y echaremos un trago.
Pero el hombre ya había salido del local y no le oyó. De nuevo en la calle, se detuvo unos segundos para dejar pasar a dos muchachos que cargaban un enorme cristal. Le saludaron a dúo:
- ¡Con Dios, don Manuel!
El, impertérrito, siguió su caminata. De pronto, se dio de manos a boca con un grupo de comadres que venían del mercado, con sus bolsas de la compra. Todas le jalearon de lo lindo. La más guapa, una morenaza de ojos verdes, le piropeó:
- ¡Eso no es andar, don Manuel, eso es ir por la calle bailando un pasodoble! ¡Qué garbo que tiene usted, madre mía!
El se tocó otra vez el ala del sombrero con la mano libre -la otra seguía apretando la pistola en el bolsillo-.
Al pasar por la parroquia, Cosme, el mendigo, le imploró:
- ¡Una limosnita, don Manuel: una limosnita, por amor de Dios!
El forastero, que había seguido más o menos el mismo camino de don Manuel, le preguntó al farmacéutico, en cuya compañía se dirigía al casino:
- ¿Pero quién es ese señor al que todos conocen y todos saludan?
El boticario se detuvo y miró fijamente a los ojos al forastero, como no dando crédito a lo que acababa de oir:
- ¡Coño!, ¿quién va a ser?: ¡el jefe de la policía secreta!, exclamó con un dejo de irritación.
(1) De Ceuta, ciudad autónoma española del Norte de Africa.
Al pasar por la parroquia, Cosme, el mendigo, le imploró:
- ¡Una limosnita, don Manuel: una limosnita, por amor de Dios!
El forastero, que había seguido más o menos el mismo camino de don Manuel, le preguntó al farmacéutico, en cuya compañía se dirigía al casino:
- ¿Pero quién es ese señor al que todos conocen y todos saludan?
El boticario se detuvo y miró fijamente a los ojos al forastero, como no dando crédito a lo que acababa de oir:
- ¡Coño!, ¿quién va a ser?: ¡el jefe de la policía secreta!, exclamó con un dejo de irritación.
(1) De Ceuta, ciudad autónoma española del Norte de Africa.
© José Luis Alvarez Fermosel
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