sábado, 30 de octubre de 2010

Las once, las doce...

Acaban de dar las once de la mañana.
Las once es una hora sin personalidad. Como todo lo que sirve de punto de partida, y nada más.
Carece de la rotundidad de las diez. El diez es la pura esencia de la definición, de lo sólido; el número diez es concreto, macizo.
La docena es redonda y trascendente. El número doce es el símbolo del orden cósmico. Hay doce patriarcas en el Antiguo Testamento, doce fueron los hijos de Israel, los apóstoles de Cristo y los principales dioses de la mitología griega. Doce son los meses del año. Un jurado consta de doce miembros.
Las doce de la mañana imponen el mediodía. Las doce de la noche, la medianoche. Las once no tienen significado, ni definen nada. Son un linde, una bisagra entre dos horas con tremenda personalidad: las diez y las doce.
A las once nunca pasa nada, ni siquiera todos los gatos son pardos. A las doce de la noche, a partir de las doce de la noche comienza una vida intensa donde puede pasar de todo, bueno o malo.
Las doce de la noche definen un estadio enigmático y provocador que caracteriza el principio de una acción, o de varias concatenadas, rebosantes de vitalidad y sensaciones gratificantes.
Hay que dejarse conducir por las campanadas de las doce de la noche, que aunque parezca mentira pasan inadvertidas por algunos. No todos pueden descifrar su sentido. No todos pueden tenerlas en las manos, en blanco sobre rojo.
No es verdad que el búho de Minerva despliegue sus alas al anochecer, lo hace en cuanto empiezan a sonar las campanadas de la alta noche, que hay que aprovechar al máximo porque una hora después viene la madrugada, tiempo de búsquedas, emprendimientos y concreciones febriles. La madrugada tiene lo suyo, también.
El amanecer, en cambio, es terrorífico. Hay que huir de él como de la peste.
Si nos sorprende puede pasarnos lo que al conde Drácula, que con independencia de esa manía suya de chupar sangre, tenía muy buen gusto para las damas, dicho sea entre paréntesis.
Las once no afirman, ni firman. No son chicha ni limonada. Tienen categoría de bedel –ni siquiera de chambelán-. Están ahí para anunciar a las doce, cuyas campanadas son de bronce.
Cuando daban las doce de la noche en la catedral se ponían en marcha los misteriosos habitantes de la casa de Tócame Roque del cuento de nuestra infancia que contábamos muchos años después, todas las noches, a nuestros hijos. ¡Si son las doce, Tócame Roque!
Dentro de poco, el 31 de diciembre, para ser exactos, comeremos una tras otra las doce uvas de la suerte al compás de las doce campanadas de la última noche del año, la noche de San Silvestre.
A las once de la mañana del primero de enero, naturalmente, estaremos durmiendo. Nos levantaremos a las doce, no por dormilones ni perezosos, sino porque levantarse a las doce del mediodía cuando uno ha escuchado en pie, con una copa en la mano, las doce campanadas de la noche anterior –el último día del año o cualquier otro-, trae buena suerte.
Me voy, que van a dar las doce.


© José Luis Alvarez Fermosel


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