
La tristeza, yo creo, es una de esas cosas que se sienten y no se pueden explicar. Por lo menos, bien.
La tristeza es como un perrazo de lanas echado a los pies de uno en la casa grande, que se queda quieto mientras Armando Manzanero nos cuenta apurado eso de que esa tarde vio llover, vio gente correr y ella no estaba allí...
La tristeza es releer una carta de una novia lejana en el tiempo y la distancia que se ha encontrado uno traspapelada en un sobre de papel madera en el que se dice pendiente, en el archivo.
La tristeza puede caernos, como un rayo manso, desde el mismo rincón, desguazadero de ideas y proyectos de otros tiempos, bajo la forma de aquel amarillento recorte donde estampamos nuestra firma al pie de nuestra primera columna, plagada de errores irrepetibles y de pasiones entrañables.
Puede que en un día le sorprendan a uno las notas cascabeleras de la rapsodia España, de Chabrier, cuando apenas hay gente y el barman prepara un whisky solo con mucho hielo en la cocina y se lo lleva al bar y lo deja luego ahí, bajo el mostrador, al lado de la caja registradora, para ir bebiéndoselo de a poquito en un rato largo, antes de que el bar se llene y ya no tenga tiempo de hacer otra cosa que despachar la cuota de alegría ficticia, comprada, que le exige la clientela heterogénea y desangelada que viene de otro sitio donde las cosas no andan bien.
En medio de ese módico aquelarre bastará que un raro perfume de mujer, o el olor a avellana de la mantequilla caliente nos sobrevuele el bigote para poner en marcha nuestra usina de nostalgia, nuestra nube de mariposas en el pecho. Sin muchas ganas, intentamos el exorcismo: acomodamos nuestra garganta y nuestra chaqueta, lanzamos al poblado vacío una frase jovial y alguno que otro guiño cómplice; y nos alejamos de los amados fantasmas de adentro.
La música de Delius, de una ideal melancolía, es quizás la quintaesencia de la tristeza, que también puede consistir en estar con una bella mujer de ojos oscuros e insomnes y boca roja que le dice a uno en el restaurante que no podrá quedarse a tomar el café; que tendrá que irse porque la esperan sus hijos – al cuidado de una niñera- en el apartamento, en el que ya no esta el marido, para que les lea el cuento -de Andersen- que les lee todas las noches antes de que se duerman.
La tristeza es un tren que se va, sucio y mojado, en un mundo de luces dispersas. Un tren con gente con el aspecto grisáceo de las piedras de las aceras: esa expresión que tienen las personas a las que nada ni nadie esperan.
Se escucha la sirena de una ambulancia que cruza el bulevar, embadurnado en el crepúsculo de rojo, amarillo y ocre.
Uno se entera de que un amigo, con el que compartió tantas veces el pan y la sal, le ha criticado acerbamente a sus espaldas sin motivo ni fundamento, quizás sólo porque le tiene envidia.
Uno está solo en domingo, en una agencia de noticias donde ya ni siquiera zurean los teletipos, porque ya no hay teletipos sino computadoras, y suena un tango en la radio: ese que habla del carrerito del Once que pasa por la ciudad, en la mañana nublada, en su carro con verdura y naranjas y una flor en la oreja.
Se va, acaso para no volver, esa actriz madura de ojos verdes con la que uno tuvo un romance de urgencia que pudo haber sido otra cosa. Lo que pudo haber sido y no fue…: eso es la tristeza.
Uno ha sido duro, o injusto, o cruel, o las tres cosas a la vez con su secretaria o con el mensajero. Uno extraña a sus hijos, que alientan bajo otro cielo, con otras estrellas y, por consiguiente, con otra astrología y otra suerte.
En el quiosco de la esquina hay una revista que trae un artículo de uno sobre el viejo Madrid de su infancia, tan remota…
(¡Madrileña bonita,
flor de verbena:
eres como un ramito,
de yerbabuena...!)
Uno se da cuenta de que se le escapa la vida, que siempre trató de asir, de asir y retener con manos fáciles y alegre corazón, como en los versos de El Caballero de la Rosa.
Todo eso, y muchas cosas más, nada fáciles de explicar, es la tristeza, que va y viene, y viene y va, en una rueda loca y lenta como de tiovivo de verbena.
Mi amigo está inquieto, además de triste. Le pido a Paco, el barman, otro gin and tonic para mi amigo. Y le pongo una mano en su hombro fuerte.
- ¡Anímate, hombre! -le digo-, que también los duros nos ponemos tristes a veces, e incluso lloramos, y no por eso dejamos de ser duros.
- iDejate de joder, “gayego”; ¿qué dirían los duros…en serio si nos echáramos a llorar ahora los dos y nos vieran llorar por la ventana del bar…!
- Pues que estábamos borrachos, y camino de ello vamos.
Pero no importa lo que digan los duros... en serio. Cuatro duros con los pies encima de la mesa de un reservado de un lugar… reservado, que se llama disco. No importa que digan que uno es un trasnochado porque está triste, o porque llora, o por lo que sea..
Porque hay cosas que no mueren nunca. Y noches que no se trasnochan jamás.
© José Luis Alvarez Fermosel
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