martes, 7 de julio de 2009

Un pícaro elegante

Pillastres de diversa laya han ido y venido, y van y vienen por todo el mundo, siempre sacando tajada.
Se pegan como lapas a personajes importantes e influyentes, en calidad de asesores, consejeros, mentores, validos, guías espirituales, amigos del alma y un etcétera interminable.
Casi todos tienen algún mérito -si es que se le puede llamar así-. En estos pagos el mérito es la llamada “viveza criolla”.
Terminan por caer en desgracia, porque más tarde o más temprano se les ve el plumero, y sus protectores los despiden con cajas destempladas.
Uno de estos pilletes, que ni siquiera era simpático, como suelen ser todos los de su jaez, fue George Brummell que, eso sí, tenía el don de la elegancia. Todo lo que se echaba encima le caía bien.
Frecuentaba los salones más señoriales de la Inglaterra de comienzos del siglo XIX, donde llamaba la atención por su manera de vestir, más sencilla y sobria de lo que era habitual entonces.
Consiguió, no puede negársele, introducir reformas sustanciales en la moda de esa época, demasiado rebuscada y barroca. No es poco. Se le adjudicó el sobrenombre de “Beau” y se le calificó de Arbitro de la Elegancia.
Brummell se procuró la amistad y protección del Príncipe de Gales –posteriormente Jorge IV-. Y se convirtió en un esnob, que se permitió sistemáticamente impertinencias caracterizadas por la afectación y la insolencia.
El Príncipe de Gales le preguntó un día a Brummell, que acababa de regresar de una excursión por los lagos de Inglaterra, que cuál le había gustado más. Brummell interrogó a su criado:
- Brown, ¿cuál es el lago que más nos ha gustado?
- Windermere, señor –
respondió el servidor-
- Pues Windermere, Gales, si eso te satisface –le dijo el “Beau” al príncipe.
La vanidad de “Beau” Brummell le hacía meter frecuentemente la pata, expresión que a un esnob como él le habría parecido muy vulgar. El Arbitro de la Elegancia, que ciertamente no tenía rival en esa materia –sus sastres decían que era un placer vestirlo-, carecía de ingenio, de tacto y de sentido del humor.
Un día estaba tomando café después de cenar con el príncipe y otros amigos. En un momento dado le ordenó a éste:
- Gales, llama a un criado.
Gales lo llamó y cuando lo tuvo delante le dijo:
- El señor Brummell se va. Acómpañalo hasta la puerta.
El señor Brummell se fue y no volvió. Desprovisto del favor principesco y acosado por sus acreedores, le fue de mal en peor y murió en la más espantosa miseria y loco en un manicomio para indigentes de Caen (Francia), el 30 de marzo de 1840, a los 62 años.



© José Luis Alvarez Fermosel

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