Con este título, el escritor español Carmelo López-Arias Montenegro escribió un bello artículo en El Semanal Digital.com -Primer weblog de la prensa española- sobre Fernando Vizcaíno Casas, que glosó en una buena parte de su obra la posguerra española, cuyo recuerdo estaba todavía fresco.
López-Arias, “lui même”, habla de la nostalgia, reivindicándola como el hecho de “reconocernos en quienes fuimos”.
“Femando Vizcaíno Casas, crítico mordaz y sarcástico de la Transición, no era contrario a ese proceso ni a la democracia española, sino a tres cosas: el cambio de chaqueta, la mentira histórica y el ridículo autonómico. Con esas tres lacras de la España postfranquista fue implacable.
Su pluma alcanza verdadero relieve literario, sin embargo, en la evocación del pasado. Durante la Transición una palabra expresó por excelencia el sentimiento tabú: la nostalgia. Ser "nostálgico del régimen anterior" se constituyó en la peor lacra posible. Algo coherente con la situación si la reprobación alcanzase a ser "defensor" o "propugnador" o "partidario", pero... ¿por qué socavar un sentimiento tan hermoso y universal como el que nos vincula, con simpatía o con dolor exento de amargura, al tiempo vital que ya se escapó y sólo podemos recuperar por esa vía?
La nostalgia es la certificación de nuestra identidad. Constituye el aliciente para mirar hacia atrás y reconocernos en quienes fuimos, aun si no nos gusta lo que fuimos. Gracias a esa sensación, dulce o dolorida, ya mueva a la sonrisa, al sollozo o al remordimiento, nos apreciamos como esencialmente unos en el tiempo. Si él ayer no nos zarandease todavía el corazón, ¿cómo identificarnos con aquel ser que éramos, y con quien apenas guardamos ya nada en común?
A través de La boda del señor cura, Hijas de María, etc., Vizcaíno conectó con la generación de postguerra. Pintó una época dura en lo material, rica en lo personal, y mucho menos pacata y ñoña de cuanto se nos induce a pensar. Evocó los años cuarenta y cincuenta desde lo que para vencedores y vencidos era común: la vida cotidiana.
Le recordó a muchos españoles, atemorizados de sí mismos, que en medio de las dificultades fueron felices y normales. Conocieron una disciplina escolar hoy revalorizada, y la proximidad y sabiduría de sus maestros. Descubrieron el primer amor desde una inocencia que se pierde en nuestros días apenas se abandona la cuna. Tuvieron fe y rezaron con fervor porque así se lo enseñaron personas cuyo ejemplo les motivaba. Echaron raíces en una familia más o menos amplia y más o menos unida, donde aprendieron a dar tanto como a recibir, en una escuela del deber, y no del capricho.
Los niños de la época no hicieron la guerra ni tenían por qué saber si el régimen imperante era bueno o malo. Crecieron entre sotanas, retratos de José Antonio (1), padres estables y colegios donde resplandecía la autoridad. Un día, aún vivo Franco, eso se acabó, y coincidió con el final de su infancia, que mientras España cambiaba se fue perdiendo entre las neblinas de la nostalgia.
Vizcaíno vino a decirles que no se avergonzaran de experimentarla. Que no claudicaran en el gozo de un pasado que, para bien o para mal, era su pasado, en el cual se habían hecho hombres y mujeres y construído casi de la nada una nación mejor que la recibida.
Perdurará el mensaje, porque supo revestirlo de espíritu, elegancia y gracia”.
López-Arias, “lui même”, habla de la nostalgia, reivindicándola como el hecho de “reconocernos en quienes fuimos”.
“Femando Vizcaíno Casas, crítico mordaz y sarcástico de la Transición, no era contrario a ese proceso ni a la democracia española, sino a tres cosas: el cambio de chaqueta, la mentira histórica y el ridículo autonómico. Con esas tres lacras de la España postfranquista fue implacable.
Su pluma alcanza verdadero relieve literario, sin embargo, en la evocación del pasado. Durante la Transición una palabra expresó por excelencia el sentimiento tabú: la nostalgia. Ser "nostálgico del régimen anterior" se constituyó en la peor lacra posible. Algo coherente con la situación si la reprobación alcanzase a ser "defensor" o "propugnador" o "partidario", pero... ¿por qué socavar un sentimiento tan hermoso y universal como el que nos vincula, con simpatía o con dolor exento de amargura, al tiempo vital que ya se escapó y sólo podemos recuperar por esa vía?
La nostalgia es la certificación de nuestra identidad. Constituye el aliciente para mirar hacia atrás y reconocernos en quienes fuimos, aun si no nos gusta lo que fuimos. Gracias a esa sensación, dulce o dolorida, ya mueva a la sonrisa, al sollozo o al remordimiento, nos apreciamos como esencialmente unos en el tiempo. Si él ayer no nos zarandease todavía el corazón, ¿cómo identificarnos con aquel ser que éramos, y con quien apenas guardamos ya nada en común?
A través de La boda del señor cura, Hijas de María, etc., Vizcaíno conectó con la generación de postguerra. Pintó una época dura en lo material, rica en lo personal, y mucho menos pacata y ñoña de cuanto se nos induce a pensar. Evocó los años cuarenta y cincuenta desde lo que para vencedores y vencidos era común: la vida cotidiana.
Le recordó a muchos españoles, atemorizados de sí mismos, que en medio de las dificultades fueron felices y normales. Conocieron una disciplina escolar hoy revalorizada, y la proximidad y sabiduría de sus maestros. Descubrieron el primer amor desde una inocencia que se pierde en nuestros días apenas se abandona la cuna. Tuvieron fe y rezaron con fervor porque así se lo enseñaron personas cuyo ejemplo les motivaba. Echaron raíces en una familia más o menos amplia y más o menos unida, donde aprendieron a dar tanto como a recibir, en una escuela del deber, y no del capricho.
Los niños de la época no hicieron la guerra ni tenían por qué saber si el régimen imperante era bueno o malo. Crecieron entre sotanas, retratos de José Antonio (1), padres estables y colegios donde resplandecía la autoridad. Un día, aún vivo Franco, eso se acabó, y coincidió con el final de su infancia, que mientras España cambiaba se fue perdiendo entre las neblinas de la nostalgia.
Vizcaíno vino a decirles que no se avergonzaran de experimentarla. Que no claudicaran en el gozo de un pasado que, para bien o para mal, era su pasado, en el cual se habían hecho hombres y mujeres y construído casi de la nada una nación mejor que la recibida.
Perdurará el mensaje, porque supo revestirlo de espíritu, elegancia y gracia”.
© Carmelo López-Arias Montenegro
(1) José Antonio Primo de Rivera, fundador de la Falange española.
Nota relacionada:
“Historias puñeteras”
(http://elcaballeroespanol.blogspot.com/2009/07/historias-puneteras.html)
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